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Haré el bien en la medida
en que sea Santo.
(C. de F.).

Presentación.
Tenemos necesidad de los Santos; son el “amén” al amor del Padre revelado en su Hijo Querido. Son respuestas dadas desde el lado humano al Amor que nos busca, nos interpela y nos sale al encuentro en cada acontecimiento y en cada hermano. Son la única apología creíble de lo verdaderamente cristiano en el cristianismo. Por ello debemos conocerlos. En ellos vemos la gracia de Dios que triunfa en la debilidad del hombre. En ellos, Dios, corona lo que él mismo ha hecho, decía S. Agustín. Su ejemplo nos impulsa y su intercesión nos ayuda, no a la autocomplacencia, sino a trabajar por el Reino; en ellos, en su especial circunstancia, brilla la belleza de Dios. Los santos son bellos.

En una conferencia dirigida a los jóvenes, el Cardenal Ratzinger escribe: “he afirmado muy a menudo que estoy convencido de que la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su verdad, contra toda negación, son de un lado los santos y de otro la belleza que la fe ha generado. Para que la fe pueda hoy crecer debemos guiarnos a nosotros mismos y a los hombres con los que nos encontramos a conocer a los Santos y entrar en contacto con lo bello. (La bellezza. La Chiesa. 2005).

CHARLES DE FOUCAULD es un bello ejemplo inquietante de esa verdad. Este trabajo consta de las siguientes partes: Llamados al santidad; una semblanza de Carlos de Foucauld; luego la traducción de un ensayo de H. Medelin sj, aparecido en NRT 130 (2008) 91-100, con el título: “Charles de Foucauld et la traversée de nos déserts”. Y, finalmente, unas citas del Santo. Me complazco en dedicar este trabajo a Mons. René Blanco.

Llamados a la santidad.
He aludido en varias ocasiones al hecho de que el Papa BXVI, dedicó dos años de su breve pontificado a hablarnos de los Santos. Durante dos años utilizó las catequesis de los miércoles para trazar una breve biografía y señalar los puntos en que los Santos son significativos y actuales y cómo es que constituyen una luz en el camino de todo creyente; y de aquellos que quieran acercase a la fe.

No se trataba de algo nuevo en la vida del Papa BXVI. Más bien, era una práctica habitual en su vida pastoral. Hay un libro que reporta una serie de homilías sobre la Virgen y algunos Santos y aparece bajo la firma de Cardenal Ratzinger. El libro tuvo su primera edición en 1997 y aparece con el título de: “Heiligenpredigten”. Hay una 2ª edición que recoge trabajos de 1982. Esto es el resultado del firme convencimiento de que precisamente los Santos son exegetas incomparables del evangelio, los auténticos intérpretes, aquellos que, “simplemente” vivieron el evangelio, y que por ello nos ayudan a descubrir en forma siempre renovaba la perla preciosa o el tesoro escondido. De esta forma son para nosotros puntos de referencia obligado. Sin ellos correríamos el riesgo de creer que estamos inventando el camino, o bien, nos movemos atientas. Y el camino ya está hecho, ya lo recorrieron estos hermanos nuestros que son “como señales” en nuestro camino. Todos ellos, ha dicho BXVI, “son una viva interpretación de Jesucristo al que concretan en sí mismos”.

Si nos introducimos a fondo en la vida de los Santos para entender el alimento del que se han sustentado, y el origen de la fuerza que los ha convertido en hombres y mujeres nuevos y les ha permitido realizar el amor en sus vidas y así concretar cosas grandes para el Reino, recibiremos inspiraciones y estímulos de esas fuentes inagotables. Así como por ejemplo, no pueden menos de ser una referencia existencial obligada las palabras de C. de F.: “La Eucaristía es Dios con nosotros, es Dios en nosotros, es Dios que se da perennemente a nosotros, para amar, adorar, abrazar y poseer”. De esta manera, existencialmente se comprende que «cuanto más se ama, mejor se ora», esto quiere decir que la vida sin oración es un erial, un desierto inhóspito en donde habitan todos los demonios. Y, él, conoció el desierto. También como lugar teológico. A ello me refiero cuando hablo de ellos como de intérpretes del evangelio. Nosotros no podemos seguir un camino diferente, no podemos inventar otro camino, aún en el respeto irrestricto a la propia personalidad.

Son ellos quienes ofrecen testimonio de la viva presencia de Jesucristo y de la acción constantemente renovadora del Espíritu Santo en el seno de la Iglesia. De aquí, que el entonces Cardenal Ratzinger, haya podido afirmar que son también, acompañados por el arte cristiano, los apologetas de la iglesia. «Sólo cuando redescubrimos a los Santos, podremos, igualmente, reencontrarnos con la iglesia». “Los santos, signo de esa radical novedad que el Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, ha insertado en la naturaleza humana, e insignes testigos de la fe, no son representantes del pasado, sino que constituyen el presente y el futuro de la Iglesia y de la sociedad. Éstos han realizado en plenitud esa cáritas in veritate que es el sumo valor de la vida cristiana, y son como las caras de un prisma, sobre las cuales, con matices distintos, se refleja la única luz que es Cristo”. (A la
Congregación para las Causas de los Santos, BXVI. 22.12.09).

En su inquietante y difícil libro, Sólo el Amor es Digno de Fe, Hans Urs von Balthasar, dice en su prólogo: “No es necesario decir que la siguiente presentación no contiene, fundamentalmente nada nuevo, sino que trata de seguir el pensamiento de los grandes Santos de la tradición teológica: Agustín, Bernardo, Anselmo, Ignacio, Juan de la Cruz, Francisco de Sales, Teresa de Lisieux….. Los que aman son los que más saben de Dios, es a ellos a quienes los teólogos tienen que escuchar”. Y no sólo los teólogos, la iglesia toda.

Este autor ha escrito con mucha profundidad y acierto: «En los Santos, en cuanto a hombres que buscaron orientar todo hacia el único amor de Cristo se haya – según el mismo Cristo -, la única credibilidad de su fundación. Mientras que gracias a los Santos se aclara qué es “propiamente” la iglesia, es decir, qué es la iglesia en su realidad más propia, por los pecadores (como hombres que no creen seriamente y de verdad en el amor de Dios), es oscurecida esencialmente, haciendo de ella un enigma superfluo e incitando, con razón, a la contradicción y a la blasfemia contra Dios. Pues está escrito: por vuestra culpa blasfeman los paganos el nombre de Dios.» (Rom.2,24). Palabras iluminadas de este gran teólogo. En efecto, los Santos son la realización concreta de la idea Paulina de la iglesia “sin mancha ni arruga” que es presentada como esposa a Dios, en tanto que el antitestimonio del pecado de quienes rechazan el amor, oscurece el ser y el sentido de la iglesia. Y ¡vaya que nos ha tocado vivir dolorosamente esta contradicción dolorosa!

A veces parece inquietarnos y preocuparnos sobremanera el aspecto pastoral en nuestro ser. El reto pastoral es inmenso, tenemos la impresión de que nos rebasa sobradamente. Asistimos a una progresiva descristianización de los ambientes, a un lento e inexorable alejamiento del evangelio. Vivimos en una cultura que nos invita a vivir como si Dios no existiese, que vuelve inútil la “hipótesis de Dios” el sentido y el valor de vida, una cultura que nos ha convencido que podemos prescindir de Dios tranquilamente. Los sociólogos y filósofos nos hablan hoy de una sociedad post cristiana. Nosotros podemos agregar que, por la misma razón, es una cultura post humana. En un interesante ensayo sobre la misión de la iglesia, en el mundo actual, von Balthasar ha dicho que en realidad hoy se pide algo sobrehumano a los cristianos enviados al mundo; un mundo mucho más complejo, pluralista y contradictorio que cualquier otra civilización antigua. Es un programa de superhombres, que parece desbordar desde todos los ángulos el modesto formato de los ciudadanos corrientes. Máxime si contamos con la animadversión del mundo hacia la iglesia. O quizá, dice el autor, en lugar de superhombres deberíamos hablar simplemente de Santos y atribuirles nuevas dimensiones humanas: gozar de la fuerza y exuberancia de los comienzos de la iglesia y al mismo tiempo, situarse en los límites de su irradiación; estar muy cerca del Señor crucificado y de los hombres, por quienes él soportó la miseria y el abandono hasta identificarse con ellos. Invariablemente esto es lo que han hecho los Santos sin excepción. Pensemos tan solo en el hecho de que, Teresita de Lisieux, que agotó su breve existencia en el convento, es la patrona de las misiones; ella estuvo siempre poseída por un ardiente espíritu misionero y un acendrado amor a la iglesia. No puede ser de otro modo.

Razón, pues, tiene Carlos de Foucauld cuando dice: haré el bien en la medida en que sea santo, porque esto quiere decir que se hacen concretas las palabras de Pablo: Si yo puedo hablar las lenguas de los ángeles y de los hombres, puedo tener el don de interpretarlas, puedo tener una fe tan grande como para mover montañas, puedo entregar mis bienes a los pobres y dejarme quemar vivo, pero si no tengo amor, (caridad, ágape), de nada me sirve; no seré más que una campana que suena o unos platillos que aturden. (cf. 1Cor 13,1-3) Y cómo no recordar de nuevo a Teresita de Lisieux y su «Pequeño Camino»: No hay obra pequeña hecha por amor a Dios; y en contrario, no hay obra grande si no la impulsa el amor. “Comprendí que sin el amor, todas las obras son nada, aun las más brillantes, como resucitar a los muertos y convertir a los pueblos. Y También: “Cuántos actos heroicos de caridad se pueden hacer a lo largo del día en las ocupaciones más modestas de cada jornada”.
Cita de Yves.

Nuestra mirada que desea una reviviscencia de la alegría de la fe, de la primacía del amor, y del dinamismo misional, se ha de orientar por ello hacia los santos, esos hombres y mujeres con los que la iglesia ha contado siempre y cuya presencia tanto necesitamos y debemos implorar en nuestro tiempo. (cf. Stephan Otto Horn, ssd. Presentación. Heiligenpredigten)

Se piensa, con frecuencia, en los santos como seres especiales que, a la postre, no son imitables ni cercanos; se trata, más bien de “atletas del espíritu de alto rendimiento”, y se concluye: la santidad no es parta mí. Transportando a un lenguaje más sencillo el n. 41 de LG., BXVI decía: “¿Qué es lo más esencial? Esencial es no dejar nunca un domingo sin un encuentro con el Cristo Resucitado en la Eucaristía, esto no es una carga, sino que es luz para toda la semana. No comenzar y no terminar nunca un día sin al menos un breve contacto con Dios. Y, en el camino de nuestra vida, seguir las “señales del camino” que Dios nos ha comunicado en el Decálogo leído con Cristo, que es simplemente la definición de la caridad en determinadas situaciones. Me parece que esta es la verdadera sencillez y grandeza de la vida de santidad: el encuentro con el Resucitado el domingo; el contacto con Dios al principio y al final de la jornada; seguir, en las decisiones, las “señales del camino” (Los Mandamientos) que Dios nos ha comunicado, que son sólo formas de la caridad. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo. (Lumen gentium, 42). Esta es la verdadera sencillez, grandeza y profundidad de la vida cristiana, del ser santos”. (13 de abril de 2011).

Una Semblanza de C. de F.
Carlos de Foucauld nació en Estrasburgo el 15 de septiembre de 1858. Se quedó huérfano a los 6 años. Perdió la fe a los 17 e ingresó en 1876 en la Escuela militar de Saint-Cyr. En 1880 es teniente en Argelia. Al año siguiente se le retira «por indisciplina y mal comportamiento notorio»; pide de nuevo el ingreso cuando su regimiento se encuentra en guerra en el sur de Orán en la revuelta de Bou-Amana. Terminada la campaña deja el ejército y emprende un «reconnaissance au Maroc» que fue objeto de una publicación científica (1882-1884). En febrero de 1886 reside en París y se convierte a finales de octubre de 1886; el P. Huvelin es su “padre” espiritual. El 26 de enero de 1890 es novicio en la trapa, de Notre-Dame-des-Neiges (Ardèche). (La Trapa es una Orden Cisterciense, [Cister: otra orden religiosa fundada en 1098], de la Estricta Observancia, conocida como Orden de la Trapa, es una orden monástica católica, cuyos miembros son popularmente conocidos como trapenses. Tienen como regla la de San Benito, la cual aspiran seguir sin rebajas. Nacen como una ramificación de la Orden del Císter, que a su vez se originó de la Orden de San Benito.).

Va luego a la trapa del Sagrado Corazón de Akbès en Siria (1890-1896) donde vive la vida cisterciense bajo la dirección de dom Polycarpe. Es enviado a Roma para estudiar la teología (septiembre de 1896) y el 23 de enero de 1987, recibe del abad general de los cistercienses, dom Sébastien Wyart la confirmación de su vocación de imitar a nuestro Señor en su vida de Nazaret, y el 14 de febrero de 1897 abandona la trapa para ir a Nazaret. Lega a Nazaret el 5 de marzo de 1897 y es acogido como doméstico por las clarisas. Se instala en un almacén de herramientas y consagra «esa deliciosa ermita» a nuestra señora del Perpetuo Socorro describiéndonos su existencia con estas palabras: «ayudo a las misas y a las bendiciones del santísimo sacramento; barro, hago los encargos; cumplo todo lo que se me ordena. El trabajo comienza después de la misa, a las ocho de la mañana, y termina a la hora de la bendición del santísimo que tiene lugar cada dos o tres días a las cinco de la tarde. Los domingos y fiestas no tengo nada que hacer y puedo rezar todo el día». Se levanta hacia las dos o las tres de la madrugada, reza maitines, medita por escrito en los evangelios y los salmos y luego, al ángelus, va a misa con los franciscanos y reza el rosario en la gruta de la sagrada familia; a las seis vuelve a las clarisas para cumplir sus funciones de sacristán y ayudar la misa de siete; a las diez interrumpe su trabajo para hacer dos horas de oración y lectura espiritual; después del frugal almuerzo vuelve al trabajo hasta vísperas, no sin haber rezado de tres a tres horas y media; «desde las cinco de la tarde hasta las ocho de la mañana apenas si hay otra cosa que lecturas piadosas, oraciones que interrumpen las ligeras colaciones y las cortas horas de sueño». Esta vida le agrada enormemente y declara: «Es exactamente la vida que yo buscaba», «he encontrado aquí, bajo mi blusa azul, lo que buscaba: en mi cabaña de tablas, a los pies del tabernáculo de las clarisas, en mis días de trabajo y en mis noches de oración, tengo en tal grado lo que buscaba y deseaba desde hace ocho años, que es evidente que Dios me había preparado este lugar y precisamente en su Nazaret que desde hace tiempo me seducía….es la imitación de la vida escondida de nuestro Señor, en su oscuridad, en su pobreza».

NRT 130 (2008) 91-100
H. Madelin sj.

Carlos de Foucauld
y la travesía por nuestros desiertos.

En un libro reciente, el padre Dominique Bertrand, traza el retrato de Pedro Favre, uno de los primeros compañeros de Ignacio de Loyola en el s. XVI. En la introducción, el autor subraya acertadamente que la intención hagiográfica no ha desaparecido en nuestros días. Pero se ha desplazado. «No se insiste ya sobre una santidad valedera para todos los tiempos como en la edad barroca. Se exaltan los rasgos que permiten a una personalidad ser significativa hoy y siempre. La tendencia actual de la historiografía es sobre todo una tendencia iluminadora: ahora las monografías que se refieren a figuras históricas son rehabilitantes. Ahora bien, el gran argumento, constantemente retomado, de todas las rehabilitaciones, es la humanidad, cualidades y defectos siempre mezclados, de dichas figuras en relación con la modernidad». Es según este nuevo espíritu que quisiéramos hablar de Carlos de Foucauld (= C de F) como de un santo que pertenece incontestablemente a la modernidad, es decir, a una forma nueva de vivir las formas de la santidad de siempre.

C. de F., recientemente beatificado, pertenece indudablemente a la diversidad y a la originalidad que se encuentra en la paleta maravillosamente coloreada de las múltiples formas de santidad ofrecidas a nuestra devoción. Entre otros santos y santas, si se toma el ejemplo de Francia, este país ha puesto en los altares a San Luis, un rey enamorado de la justicia y del distanciamiento del poder, y, en otra vertiente de la santidad, a Juana de Arco, joven liberadora del reino, opuesta a la ocupación inglesa y expuesta a la ferocidad de los gobernante de su país y a la veleidad de los jefes de su iglesia. Contamos también, en estas historias santas, una fila impresionante de misioneros que culmina en la figura reciente de Teresita del Niño Jesús, una carmelita que consumió su joven vida en un convento y estuvo poseída por un fuego ardiente por todos aquellos que habían partido a tierras lejanas para anunciar el evangelio y reconciliarlas con Dios.

C. de F. pertenece a esta cohorte. Se parece a los otros, pero se caracteriza por los rasgos específicos en los que quiero insistir en este artículo. Mirando cómo Dios ha transformado estas vidas en sus profundidades, se piensa en la maravillosa máxima forjada por San Bernardo. “¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo? Por eso, si me acuerdo que tengo a mano un remedio tan poderoso y eficaz, ya no me atemoriza ninguna dolencia por maligna que sea”. Quisiera mostrar aquí cómo C. de F. se ha hundido en los desiertos de nuestro tiempo para hacer resplandecer ahí una santidad de un género todavía inédito.

Los desiertos de una época.
Con la beatificación de C. de F., se ha rendido homenaje a una nueva forma de santidad. Sus rasgos principales son el culto a lo extremo que quiere mantenerse en las fronteras del mundo. Es también un poner en entredicho el confort y los simplismos de una época. C. de F., he aquí un hombre rico, feliz heredero de una importante fortuna familiar que pronto dilapida a grado de que sus familiares, asustados, se ven obligados a ponerlo bajo tutela. Un aristócrata, que querer siempre para él un despojamiento extremo; un hombre llamado a los primeros lugares y que va a ser jalado hacia la búsqueda del último lugar; he aquí a un egresado de Saint Cyr que renuncia sorprendentemente a la carrera militar para hundirse en un abajamiento que lo llevará a encontrar su alegría en una bodega de jardín para convertirse en una suerte de criado al servicio de las hermanas Clarisas de Nazaret.

Es un bautizado que se aleja para vivir fuera de las creencias cristianas y tras una fulgurante conversión, se transforma en discípulo con el deseo de imitar lo más cerca posible al Jesús de su vida oculta de Nazaret. Es un oficial que se convierte en creyente en un momento cuando la increencia era bien vista en el ejército republicano que fichaba, bajo el mando del Gral. André, a los oficiales “mochos”, es decir, a los que asistían a misa regularmente. Este convertido se afianza en el momento en que la República laica intenta humillar a la iglesia expulsándola de sus residencias y sus santuarios para erradicar su influencia sobre las masas. C. de F., renuncia al confort de una época para enfrentar los nuevos desiertos.

Carencias afectivas.
Digámoslo luego; lo que C. de F. encuentra luego de una infancia gravemente perturbada, son desiertos afectivos. Dejo aquí las palabras a uno de sus biógrafos J.J. Antier. En su libro, el autor habla, a justo título, de una infancia desgarrada. “Los ancestros de Carlos habían radicado en Alsacia en empleos honorables pero mal remunerados para los forasteros”. La familia era originalmente de Orleans y había optado por la reconciliación del reino y del liberalismo republicano. El primer niño de Eduardo y Elizabeth murió en edad temprana. Luego, Carlos nació en Estrasburgo, el 15 de septiembre de 1858, en la casa donde, en 1792, Rouged de l´Isle había compuesto la primera versión de la Marsellesa. Tres años después, nació María.

Mientras tanto, el padre fue trasladado a Wissembourg. Por razones inexplicables, Eduardo se volvió neurasténico; él se distanció de los suyos y se refugió en París con su hermana Inés en 1863. Sobre este horizonte dramático aparece la figura del doctor Blanche, ilustre psiquiatra parisino que constata el mal incurable que condena a Eduardo a la locura. El Vizconde Armando de Foucauld, padre de Eduardo, muere de pena a la vista de ese espectáculo. Elizabeth, la esposa de Eduardo, buscando una salida, quiere entregarse por última vez a Eduardo para atajar el mal que la aterroriza. Tres meses más tarde refugiada en la casa de su padre, en 1864, muere ella a los 34 años a consecuencia de una caída. Pasados cinco años, le llega el turno a Eduardo y muere.

Esta cadena de desgracias continua en esa familia puesta prueba. La Vizcondesa de Foucauld muere poco después, a los 64 años víctima de un mal cardiaco. Así María ve desaparecer a sus padres y abuelos sin comprender la situación. Carlos, su hermano, quedará marcado de por vida por estas tragedias familiares. Él pertenece, entonces, a esta fila de Santos golpeados desde la infancia por graves traumas afectivos en el entorno familiar. Esta experiencia precoz puede explicar sin duda su especial afecto por su prima Marie de Bondy, siete años mayor, quien fue para él una madre y una hermana. Tal vez sea necesario ver también en estas desgracias familiares la devoción por la Santa Familia que no cesará de atraer al futuro eremita del desierto.

El aburrimiento en el corazón de una vida.
Tras los “impasses” de una época y las desgracias familiares, C. de F. ha debido atravesar desiertos afectivos que le fueron propios. Para hablar de ellos me apoyaré en los valiosos apuntes de J. F. Six, biógrafo de C. de F.

Al terminar la escuela en Saint Cyr, C. de F. entra a la escuela de Caballería de Saumur. Sale de ella, en octubre de 1879 en el último lugar, el 87avo. de 87 alumnos. Nada hizo por aprovechar las propuestas que le hicieron. Pronto dilapidó su tiempo y su dinero. Por entonces fue nombrado subteniente en 4º. Regimiento de Hussards en Sézanne. Como él se aburría enormemente en esa guarnición, intentó acercarse a los terrenos de su infancia y se traslada a Pont de Mousson. Se instala ahí en una residencia y renta otra en París, calle de la Boetie para aprovechar los días francos. Es en esta época cuando Foucauld se enreda con Mimi, «una mujer medio mundana, tan espiritual como ligera». J. F. Six habla, entonces, de C. de F. como de un «niño prodigio». Este mundano de entonces sabe, sin embargo, analizar lo que pasa en su fuero interno. A la manera de San Ignacio de Loyola él observa el movimiento de los espíritus, (discernimiento de espíritus), el juego de desolaciones y consolaciones que se dan en lo más íntimo de su alma.

Lo que domina en él, antes de su conversión, es una tristeza que viene de un enemigo que conoce muy bien, y que se llama “vacío”. Busca el placer, cultiva los placeres, el comercio de los sentidos. Quiere aturdirse. Lo que siente no quiere confesarlo a nadie. Pero permanece lúcido. Como testimonio está un escrito posterior a esta etapa que lo muestra ya atravesado por la gracia en su vacío interior: «un vacío doloroso, una tristeza que yo no había sentido hasta entonces; me asaltaba todas las tardes, cuando me encontraba solo en mi apartamento … esa tristeza me mantenía mudo y abrumado durante eso que se llama fiestas: yo las organizaba, pero llegado el momento, yo las pasaba en un mutismo, un disgusto, un aburrimiento infinitos. Es la inquietud vaga de una mala conciencia que, por adormecida que esté, no está, para nada, muerta. Jamás he vuelto a sentir esa inquietud, esa tristeza de entonces».

De Foucauld tiene esa capacidad de ciertos santos modernos de no contentarse con palabras y permanecer atentos a su propia evolución psicológica. La gracia actúa en ellos por la vía de la tristeza experimentada repetidamente, fruto del desacuerdo profundo entre su ser social y su propia individualidad. Esta tensión extrema prepara en ellos una conversión, también, a los extremos, si es verdad, como dice S. Pablo, que existen dos clases de tristeza, una que hunde en el disgusto de sí y otra que, a través de las lágrimas, abre a la realidad de Dios.

Camino a los extremos.
En 1886, C. de F. se encuentra en plena crisis personal. Sigue los caminos racionalistas para encender su linterna. Su prima le propone un encuentro con el abate Huvelin en la parroquia de San Agustín. Una buena mañana, Carlos se levanta decidido a un encuentro con este sacerdote y, eventualmente, sostener una charla sobre la religión católica, el lugar de los dogmas y la realidad de los milagros.

Cuando se encuentran, esa mañana, el abate Huvelin le ordena a Carlos que se ponga de rodillas y recite el “yo pecador” par confesarse. El padre le da absolución y le invita a la comunión. Cuando se levanta, el joven oficial se siente invadido por una paz desconcertante, que no es como la paz que da el mundo. Hablando de esta conversión, el nuevo creyente podrá escribir más tarde: Tan pronto como yo creí que había un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir por él. Dijo un sí pleno y total al amor de Dios que lo atrapaba.

Pero las tensiones crecieron en este hombre intransigente y voluntarista. Jesús se ha convertido en el único modelo. Pero el abate Huvelin intenta moderar el entusiasmo de este neófito. Quisiera ver que consolida, en el silencio y la calma, ese cambio de vida para evitar toda tentación de orgullo. Pero su dirigido está decidido a convertirse en religioso lo más pronto posible. No soporta la lentitud del «tratamiento médico» que se le propone. Luego de un retiro con los jesuitas, Carlos entra en al Trapa. Ante de dejar Paris, 15 de agosto de 1890, se dirige a la parroquia de San
Agustín para comulgar, a lado de su prima, Mary de Bondy. Ahí le dice adiós a ella, a su confesor y al mundo.

La emoción de su nuevo amor no lo abandona. Las lágrimas que vierte ese día, serán las últimas porque son las de un adiós definitivo. Escribirá más tarde, recordando aquel día. Fue un sacrificio que me costó todas mis lágrimas porque, desde entonces, yo no he vuelto a llorar. Me parece que ya no tenga más lágrimas. La herida de aquel 15 de enero es siempre la misma. El sacrificio de entonces es el sacrificio de todas las horas. Recordando y dirigiéndose a Dios, anota en su diario. Sed de hacer por Ti el más grande sacrificio que, me parece se pueda hacer por ti: dejar mi familia que fue mi gran alegría y yendo, lejos, muy lejos, a vivir y a morir. Luego de esta súbita conversión, comienza el camino a los extremos.

Imitación de Jesús de Nazaret.
Pedro Favre, uno de los primeros compañeros de San Ignacio de Loyola, escribió en su Memorial el 5 de diciembre de 1542: Yo notaba entonces cómo durante los treinta años que vivió antes de ponerse a enseñar al mundo mediante su palabra, Cristo nos había enseñado ya por sus acciones que era necesario examinarse atentamente a sí mismo, a fin de progresar interiormente. Para imitarlo en todo, es necesario observar también que él ha querido, desde el principio, ver y sentir por los sentidos exteriores, antes de servirse de la razón humana; escuchar antes de saber hablar; obedecer antes de mandar; ser discípulo (y digo bien, ser, antes de decirse tal), antes de llegar a ser maestro; ser dirigido antes de dirigir.

En C. de F., la exigencia es más radical todavía, sabemos que él quedó muy marcado por una frase por del abate Huvelin: Cristo ha tomado el último lugar de tal manera que nadie podrá quitárselo, como el gozo dado por Cristo, según San Juan que nadie nos podrá quitar.

De aquí su hundirse en la vida oculta, en el silencio, en los secretos, todavía poco explorados de la mística cristiana, de Jesús oculto en Nazaret durante treinta años. De aquí la necesidad que nunca lo abandonará, de abajamiento, de desaparición. Es necesario ir siempre más lejos, geográficamente, espiritualmente, no obstante todas las consideraciones sociales. El deseo cada vez más vivo lo impulsa por caminos desconocidos: la trapa de Notre Dame de Neiges, Palestina, Siria, Roma para prepararse a la ordenación, el Sahara, dirigiéndose al gran sur no lejos de Marruecos apenas explorado.

De ahí también la obediencia a la imagen de aquél Jesús en la Santa Familia. Quiere imitar lo más cerca a Jesús de Nazaret que «se sometió» a todo. Esto llega hasta la obediencia a las opiniones de los religiosos que tenían autoridad sobre él y que con frecuencia se sientes desconcertados por ésta búsqueda continua de pobreza y abajamiento. (abjection). Incluso el abad Huvelin sigue con dificultad las exigencias de su dirigido que dice, sin embargo, ser completamente sumiso. Pero, por obediencia a la voluntad de sus guías, vivirá impacientemente los ires y venires de su carrera. Tomando tranquilamente iniciativas personales cuando las respuestas tardan en llegar.

De aquí la importancia, en fin, de un muy intenso trabajo, según consta, en cada lugar con horarios llenos, cada día: escritura, traducciones, correspondencia, redacción de diccionarios, de gramáticas, colección de cuentos entre los sabios del Sahara.

Atracción del desierto.
Carlos se deja devorar por la eucaristía de la cual se nutre. Conocemos su sufrimiento cuando él no podía celebrar la misa porque estaba solo, hasta que por fin, Roma le levantó esta prohibición. La eucaristía está siempre presente, meditada, contemplada por largas horas. Es en la eucaristía donde él conversa con Jesús y donde él decide imitar la vida apartada de Jesús oculto en Nazaret. Es necesaria una salud de hierro paras seguir en tales condiciones. A pesar de su fatiga, de sus largas caminatas a través de los desiertos físicos, Carlos continúa en todo lugar y en todo tiempo una conversación con Dios, único interlocutor en su grande soledad.

Descubre el modelo en los Padres del desierto, que se retiraban a lo más profundo de los desiertos y con frecuencia se les unían visitantes. Sus maestros fueron Evagro del Ponto y Casiano, éste monje del s. V que invitaba a los mojes del desierto a que se instalaran en todas partes como discípulos de Jesús, a la mitad de su vida. A veces le llegaba a su alma el rechazo de su condición, el disgusto por su vida solitaria, la usura de su forma de vida y el rechazo de sus hermanos vecinos. El hermano Carlos, como se le llamaba, no estará muy atento a la tentación de la fuga; forjará siempre nuevos proyectos aunque no consiga compañeros deseosos de vivir su misma vida. Todos los ensayos de fraternidad fracasaban a grado que la vida que le esperaba era la austeridad y la soledad.

Siempre fluctuará entre su deseo de soledad, su caridad ejemplar hacia aquellos que lo rodean o se cruzan con él por los caminos saharianos, y el trabajo sabio y erudito que es su pan cotidiano. Se cree que el desierto es sano para el cuerpo, pero es un lugar terrible para los nervios que exige una constante vigilancia del espíritu para no caer en la abulia. El hermano, a disposición de todos sus amigos, se siente bien en esos espacios desolados. Se puede decir que su soledad asumida en el cuerpo, el espíritu y el alma, es una especie de prefiguración de lo que vivirán más tarde los apóstoles en las ciudades modernas donde el individuo es un ser anónimo en medio de la multitud indiferente.

Hacia el fin de su vida, unos años antes del inicio de la I Guerra Mundial, en los espacios inmensos de un Hoggar, (El macizo de Ahaggar o de Hoggar en tuareg, Idurar Uhaggar, es una cadena de montañas localizada en el oeste del Sáhara, al sur de Argelia, a unos a 1 500 km al sur de la capital Argel), olvidado y abandonado a sí mismo, C. de F. se apresura a dar la última mano a su trabajo científico sobre la lengua touareg. (Los tuaregs son un pueblo bereber de tradición nómada del desierto del Sáhara. Su población se extiende por cinco países africanos: Argelia, Libia, Níger, Malí y Burkina Faso. Cuando se desplazan, cubren sus necesidades y las de los animales debido a que viven en unidades familiares extensas que llevan grandes rebaños a su cargo). Se agota físicamente y no puede ya celebrar sin un asistente. Enfermo, está a las puertas de la muerte. Pero él, que ha dado tanto, experimenta ahora la amistad cuando sus amigos touaregs se las ingenian para conseguir leche de camellas y poder alimentarlo. No se trata de convertir a un pueblo que está fuera de la fe cristiana, sino de recoger lo mejor de su humanidad que queda de manifiesto cuando buscan medios para su subsistencia.

Un santo para nuestro tiempo.
C. de F. pertenece a esa generación moderna capaz de descender a las profundidades del ser. Él ha recibido la misión de «descender a los infiernos», según la bella expresión de Gilbert Cesbron, hablando de la tarea de los sacerdotes obreros. Se trata de una santidad en reacción contra una cierta ilusión o abandono aparejada a una modernidad blandengue e instalada en un confort sin perspectivas verdaderas.

Para ser francos, yo creo que el mismo Foucauld jamás hubiera querido ser beatificado. Habría visto una especie de elevación contraria a la búsqueda constante de lo que él llamaba la “abyección”. Pero puedo decir también que, aunque él no hubiera estado de acuerdo, luego de haber expuesto sus razones a sus superiores, hubiera aceptado en la obediencia de la fe las respuestas a aquello que lo atormentaba.

La originalidad de este santo es imitar la vida de Jesús en lo que ésta vida tiene de más desconocido e inimitable, gracias a una peregrinación incesante que lo condujo hacia una fuente escondida y silenciosa desde el principio.

No olvidemos que la modernidad de este Santo es haber contribuido al impulso de un movimiento como el de los pequeños Hermanos y las pequeñas Hermanas de Jesús. No quería llevar, en principio, el evangelio a los cuatro rincones del mundo por la palabra, la exhortación o la catequesis. Lo que él propone es entrar lo más profundamente posible en la vida de esas gentes cercanas metiéndose en su manera de vivir y manifestando un amor completamente simple, hacerse habitante en el seno de los barrios y las chabolas, de presencia, de palabra a la altura del hombre, de afecto sonriente. La fuerza que estas actitudes suponen se apoya en la eucaristía contemplada y consumida. Estos hombres y estas mujeres quieren ser simplemente testigos del amor vivificante de Cristo por los seres que lo ignoran o no lo comprenden, en los rincones más ocultos de la tierra sin hacer una enseñanza pública. Ejemplo de gratuidad total, punto extremo y silencioso del camino misionero cristiano.

En este sentido, de Foucauld, es un Santo moderno porque va contracorriente de su época. Él se dirige a los pueblos que el islam domina y está solo en ese terreno. No es un misionero bautizador, pero ha llegado a ser «el hermano universal», el amigo de personas y de pueblos despreciados por la historia y mantenidos a distancia por Occidente. Él predica, no por la palabra, sino por la seriedad de un amor visible hacia todos los pequeños. Altera el orden establecido y morirá por ello, como Bonhoeffer, Edith Stain, como Etty Hillesum. (El 1º de diciembre de 1916 una bala de fusil, en medio de una emboscada bereber, en las lejanas cordilleras de Hoggar, acabó con este gran apóstol y testigo. Fue beatificado por BXVI el 13.11.05).

Los Santos son esenciales en la iglesia, esta iglesia santa y pecadora a la vez. «La historia, escribe Karl Rahner, un teólogo de nuestro tiempo, no es una historia única. Los Santos poseen una individualidad. Tienen una fisonomía que los acompaña en la eternidad, que no es una pura esencia abstracta, sino, más bien, el producto auténtico y duradero, individual de la historia». Los Santos son los iniciadores y los modelos de santidad que aparecen precisamente como una tarea en un período determinado. Ellos crean estilos nuevos. Muestran que una cierta forma de vivir y de actuar es una posibilidad real. Prueban por la experiencia que se puede ser cristiano a su manera.

Que estén sobre los altares o no, todos estos Santos y Santas son las figuras de proa de un universo al que el cristianismo, o no ha comenzado o ha dejado de aproximarse. Ellos son los que han sido sacrificados por un orden que continua arrodillándose ante los ídolos mentirosos.

Resumen.- C. de F. ya beatificado, tiene un lugar original en la paleta plena de colores, de Santos y Santas de nuestra historia. Este nuevo bienaventurado ha hecho resplandecer una santidad de un género inédito. Toda su vida, aún antes de su conversión, tiene que afrontar los desiertos afectivos, geográficos, culturales y religiosos de nuestro tiempo. Practica, hasta el fin trágico de su vida, el culto a los extremos a la manera de un vigía plantado en medio de la lejanía, como un centinela colocado en las fronteras de un mundo desconocido por sus contemporáneos. Su soledad asumida hasta la lejanía de Hoggar es una especie de prefiguración de la que viven los apóstoles enviados, por el servicio de Dios, en el seno de las modernas multitudes desamparadas.

Frases de Carlos de Foucauld,
1.-Tener realmente fe, la fe que inspira todas las acciones, esta fe sobrenatural que despoja al mundo de su máscara y muestra a Dios en todas las cosas, que elimina toda imposibilidad, que hace que estas palabras de preocupación, de peligro, de temor no tengan ya sentido; que hace caminar en la vida con una calma, una paz, una alegría profunda.

2.- El amor lo puede todo. Quien no ama realiza muchas cosas que cansan y agotan en vano.

3.- Alegrarse de que Dios es Dios.

4.- Amo a nuestro Señor Jesucristo más y mejor de lo que querría amar un corazón, pero en definitiva le amo y no puedo soportar llevar una vida distinta a la suya, una vida dulce y distinguida, cuando la suya fue la más dura y la más despreciada que jamás hubo.

5.- Cuando tenemos a Dios nada nos falta.

6.- Que la adoración esté al inicio de todas nuestras acciones y llene una gran parte de nuestra vita.

7.- Ofrezco a este Dios, a este hombre, a este rey, el incienso de mis oraciones, la mirra de la penitencia y el oro de la caridad; que él me convierta totalmente a través de un camino sencillo y sin caer ya en los senderos de mis antiguas faltas.

8.- En nuestros sentimientos y en nuestras relaciones con el prójimo hagamos pasar a Dios delante de todo, teniendo sólo a Dios en nuestros afectos, pensamientos, palabras y acciones, buscando en todo una única cosa: ser y hacer lo que es más agradable a Dios. ¡Dios es tan grande! ¡Hay tanta diferencia entre Dios y todo lo que no es él!

9.- ¿Cómo obtener una gracia si somos responsables de delitos no perdonados?, y ¿cómo serán perdonadas nuestras ofensas si nosotros mismos no perdonamos a aquellos que nos deben menos?

10.- Los primeros cristianos derramaron su sangre para difundir la fe, como ellos, nosotros sólo la extenderemos al precio de grandes sacrificios.

11.-Dios, para salvarnos, vino a nosotros, se mezcló con nosotros, vivió con nosotros en el contacto más familiar y más estrecho desde la Anunciación hasta la Ascensión. Para la salvación de las almas, sigue viniendo a nosotros, mezclándose con nosotros, viviendo con nosotros en el más estrecho contacto: en la santa Eucaristía.

12.- Cuanto más entrega uno al Señor, él da todavía más. He creído darlo todo dejando el mundo y entrando en la Trapa, pero he recibido más de lo que he dado; he creído también darlo todo dejando la Trapa, pero he sido colmado, colmado sin medida….

13.- Todo lo que hacemos al prójimo se lo hacemos a Jesús. Todo bien espiritual o material realizado con el prójimo se lo hacemos a Jesús: ¡qué espíritu apostólico nos da esto!

14.- Cuando te sientas cansado, triste, solo, por causa del sufrimiento, retírate a este santuario íntimo de tu alma, y allí encontrarás a tu hermano, a tu amigo Jesús, que será tu consolador, tu apoyo, tu fuerza.

15.- La debilidad de los medios humanos es una razón de fuerza.

16.- Es preciso este silencio, este recogimiento, este olvido de todo lo creado en medio del cual Dios establece en el alma su reinado y forma en ella el espíritu interior. Si esta vida interior es nula, se tendrán buenas intenciones, pero los frutos serán nulos.

17.- Alegría y bendición perpetuas, porque todo lo que sucede es para nuestro bien; Dios nos ama y todos los acontecimientos externos, así como las pruebas internas, no son más que los medios de que Dios se sirve para llevarnos a la santificación.

18.- Todo lo que no lleva a conocer y servir mejor a Dios es tiempo perdido.

19.- La hora mejor empleada de nuestra vida es aquella en la que amamos más a Jesús.

20.- Lloremos nuestros dolores cualesquiera que sean, acogiéndolos en conformidad con la voluntad de Dios, dándoles la bienvenida, porque proceden de Dios, queriéndolos porque él los quiere. Lloremos todos nuestros sufrimientos en espíritu de acogida amorosa de Dios, y ofreciéndoselos amorosamente.

21.- La acción de gracias debe ocupar un sitio muy importante en nuestra oración; la palabra gracias debe estar al inicio de todas nuestras oraciones, porque la bondad de Dios precede todos nuestros actos, envuelve todos los instantes de nuestra vida.

22.- Todo lo que hacemos a un ser humano se lo hacemos a un miembro de Jesús. Tengamos, pues, un cuidado infinito en hacer el mayor bien posible al mayor número de sus miembros.

23.- La vida es un corto período de prueba que se nos ha dado únicamente para merecer, con tu gracia, entrar en el cielo. En este camino hay obstáculos y peligros que pueden retrasarnos, e incluso impedir que lleguemos. La riqueza es una.

Meditación al evangelio según Sn. Lc. 21,1-4
Ella ha echado todo lo que tenía para vivir.
No despreciemos a los pobres, a los pequeños; no son tan sólo nuestros hermanos en Dios, sino que son los que más perfectamente imitan a Jesús en su vida exterior. Nos representan perfectamente a Jesús, el Obrero de Nazaret. Son los primeros entre los elegidos, los primeros que fueron llamados a acudir a la cuna de Jesús. Fueron la compañía habitual de Jesús desde su nacimiento hasta su muerte; pertenecían a esta clase María y José y los apóstoles. Lejos de menospreciarlos, honrémoslos; en lugar de desdeñarlos, admirémoslos, imitémoslos y, puesto que vemos que su condición es la mejor, es la que ha escogido Jesús para sí mismo, para los suyos, la que ha sido llamada la primera para ir a su cuna, la que mostró en actos y palabras, abracémosla. Seamos obreros pobres como él, como María, José, los apóstoles, los pastores, y si algún día nos llama al apostolado, permanezcamos en esta condición de vida, tan pobres como él mismo quiso serlo, tan pobres como lo fue siempre san Pablo, su fiel imitador.
No dejemos jamás de ser pobres en todo, hermanos de los pobres, compañeros de los pobres, seamos, como Jesús, los más pobres de entre los pobres, y como él, amemos a los pobres y vivamos rodeados de ellos.

“Los genios son una materia explosiva en la que se halla acumulada una cantidad inmensa de potencia. Se debe a que durante largos siglos ha ido acumulándose y atesorándose la energía para su uso sin que tuviera lugar ninguna explosión”. (F. Nietzsche). Por ello me complace terminar con una frase de Léon Bloy, otro de los grandes testigos laicos de la fe católica en la Francia del s. XX: “Mi única tristeza es no ser santo”. Estas sentencias contienen demasiada “materia explosiva”