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                                       Continuidad y ruptura

 

«¡Qué bien le viene al corazón/

Su primer nido…!»

(J.R. Jímenez)

 

 

La vida está hecha de procesos lentos y sosegados, ha escrito González de Cardenal, de crecimiento continuo y de maduración final. Pero no menos está hecha de cortes violentos que ponen la libertad en el borde, obligan a decisiones inesperadas y sobre todo a un enfrentamiento con el hecho mismo de existir, necesitando desentrañar entonces su sentido originario y su desembocadura final. Ascenso rápido y final abrupto. Eso fue Fernando. “La vida sin música sería un error”, le sentenciaba yo con las palabras de Nietzsche.

 

Continuidades y rupturas, pues, con las que la libertad se encuentra, sin que las hubiera invocado y sin que se hubiera preparado para su llegada final. El día 4 pasado, 28 años con su esposa Minerva y sus tres hijos. Ahora lejanía, soledad, interrogación. Desconcierto. De esta forma la naturaleza exterior, que nos pone ante hechos inesperados, y la libertad interior, que intenta discernirlos e integrarlos, se suman en la vida humana, unas veces en forma reconciliada y otras en choque violento. ¡Qué ironía! Este fin de semana nos reuniríamos a cocinar, a oír la mejor música y tomar un buen vino. Y comentar mi colaboración dominical en El Diario. Por eso nos inclinamos a una u otra ladera de la vida, tendiendo unas veces a ser solo naturaleza con la placidez de quien consiente, resignado o inconsciente, al curso del vivir, y otras veces, en cambio, intentando ser solo libertad, en el prometeico intento de serlo todo desde dentro, sin que nada externo sea freno o límite a nuestra voluntad.

 

Pero, inesperado, llega el final. Es fuerte la muerte que puede privarnos del don de la vida. Es fuerte el amor, que puede restituirnos a una vida mejor.

 

 

La fiesta de la Pascua.

No es casual que la predicación cristiana se haya centrado de nuevo sobre el acontecimiento de Pascua, la resurrección de Jesús crucificado, muerto y sepultado. Si hay una segunda, nueva y definitiva creación es porque hubo una primera creación. Nuestra fe funda nuestra esperanza. Nos hace ver el mundo y a nosotros mismos en la dependencia de Dios, Padre amoroso. El Dios de nuestra fe es ya, secretamente, el principio de nuestra existencia presente. Si el nos deja, dejamos de existir. El mismo Dios de nuestra esperanza será de una manera nueva y, esta vez a plena luz, el principio de una existencia renovada y radiante, a su perfecta semejanza. Tal es nuestra esperanza. En estas condiciones, el mundo presente aparece como la primera parte de una obra inacabada, que implica una segunda. Esto es extremadamente importante cuando se reflexiona sobre el enorme problema del «mal», pero también cuando intentamos representarnos seriamente qué significa creer en el cielo y esperar en él. En efecto, muestra que, aunque existe en otro lugar, – ¿lugar o estado? -, este otro lugar no es extraño a este mundo. Es una continuación absoluta, purificada del mal. La Escritura dice que nosotros, firmes en la promesa del Señor, «esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, donde habite la justicia; ya no habrá llanto ni luto ni muerte ni dolor porque todas las cosas serán nuevas». Veremos más adelante cómo este cielo existe ya en esta tierra y qué continuidad realiza con la vida presente.

 

Entre el principio y el fin.

La condición en este mundo ha quedado bien expresada por grandes pensadores modernos. Kant mostró que nuestro conocimiento cierto o científico alcanza lo que está condicionado por el espacio y el tiempo. Pero éstas son condiciones que separan y aíslan. Lo que está alejado por una distancia, incluso pequeña, no me es presente. A veces son nuestros vecinos los que nos resultan extraños, no pocas veces el cónyuge, el amigo, el hijo. Y no es necesario un largo espacio de tiempo para que los seres dejen de estar presentes en mí. Nuestros mismos seres queridos, que la muerte ha arrancado de nuestro lado, pronto se pierden en el tiempo. Olvido pronto y preveo poco. Es una muy pequeña porción de la realidad la que aflora, efímera, en la actualidad de mi vida. Este lugar y este momento es todo lo que tengo, realmente.

 

Los hombres y las cosas nos son exteriores, extraños, adversos. Sufrimos debido a esta exterioridad porque estamos hechos para amar y ser amados, para la armonía, la unidad, la paz, la comunicación. Esta contradicción nos atormenta. Las cosas son opacas y a menudo nos hieren, nos oprimen. Las personas nos resultan opacas. Cada una fabrica cortezas para proteger su propia idea. Y chocamos con esta defensa como los otros chocan con la nuestra. Cada uno permanece prisionero de sí mismo. Sartre vio claramente esta contradicción: «Pienso que la transparencia tiene que sustituir siempre el secreto, e imagino bastante bien el día que dos personas no tendrán secretos la una para la otra porque no habrá ya secretos para nadie, porque tanto la vida subjetiva como la vida objetiva, será totalmente ofrecida, dada.» Y, respondiendo a la pregunta de su interlocutor: «¿Cuál es, según usted, el obstáculo principal para esta transparencia?, contestaba: «es, en primer lugar, el Mal; entiendo como Mal los actos que están inspirados en principios diferentes y que pueden desembocar en resultados que desapruebo. Este Mal hace difícil la comunicación de todos los pensamientos porque yo no sé en qué medida el otro parte de los mismos principios que yo para formar sus propios sentimientos».

 

Visión de un filósofo formulada en referencia a sus categorías propias. Coincide, a su manera, con la experiencia y la enseñanza de los autores cristianos. A la frase célebre de Hius–Clos «el infierno, son los otros», responde Anthony Bloom en su conferencia sobre la muerte: «el infierno… es un lugar en el que Dios no está, el lugar de la ausencia radical, en el que nada nos une los unos a los otros». Los autores espirituales han hablado a menudo de esta condición de oposición y de conflicto, de desorden y de confusión, que es la nuestra. A esta situación nuestra se le ha aplicado la expresión «la región de la disimilitud», de la no-transparencia, de la no-comunicación. El aislamiento insolidario, la confusión, la soledad radical, eso es infierno; y puede comenzar aquí.

 

Nosotros sólo alcanzamos o consideramos la mitad de la realidad, pero no su principio ni su fin: éstos permanecen escondidos a nosotros. El hombre, no obstante, no puede dejar de hacerse preguntas a este respecto. ¿De donde venimos? ¿A dónde vamos? Las religiones aportan una respuesta. Es también el dominio de los mitos: dicen poéticamente lo que ha habido antes y cómo haya ocurrido; hablan menos del futuro. Pero la vida cotidiana se organiza a partir de estas grandes preguntas. No sólo ella, sino también la ciencia, las diversiones, la vida social, la política, todo esto se contiene en los límites de este mundo, es decir, en el ambiente de lo real, entre su principio y su fin.

 

El cielo.

El sentido final de las cosas y de la vida también es sustituido por un sentido inmanente, encerrado en sus límites internos que los aísla y las supone. Bíblicamente esto significa estar entregado al mundo de la apariencia, no de la realidad, al vacío no a la plenitud de ser. «El cielo es comunión». Dios todo en todos— San Pablo da la fórmula más plena en cuatro palabras que se hallan entre las más atrevidas y las más profundas de todas la Revelación: «Dios será todo en todos» (ICor. 15,28). Es esto su reino. Esto es el principio del cielo. En definitiva, el cielo es, por lo que respecta a nosotros, un cierto estado, perfectamente colmado de vida y, por parte de Dios, no es otra cosa que su presencia, su gloria, la irradiación plena de su generosidad. Transparencia total del ser. Es el mismo Dios resplandeciente como un sol absoluto, es lo finito totalmente penetrado, irradiado, por lo infinito. Se nos dirá: «entra en el gozo de tu Señor» (Mt.25, 21). El cielo, es pues, comunión. Pues si Dios es todo en todos, el fuego de la luz y del amor que arden en cada uno sin consumirlo, es decir, sin quitarle su personalidad propia, constituye, siendo él mismo en todos, el principio de una comunión infinitamente profunda. La denominamos la comunión de los santos.

 

En este mundo lo vivimos en la esperanza, de una manera que permanece misteriosa, por esto hablamos de «cuerpo místico». Pero se manifestará, será totalmente transparente y luminosa, en la gloria, por la caridad beatífica: es la misma que la caridad en la tierra, pues, «la caridad no pasa nunca», pero desarrollada en plena luz porque su principio se da de ahora en adelante como totalmente luminoso, soberanamente radiante e irradiante. Sartre hablaba de «trasparencia» y la veía fracasada allí donde los actos están inspirados por principios diferentes. En el cielo el principio es idéntico. Los filósofos hablan de «reciprocidad de las conciencias». Realmente es esto: una transparencia, una comunicación, una existencia de los unos para los otros, de los unos con los otros. «Todo es de Cristo, Cristo es de Dios y ustedes son de Cristo». Tal es la realidad última y beatificante.

 

De esta vida totalmente transparente, de comunicación plena, de reciprocidad de las conciencias, es de la que le pedimos a Dios, goce nuestro amigo inolvidable y hermano amado, Fernando.

 

¡Cómo volver a oír a Dylan: “Rainy Day Women”: «Everybody must get stoned»!