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“Si Cristo nace cien veces en Belén
y no nace en ti, tú permaneces
perdido para siempre”.

Celebramos la navidad una vez más. Es una costumbre tan piadosa…Un árbol de navidad con lucecitas, algunos bonitos regalos, el júbilo de los niños y un poco de música navideña, son siempre hermosos y conmovedores. Y si se añade lo religioso para intensificar el ambiente, entonces es todavía más hermoso y conmovedor. Todos tenemos siempre en secreto – ¿Quién lo tomará a mal? – un poco de compasión de nosotros mismos, y por eso buscamos cierto ambiente pacífico y consolador; algo así como si acariciásemos la cabeza de un niño que llora y diciéndole: no es tan grave, todo se arreglará otra vez.

¿No es más que esto navidad? ¿Es esto lo principal? O bien, su belleza y sentimentalidad, su tranquilidad e intimidad, ¿no son sino el eco débil del hecho que propiamente se celebra en este día y que acontece en un sitio completamente distinto, mucho más alto: en el cielo; mucho más profundo: en los abismos y mucho más íntimo: en el alma? ¿La alegría y la paz de navidad son sólo un estado de ánimo al que nos acogemos ilusoriamente, o bien son la exteriorización, la celebración sagrada de un suceso verdadero, al cual nos abrimos con toda la valentía del corazón para que también suceda en nosotros y por nosotros, porque cada vez dicho acontecimiento es verdad y realidad, aunque nosotros no lo queramos reconocer, aun cuando no veamos en él más que un poco de romanticismo pueril y de placidez burguesa?

Navidad es algo más que un estado de ánimo consolador. En este día, en esta santa noche, se trata del Niño, del único Niño. Del Hijo de Dios que se hizo hombre, de su nacimiento. Todo lo demás o vive de ello o bien muere y se convierte en ilusión. Navidad quiere decir: Él ha llegado, ha hecho clara la noche. Ha hecho de la noche de nuestra oscuridad, de nuestra ignorancia, de la noche de nuestra angustia y desesperación una noche de Dios, una santa noche. Eso quiere decir navidad. El momento en que esto sucedió, realmente y por todos los tiempos, debe seguir siendo realidad, a través de esta fiesta, en nuestro corazón y en nuestro espíritu. “Si Cristo nace cien veces en Belén y no nace en ti, tú permaneces perdido para siempre”. (Angelus Silesius, poeta religioso alemán. 1624-1677).

Sin embargo, si decimos con fe decidida, escueta y, por encima de todo, valiente: «Es navidad», entonces estamos diciendo que en el mundo y en mi vida ha irrumpido un hecho que ha transformado todo eso que llamamos mundo y vida nuestra, que ha acabado con el «nada nuevo bajo el sol» del orador antiguo y con el cruel eterno retorno del filósofo moderno (Nietzsche);  hecho por el cual nuestra noche, la terrible, fría y desierta noche, puesto que el cuerpo y el espíritu esperan morirse de frío, ha llegado a ser la noche de Dios, la santa noche. El Señor está aquí. El Señor de la creación y de mi vida. Ese Dios no mira ya, desde el eterno «todo en uno y de una vez» (Santo Tomás) de su eternidad, el eterno cambio de mi vida destrozada. La eternidad se hace tiempo, el Hijo se hace hombre, la eterna razón del mundo, lo que da sentido a toda realidad, se hace carne. Y, por ello, se transforman el tiempo y la vida del hombre. Porque Dios mismo se ha hecho hombre. No en cuanto que hubiera dejado de ser el mismo Verbo eterno de Dios con toda su gloria y felicidad incomprensible. Pero se ha hecho verdaderamente hombre.

Y ahora a Él mismo le interesa este mundo y su destino. Ahora no es sólo su obra, sino un trozo de Él mismo. Ahora no se limita a contemplar su curso, está incluido en él, como lo estamos nosotros, pesa sobre Él nuestro destino, nuestra alegría terrena y nuestra propia miseria. No necesitamos ya buscarlo en la infinitud del cielo, en la que nuestro espíritu y nuestro corazón se pierden, desde este momento está Él también sobre la tierra, y las cosas no le son a más propicias que a nosotros. No se le otorga ninguna concesión especial, sino que comparte la misma suerte con todos nosotros: hambre, fatiga, enemistad, la amargura de la muerte y de una muerte miserable. ¡Cosa inaudita! Y lo más inverosímil es que la infinitud de Dios reciba y acepte la limitación humana, que la felicidad suprema reciba la tristeza de la tierra, la vida y la muerte. Pero sólo ella, esa oscura luz de la fe hace nuestras noches claras, ella sola hace las noches santas.

Dios ha llegado. Está aquí. Por eso todo es distinto de como pensamos. El tiempo se ha transformado de eterno fluir en un suceso que con silenciosa y clara finalidad lleva hacia un fin totalmente determinado. Allí nosotros y el mundo nos presentamos ante el rostro descubierto de Dios. Cuando decimos: «Es navidad», afirmamos que Dios ha dicho al mundo su última, su más profunda y bella palabra en el Verbo hecho carne; una palabra que ya no se puede retirar, porque es la obra definitiva de Dios, porque es Dios mismo en el mundo. Y esta palabra dice: «Te amo, a ti, mundo; a ti, hombre». Es una palabra completamente inesperada, inverosímil. ¿Cómo se puede pronunciar esta palabra conociendo al hombre y al mundo, que no son más que abismo y vacío? Pero Dios, que los conoce mejor que yo, ha pronunciado su palabra al ser engendrado como criatura. Esta palabra de amor hecha carne dice que hay una comunión íntima entre el Dios eterno y nosotros; dice aún más: que existe ya esa comunión, aunque podemos resistirnos y rechazar este beso de amor. Esta palabra la ha pronunciado Dios en el nacimiento de su Hijo.

Y ahora reina una silenciosa tranquilidad en el mundo, y todo el ruido, que se llama orgullosamente historia del mundo y propia vida, es sólo el ardid del eterno amor, que quiere hacer posible una libre respuesta del hombre a su última palabra. Y en ese largo y a la vez corto momento del callar de Dios, que se llama historia después de Cristo, debe el hombre tomar la palabra y, una vez más en la vacilación de su corazón, temblando de amor divino, debe decir a Dios que, como hombre, está a su lado en espera silenciosa: «Yo…» No, no debemos decir nada, sino abandonarse silenciosamente al amor de Dios, que está ahí porque ha nacido el Hijo.

Navidad dice: Dios ha venido a nosotros, ha venido de tal manera, que desde ahora puede habitar en nosotros y en el mundo con su propio esplendor terrible y glorioso. Por el nacimiento del niño todo ha quedado transformado. Se ha hecho visible “el amor pobre de Dios”, como gustaba decir von Balthazar. En efecto, ¡qué pobre aparece el amor de Dios comparado con los grandes discursos, los grandes proyectos, las ideologías, las trasformaciones y la propaganda! Pero sin este pobre amor todo queda sumido en densa oscuridad, en el vacío, en la noche eterna de la muerte. ——

En cada niño hay un reverbero del niño de Belén. Cada niño reclama nuestro amor. Y en María son benditas todas las mujeres. Y bendita la maternidad que reclama nuestro más sagrado respeto y veneración.

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Mi corazón y mi dolor por la partida de este mundo hacia Dios, de D. Simón Vega Arellanes, quedan envueltos en la hermosa fiesta de Navidad. “No puede haber tristeza cuando ha nacido la vida”.