[ A+ ] /[ A- ]

El cántaro, entre más vacío

más ruido hace.

(Alfonso X)

 

 

Nos aprestamos a celebrar la navidad. Y la presión social se hace más intensa y nos aleja cada vez más de Belén. Todo se nos vuelve frenesí y afán. Prisas, carreras y accidentes, hasta mortales. Fuga hacia ninguna parte. Desesperación. ¿Sabes?, creemos poder “hacer” nuestra felicidad y no caemos en la cuenta que es un don que solo tenemos que recibir. ¡Hay tantos momentos felices inadvertidos! Dejemos asentado de una vez que la navidad es la fiesta de nuestra adopción como hijos de Dios. “Él nos eligió antes de crear el mundo destinándonos ya desde entonces a ser adoptados por hijos suyos por medio de Jesús Mesías”. (Ef.1,4.5). La realización de ese proyecto eterno es lo que celebramos en Navidad. Los cristianos deberíamos defender esta fiesta interiorizando su mensaje y rechazando su profanación.

 

¡Navidad!

Se dice la palabra casi con algún desánimo; ¿quién puede hacer hoy comprender realmente a nadie lo que quiere decir celebrar la navidad? Claro está que no se trata en esta fiesta del árbol o del nacimiento; de colgar lucecitas en los árboles y de los petriles, de regalos, del hogar caliente, de cena y dulces, tradiciones que se continúan con suave escepticismo. ¿Qué hay además de todo eso? Me atrevo a hacerte, querido amigo, una propuesta: primero, debemos preparar la navidad, segundo, el silencio nos es absolutamente necesario a este fin.

 

La improvisación no existe.

Las grandes experiencias de la vida son sin duda destino, regalo de Dios y de su gracia; pero, por lo general, sólo se conceden a quien está preparado para recibirlas. De lo contrario, la estrella nace sobre su vida, pero el hombre está ciego para verla. Angelo Silesius (1624-1677), escribe: “Si Cristo nace cien veces en Belén y no nace en ti, tú permaneces perdido para siempre”. El hombre entero, en cuerpo y alma, debe prepararse para las altas horas de la sabiduría, del arte y del amor, y, por ende, también para los grandes días en que se celebra nuestra salud eterna. No las abandones, pues, al azar; no entres en ellas aburrido y con espíritu de día ordinario. Prepárate, ten propósito de prepararte. Dios quiere tu felicidad, pero el que te creo sin ti no puede salvarte sin ti. Dios no puede salvarnos a pesar nuestro; la dignidad del hombre y la autenticidad del amor requieren nuestra acogida. En efecto, se exige el querer nuestro, hay que estar preparados para los grandes encuentros de la vida. Nuestra respuesta tiene mucha importancia, por que la relación que Dios quiere establecer con nosotros es de naturaleza dialógica. Dios llama y el hombre responde. Si el hombre declina el ofrecimiento divino, el diálogo no se consuma. Dios no puede actuar hasta que el hombre adopta una actitud de apertura. Si te fijas, hemos intentado todos los medios para solucionar nuestros problemas, pero hemos excluido a Dios. Y los problemas ahí están, tercos, enconados. Pues bien, la navidad quiere decir que Dios ha dicho su palabra definitiva en el Niño que nace en Belén. Debemos prepararnos para recibir a ese Niño que revela la palabra definitiva de Dios, lo que Dios es y lo que Dios quiere para nosotros.

 

Y lo segundo: soledad y silencio.

Ten ánimo para estar solo. Se han de buscar momentos de soledad. Es el espacio de Dios. Dios está en el silencio. Es el Dios del silencio. Para un encuentro con Dios son necesarias diez cosas: las primeras nueve son el silencio. La décima, la oración, solo es posible en el silencio. Jesús siempre buscó el silencio para hablar con su Padre. Él llama al silencio, diálogo de luz y fuego, rico en todos los bienes deseables: porque Dios está en el eterno silencio y su Palabra, el Verbo, brotó en el silencio de la eternidad y, entre nosotros, en el silencio de una noche ignorada. Y sólo en el silencio el hombre es admitido a la cita con Dios.

 

Este es el protocolo divino, hay que tomarlo o dejarlo… El profeta Elías en el torrente de Carith o sobre el Monte Horeb, Moisés y Jesús, todos los grandes contemplativos fueron teledirigidos por el Espíritu hacia las oquedades de la roca, hacia las crestas de las montañas o la desolación de los desiertos, como Carlos de Foucauld; allí se abrieron al Altísimo en el silencio… silencio dinamizado por la fe confiada y el amor. Los grandes mensajes a la humanidad han venido del desierto. Del desierto ante el pelotón de fusilamiento, brota el mensaje de Dostoievsky.

 

También tú, solo cuando hayas efectivamente llevado a cabo la experiencia del silencio, cuando lo hayas hecho cristianamente, podrás esperar ofrecer a aquellos a quienes te esfuerzas por amar un corazón navideño, es decir, un corazón manso, paciente, de temple valiente, ligeramente tierno, incluso. Este regalo es el verdadero don bajo el árbol de navidad; de lo contrario, todos los otros regalos son gastos inútiles que se pueden hacer igual en otros tiempos. Resiste, pues, por de pronto, un poco de tiempo contigo. Acaso halles un lugar donde puedas estar a solas contigo mismo. O tal vez conozcas un camino tranquilo o una iglesia solitaria. ¡No pocas veces en la iglesias también hay mucho ruido!

 

Hoy el único elemento de cohesión de nuestra sociedad de masa, la base sobre la que se apoya, es el ruido. Aquí no se trata del ruido tomado únicamente en el sentido literal de la palabra, es decir, el traqueteo de las máquinas, el estruendo del tráfico, el fondo sonoro y ruidoso de la música mecanizada y de la radio; sino más aún y más allá, ese incesante “ruido de imágenes” del mundo de la televisión y del cine, de los mecanismos publicitarios y el ruido mediático noticioso. Se diría que una fuerza horrible está tratando continuamente de apartar al hombre de la contemplación. Y aquí comprobamos una extraña paradoja: mientras explotamos el ruido para ahuyentar la angustia, la ola ascendente del ruido acrecienta nuestra angustia. Veamos, si no, la búsqueda febril y vital del “antro”. Contra estas potencias no hay más que una estrategia. La más antigua y la única invencible. La del espíritu, la soledad y el silencio. Vasconcelos decía que alma necesita unas tres, cuatro horas diarias de silencio, aunque no sea para una meditación estricta, para resarcirse de tráfago cotidiano. ¡El bien no hace ruido; el ruido no hace bien! ¡Ay!, querido amigo, ¡este mundo que grita y chilla tanto! Un mundo que se asusta con su sombra.

 

El silencio no es sólo un fenómeno puramente negativo: la ausencia de ruido; sino además un elemento positivo y creador. Max Picard subraya que el silencio está “desprovisto de utilidad” en el sentido de utilitarismo práctico, siendo lo único que no puede producir provecho material. Y cita a este propósito al filósofo Kierkegaard: “El mundo en su estado actual y la vida toda entera están contaminados de la enfermedad. Si fuera médico y se me preguntara: ¿qué recomiendo V.? Respondería: ¡Prescribid el silencio! Llevad a los seres humanos a desear el silencio. En el guiriguiri del mundo actual, no se puede oír la palabra de Dios. Y si fuera aullada por amplificadores o con la ayuda de instrumentos ruidosos, ya no sería su palabra. ¡Cread, pues, el silencio!” ¡Y en tiempos del citado filósofo no había tanto ruido! Lo sé, amigo, el ruido caracteriza a gran escala las culturas modernas, hacer del silencio una consiga de vida puede parecer, en tal contexto, algo extraño. Sin embargo, se trata de una exigencia fundamental para la vida del espíritu, el ruido es mortífero en sí. Si piensas que Dios, para comunicarse, lleva el alma al silencio, comprenderás qué es el silencio: don, gracia, verdad, amor.

 

Habla entonces, en el silencio, contigo mismo no como con los otros con quienes discutimos y altercamos, aún cuando no los tengamos delante. Observa, escucha, no aguardes ninguna extraña experiencia. Vacíate de ti, pero no en son de queja. Entra calladamente dentro de ti mismo. Acaso entonces te horrorices de verdad. Acaso adviertas cuán lejos están de ti los mismos con quienes diariamente tratas, y de quienes se dice que estás unido con ellos por el amor. Acaso no sientas más que un inquietante sentimiento de vacío y mortalidad. Y es que traemos muchas máscaras, una para cada ocasión, para cada pelea, para cada negocio, y acabamos ocultándonos a nosotros mismos de nosotros mismos. Acabamos por no saber a ciencia cierta quienes somos. Tal vez descubramos que a quien verdaderamente tememos, es a nosotros mismos.

 

Detente y experimentarás cómo todo lo que bulle en ese silencio está envuelto por una lejanía innominada, como penetrado por el hálito de algo que aparece como vacío. ¡No lo llames aún Dios! Como Elías en el Horeb verás que Dios está, no en el huracán ni en la tormenta, sino la suave brisa de la tarde y que llega para reconfortar el alma abatida. (IRe.19, 11). Es sólo algo que remite a Dios y nos hace barruntar su “vaga presencia” y nos acerca a la infinitud de Dios. El silencio nos permite percatarnos de la presencia de Dios; si nos mantenemos en silencio y no huimos aterrorizados ante lo inquietante que se cierne e impera en el silencio, vamos rumbo a un encuentro que puede transformar nuestra vida.

 

Sin embargo, todo esto es sólo comienzo, sólo preparación para celebrar   una fiesta de navidad para ti. Si así resistes y dejas que el silencio te hable de Dios, entonces este silencio a gritos es extrañamente ambiguo. Es, a la par, la angustia o miedo de la muerte y la promesa de la infinitud que se te acerca bendiciéndote, y están demasiado cerca y son demasiado semejantes para que nosotros podamos por nosotros mismos interpretar la infinitud lejana y, no obstante, tan próxima de Dios. Pero precisamente en esta inquietud aprendemos a entendernos bien a nosotros mismos, y a gustar la dulce quietud de la inquietud. Y éste es precisamente el mensaje de navidad: Dios está realmente cerca de donde tú estás, con tal de que estés abierto a esa presencia, ¿por qué no?, inquietante. Y es así que entonces la lejanía de Dios es, al mismo tiempo, esta incomprensible cercanía que lo penetra todo.

 

Él está delicadamente ahí y te dice: « ¡No temas!». Confía en esta cercanía, que no es vacío. Pierde y encontrarás. Da y te harás rico. Porque en tu experiencia interior no estás ya reducido a lo material que puedes agarrar, que al afirmarse se aísla y queda retenido. Pero tú no tienes sólo eso, porque la infinitud se ha hecho cercanía. Así haz de interpretar tu experiencia íntima, y así haz de experimentarla como la suprema fiesta del descenso divino de la eternidad al tiempo, de la infinitud a la finitud. Tal fiesta se celebra en ti, se celebra por ti, si estás callado y tranquilo, si aguardas y – creyendo esperas, esperando y amas – entonces será realmente navidad para ti.

 

Navidad quiere decir, pues, que Dios se ha hecho hombre, como uno de nosotros; que comparte nuestra condición. . Esto no significa que haya dejado de ser Dios en la plenitud sin límites de su gloria, sino que no retuvo para sí sus prerrogativas divinas, sino que se vacío de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres; se humilló y se hizo obediente hasta compartir con nosotros lo que es más nuestro: la muerte. Y por este hecho, él es la salvación que Dios nos ofrece, la que celebramos en la Navidad, realidad que define y determina todo. Se trata de un compromiso total de Dios con su criatura; ahora, Dios espera nuestra respuesta. Solo en el silencio, en el entrar dentro de nosotros mismos y en el silencio mismo de Dios, se hará clara la larga noche de nuestra existencia. Si; Dios se ha hecho cargo de nosotros; El se ha comprometido y ha querido jugarse su propio nombre con cada uno de nosotros. La palabra que lo explica todo, a cuya luz única podemos barruntar la totalidad del misterio, se llama Amor. A esto nos referimos cuando afirmamos con un corazón valiente: ¡es Navidad!

 

 

El viejo Papa S. León Magno, (430-461), tenía tiempo para enfrentar a Atila y convencerlo de abandonar Italia, y para escribir estas tiernas palabras que definen la Navidad: «Nuestro Salvador, amadísimos hermanos, ha nacido hoy; alegrémonos. No puede haber, en efecto, lugar para la tristeza, cuando nace aquella vida que viene a destruir el temor de la muerte y a darnos la esperanza de una eternidad dichosa. Que nadie se considere excluido de esta alegría, pues el motivo de este gozo es común para todos; nuestro Señor, en efecto, vencedor del pecado y de la muerte, así como no encontró a nadie libre de culpa, así ha venido para salvarnos a todos. Alégrese, pues, el justo, porque se acerca a la recompensa; regocíjese el pecador, porque se le brinda el perdón; anímese el pagano, porque es llamado a la vida.»

 

Celebramos esta navidad, querido amigo, en medio de adversidades; nos resulta difícil, por lo tanto, abrirnos a la esperanza y a la alegría. Estamos decepcionados y tristes, temerosos y dolidos. Iniciativas van e iniciativas vienen y el dolor y la muerte siguen su marcha triunfal. Hemos saboreado la impotencia y la frustración. Sabemos también que el mal que existe en el mundo lo hemos hecho nosotros, por ello, a lo largo del adviento hemos orado diciendo: «La conciencia de nuestras culpas nos entristece, oh Padre, y hace que nos sintamos indignos de servirte; danos tu alegría y sálvanos con la venida del Redentor». Sólo desde aquí podemos comprender lo que es ¡Navidad! Sí, como dice Isaías: ¡Que se rasguen los cielos y lluevan al Justo! ¡Que se abra la tierra y brote el Salvador!

 

¡Feliz Navidad!, querido amigo