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¿Son todas las preguntas, en el fondo, una sola? ¿No es nuestra existencia sino una vasta monotonía, un inmenso desierto? La exclamación de Goethe ante la muerte “¡Luz, más luz!”, sintetizó su vida entera, que quedó sublimada en la imagen de una búsqueda, de una luz buscada y perseguida. O que expresó la insatisfacción profunda de su sistema vital. Cuando no el simple hecho de la agonía que trastorna la visión. Vasconcelos se reía de buena gana de tal frase. ¿Cuál fue la luz que no encontró Goethe? ¿Cuál, la luz que pedía?

Me impresiona que la marca más relevante que uno ponga a su propia vida en tal momento, cuando ya no es tiempo para chapuzas, sea este impulso como tal de buscar luz, dando por hecho que aún no se ha encontrado, o que la que existe no es suficiente, y que por tanto es preciso pedir más hasta que exhalemos nuestro último aliento. Cuando se tiene la suerte de disponer de tiempo para arrojar tales resúmenes de lo que ha significado la propia vida al mundo que se abandona, caen ciertos velos y ciertas ilusiones. Resulta extraño llegar al momento postrero pidiendo luz cuando toda la vida la tuvimos al alcance de la mano. Palabras iluminadoras, de cualquier modo.

«Luz» pertenece a los términos primordiales más difundidos en la fenomenología religiosa y que están relacionados íntimamente con el anhelo fundamental e imborrable (arquetípico) que el hombre siente por Dios al que tantas veces buscamos a tientas. También en el cristianismo, luz es una imagen primordial en el proceso revelador. Es la metáfora más usada en el N.T. para declarar lo que Dios es para el hombre. Juan en sus escritos usa 29 veces el término luz para referirse a Dios. Explícitamente dice: «Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna». Luego hace decir a Jesús: «Yo soy la luz verdadera y el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida». Y también: «Yo he venido como luz». En otro lugar, al final de su vida, dice Jesús: «Todavía les queda un rato de luz; caminen mientras tienen luz, antes que los sorprendan las tinieblas». En el prólogo de su evangelio, dice Juan: «El Logos contenía la vida y esa vida era la luz de los hombres». El pecado consiste en que «la luz brilló en las tinieblas y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz». De esto se desprende la densidad de la imagen literaria de la luz en el ámbito de lo religioso. Pablo dice a los cristianos recién convertidos: «ustedes, antes eran tinieblas; pero ahora son luz en Cristo». Más todavía; Jesús llama a los suyos: “luz del mundo”. Creo que no hay en la biblia metáfora más usada para expresar lo que Dios es para el hombre, que la imagen de la luz. Pero se ha menester de valentía para aceptar con toda la vida esa oferta de luz.

¿Qué se quiere decir con esta imagen literaria? R. Bultmann, unos los principales estudiosos de S. Juan, dice al respecto: “Dios es luz. Con esta afirmación, por lo demás, como con otras, no se busca, en modo alguno, una definición de la naturaleza de Dios, de cómo sea él en sí, sino, más bien, qué es Dios para el hombre. En la biblia, en el judaísmo, en el mundo griego, sobre todo en los gnósticos, Dios, su naturaleza, la esfera de lo divino, se describen con la palabra “luz”. La idea de fondo, subyacente a todas las variaciones, es esta: la luz es, en sentido propio, la claridad que el hombre necesita para encontrar el camino, en las vicisitudes cotidianas como también en la vida del espíritu. La iluminación de la existencia está ligada necesariamente a la vida de tal manera que siempre y en todas partes la luz está asociada a la vida y las tinieblas a la muerte”. Tal es la idea de fondo. Nuestras sociedades y culturas, ¿se mueven en la luz o en las tinieblas?

En cierta ocasión me llamaron a visitar a un enfermo. Todos, pero éste me dejó una lección imborrable. El enfermo vivía en una vecindad. Entré a un cuartucho oscuro y maloliente; atmósfera gastada e irrespirable. En la penumbra, en un rincón, sobre unos hilachos, tendido en el suelo, yacía el enfermo. Me acerqué a él. apoyado sobre una rodilla, platiqué con él largo rato. Recibió la unción de los enfermos y cuando ya me retiraba me preguntó: padre; ¿es de día o es de noche? En realidad, era un luminoso mediodía. Estaba ciego. Intuí, entonces, algo de lo terrible que ha de ser la ceguera: privado de la luz, de los colores, de las distancias; del rostro de los seres que amas. Ciego y sumido en aquella penuria, en aquel abandono. Esta situación puede transponerse a toda la existencia del hombre, sobre todo a su dimensión espiritual. Con suma facilidad el hombre puede quedar, o estar, espiritualmente ciego, completamente ciego. Quien está sumido en explotación del poder, en el egoísmo, en el odio y en el resentimiento que se concretan en el asesinato a mansalva, en la extorsión y el secuestro, en el tráfico; en la depresión, en la tristeza, en la desesperanza o prisionero en la simple materialidad de la vida, y vivir como si Dios no existiera, está ciego, completamente ciego.

En el mundo pagano donde el cristianismo irrumpe, hambriento de luz, enfrentado a la fatalidad de un ciego destino, se había desarrollado el culto al Sol, al Sol invictus, invocado a su salida. Pero, aunque renacía cada día, resultaba claro que no podía irradiar su luz sobre toda la existencia del hombre. Nacía cada día para morir cada día. Así, el sol no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden llegar hasta las sombras de la muerte, allí donde los ojos humanos se cierran a su luz. «No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol», argumentaba san Justino mártir en sus Apologías del cristianismo, contraponiendo el culto al sol al de Cristo.

Conscientes del vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol, «cuyos rayos dan la vida». “El sol que nace de lo Alto para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de Muerte”; por ello se instauró el solsticio de invierno como fiesta de su nacimiento. A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, Jesús le dice, estremecido él mismo: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?» (Jn 11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, y más allá de la muerte porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, “Lucero de la mañana que no conoce el ocaso”. Con estas palabras se comprende con toda claridad el por qué la imagen de la luz es un símbolo arquetípico de la salvación que el hombre busca y que solo en Dios puede ser una salvación definitiva, trascendente. El sol invictus o las ideologías, la economía, la política o la tecnocracia por si solas no ofrecen toda la luz que el hombre necesita.

“Desde el comienzo de mi ministerio, escribe BXVI, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud». Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”.

Existen muchas tinieblas en nuestro redor, mucha confusión; las fronteras entre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar, se ha hecho borrosa, desperfiladas o, de plano, borradas. Nuestra cultura ha derribado todos los diques. En nuestra vida de cada día experimentamos la falta de luz. Nuestro mundo se torna cada vez más complicado, incompresible e inseguro. Por eso mucha gente busca una clara orientación y certeras indicaciones para alcanzar una vida más plena. En esta circunstancia, dice B.XVI “es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre”.

Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo.

Lejos quedan solo oscuridad y muerte: Violeta, inocente florecilla truncada. El espectáculo ofrecido por un sacerdote que asesina a un seminarista; aún a nivel de presunción, despide un tufo muy desagradable. Eso es la oscuridad.