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Tiempo de conversión.

Hemos iniciado, una vez más, como gracia y oportunidad que Dios nos da, el Santo tiempo de Cuaresma. La liturgia del Miércoles de Ceniza marca el espíritu de la cuaresma: un llamado urgente, perentorio, a la conversión. (Ver Liturgia de Miércoles de Ceniza como programa de estos ejercicios. Dígase lo mismo de la Liturgia de jueves y viernes después de ceniza). El mismo llamado colma los textos litúrgicos de cada día; la oración toda de la Iglesia, estos días, se hace eco de la Palabra. En ello podemos ver cómo la conversión es tema obligado en este tiempo litúrgico, y la invitación a la conversión vuelve a resonar en nuestros templos y en nuestro interior con la misma urgencia y con la misma intensidad que en las riveras del Jordán o en las playas del Mar de Galilea; volvemos a escuchar en la Iglesia el llamado de Jesús a la conversión entendida como el primer paso necesario para recibir el don de Dios que viene. (2Cor. 5,2ss.).

Meditar y profundizar en la naturaleza y necesidad de la conversión es un buen programa de cuaresma. Y de vida. “La cuaresma nos invita a dejar que la Palabra de Dios penetre en nuestra vida y, de esta forma, conocer la verdad fundamental: ¿quiénes somos, de dónde venimos, a dónde tenemos que ir, qué camino debemos tomar en la vida?” (B.XVI).

Ya, en 1994 en la Carta apostólica Ante el Tercer Milenio, (1999), el Papa Juan Pablo II nos decía: “el anuncio de la conversión como exigencia imprescindible del amor cristiano es particularmente importante en la sociedad actual, donde con frecuencia parecen desvanecerse los fundamentos mismos de una visión ética de la existencia humana” (n.49).

El leit motiv de la cuaresma es, pues, la conversión. La conversión de la que se habla no es un acto intimista, sino un “nueva mirada, desde Cristo, de nuestra situación”. No, no consideramos el mundo como un enemigo a vencer, como algo simplemente negativo y malo, sino como a alguien que tenemos que mirar y abrazar con Cristo.  El mal existe dentro de nosotros y en nuestro derredor; pero queremos verlo desde Dios. Desde Cristo queremos ver “las carencias materiales  de los que están privados del mínimo vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo”. (B.XVI). Cristo tocó con sus manos el mal en todas sus formas: la enfermedad, las enajenaciones; el sufrimiento y los fracasos, el desprecio, la incomprensión, el rechazo. Todo ese mal que sale de dentro del corazón del hombre, (cf. Mc 7,21-13), el pecado y la muerte. Todo el dolor y el sufrimiento del hombre, todo ese mal que destruye en el hombre lo que es en realidad, imagen de Dios; a todo ese inmenso mar de dolor se acercó Jesús y tocó con su vida, y lo enfrentó. Y lo venció en su cruz.

Papa Francisco, en su Mensaje de cuaresma, nos plantea con dolorosa claridad la situación de nuestro tiempo; nos habla de tres tipos de miseria: una miseria material, una miseria moral y otra espiritual “que nos golpea  cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por el camino del fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera”. “La miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros – a menudo jóvenes -, tienen dependencia  del alcohol, de las drogas, del juego o de la pornografía!   “Cuántas personas han perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas  para el futuro y han perdido la esperanza! Y cuántas personas se ven obligadas a vivir esta miseria en condiciones sociales injustas, por falta de un trabajo, lo cual les priva de la dignidad de llevar el pan a casa, por falta de igualdad respecto a los derechos de la vocación de la educación y salud. En estos casos la miseria moral bien podría llamarse casi suicidio incipiente. Esta forma de miseria, que también es causa de ruina económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor.

La Conversión.

No queremos que el mal, en cualquiera de sus formas, nos abrume; ni el mal del mundo ni el mal que reside en nuestro corazón; queremos verlo como Dios lo ve: una falla, sí; la negativa del hombre a vivir el mandamiento del amor, sí; abuso del don de la libertad, cobardía, debilidad, también. Pero en medio de todo eso podemos escuchar a Jesús que nos dice: “No tengan miedo; yo he vencido al mundo”. “El evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nuestros pecados y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de la misericordia y de la esperanza!” (Papa Francisco). Dios, pues, por medio de su Hijo, cuya voz resuena en su iglesia, nos invita a la conversión: «El plazo se ha vencido; el Reino está cerca. Arrepiéntanse y crean en el evangelio» (Mc. 1,15).

LA CONVERSION EN LA SAGRADA ESCRITURA.

RETORNO AL DIOS DE LA ALIANZA.

¿Qué es la conversión?  El acto mediante el cual el hombre da una nueva orientación a su vida, gira, «se convierte», se expresa en la Sagrada Escritura con verbos de movimiento. Conociendo el significado y el uso de estos verbos estamos en condiciones más favorables de entender qué significa la “conversión”. Lo que nosotros llamamos conversión, en el lenguaje de la Biblia se designa con la palabra retornar, volver, cambiar de mentalidad, (metanoia), (ver: Rom. 12. 1-3); de esta manera, podremos decir que la conversión es desandar un camino equivocado para volver al camino recto que nos lleva a donde tenemos que ir.  ¿A dónde conduce ese camino recto? Nos lleva a Dios Padre que nos ha amado desde toda la eternidad y nos ha enviado a su Hijo como signo perenne e irreversible de amor.

En español la palabra conversión nos dice, en verdad, poco; el hombre de la biblia era muy gráfico, muy plástico en sus expresiones; nosotros, en cambio, tendemos a la conceptualización y, así, muchas veces perdemos ciertos matices y perdemos  frescura; o, de plano, se nos evapora el contenido.

El A.T. expresó la conversión con el verbo shub. Este verbo significa la acción de retornar, volver,  girar, siempre en una dirección determinada. Con este verbo, los profetas, sobre todo Jeremías, expresaron la necesidad de volverse, de retornar al Dios de la Alianza. Si el pecado es descrito en la Escritura como alejamiento de Dios, la conversión será, entonces, un retorno a Dios. En efecto, la palara hebrea con la que se designa el pecado, al menos la más usada, hatah, tiene, entre otros,  el sentido de perder el camino, equivocarse de ruta, alejarse, errar el blanco, y con este sentido, sobre todo en los profetas, se desarrollan la idea teológica de pecado. Así, pues, si el pecado (hth) es alejamiento, la conversión será regreso (shub).

Veamos en un ejemplo el uso de este verbo; se trata de un pasaje muy claro: Jer.4,1-2.

Si volvieras, (shub), Israel

si a mí volvieras (shub),- oráculo del Señor..

(4,1a.)

Estas solas palabras del Profeta, dichas como Palabra del Señor, ilustran qué es la conversión es retorno: es  volver; pero este retorno, esta vuelta es hacia Alguien, hacia el Dios de la Alianza: «si a mí volvieras»; Estas palabras transparentan la queja amorosa y dolorida  a la vez, de una persona que no es indiferente a nuestra lejanía, al contrario, se trata de una persona que  siente nuestra lejanía, que le duele, que sufre nuestra ausencia, por eso llama, espera pacientemente.  Esa persona es el Padre que espera el retorno de su hijo Israel. «!Si a mí volvieras!!!». Dios es una cuestión de amor.

Ahora bien, ese retorno significa que nosotros emitimos un juicio valorativo sobre el cómo pensamos y actuamos; sobre el cómo vivimos. Supone  que hacemos una revisión de nuestra escala de valores, que nos preguntamos sobre las prioridades en nuestra vida; dónde está puesta nuestra esperanza. Supone que revisamos “el combustible mental con el que vamos haciendo nuestra vida”, (G. Marcel).  Uno de nuestros santos nos dejó un test para ver con claridad dónde nos encostramos en nuestra relación con Dios: «Qué te preocupa? ¡Qué te alegra? ¿Qué te entristece? Si Dios no parece en ninguna de las respuestas posibles, la relación con Dios anda muy mal; nosotros andamos muy mal.

Dios mismo nos da el tema para efectuar esta revisión:

 Si quitas tus idolatrías de mi presencia,

si juras por el Señor con VERDAD,

CON JUSTICIA Y CON DERECHO…

(Jr.4,1b-2)

 Lo primero es, pues, aceptar a Dios, (en una relación de amor), como valor absoluto y determinante de la vida, rechazar todo intento de suplantarlo con los ídolos, cualesquiera que estos sean, y, luego, la relación fraterna realizada en la verdad, en la justicia y en el respeto al derecho. En la solidaridad y en la comunión.

La conversión, en fin, no puede ser más que un camino de alegría, pues es el retorno a la casa del Padre donde nos esperan el consuelo,  el perdón y la dicha:

…Entonces las naciones

envidiarán tu alegría y tu fama.

( 4,2).

 En dos  versitos de la Biblia (Jer. 4,1-2) tenemos, ya, una visión más dinámica de la conversión. Se trata de un retorno al Dios de la Alianza efectuada en la atmósfera vital de un amor interpersonal y comprometido. Luego la conversión no se da en frío, no se da al alto vacío. Es la voz del Amor que busca la respuesta del amor. Hablar de la conversión al margen de una relación de amor es absurdo. La biblia toda, es una bella y tormentosa historia de amor entre Dios, siempre fiel, y ese ser esquivo y difícil que es el hombre.

La Alianza es la ilustración de este principio. Mediante la Alianza, Dios se ha hecho cargo de nosotros, de nuestra plenitud, de nuestra felicidad; se ha hecho cargo de su pueblo. Conocemos los términos de la alianza: “Yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo”, (cf. Jr. 30,22); este compromiso, libre y gratuito de Dios, hace posible nuestro retorno a él. (Espacio y amplitud del tema no nos permiten desarrollar más el concepto fundamental de Alianza). Esta verdad brilla con toda su plenitud en el N.T. Cristo, con su sangre derramada en la cruz, sella La Alianza Nueva y Eterna (Lc. 22,19-21), que hace de nosotros el Nuevo Pueblo de Dios, fruto de la Nueva Alianza.

La conversión en el Nuevo Testamento. El N.T. expresa el hecho de la conversión con el verbo epistrefo que es la traducción del verbo shub, (cf. Trad. LXX);  epistrefo significa, pues, la acción de volver, de retornar, convertirse. 18 veces aparece con el significado teológico de “convertirse”, en el N.T.

Junto con el verbo epistrefo, el N.T. usa el verbo metanoéo, que podría significar cambio de mentalidad, de modo de pensar, revisión de la escala de valores, etc., pero ambos con la idea de fondo de retornar a Dios, aceptándolo mediante la fe, como valor absoluto y determinante de la existencia. Pierre Bonnard resume el tema de la conversión en el Evangelio de Mateo de la siguiente manera:

“El término (conversión) tiene una importancia capital en la estructura del evangelio: caracteriza la predicación del Bautista y luego la de Jesús (4,17). Hay que evitar darle una explicación etimológica, (al verbo matanoéo): cambio de mentalidad; es mucho más que eso.  En el A.T., la raíz shub sobre todo después de Jeremías, está íntimamente unida a la Alianza. Designa entonces, la vuelta de Israel a Yahvé, es decir, a la Alianza establecida entre Dios y su pueblo, (en este sentido tenemos 160 textos). Es posible la vuelta porque existe la alianza, es decir, un compromiso soberano y original de Yahvé con su pueblo. La palabra española “volver”, (Tal vez, retornar, regresar), mejor que las de conversión y arrepentimiento o penitencia, resalta los dos componentes del término: una vuelta sobre la base de un pacto inicial entre Dios y el hombre, pacto que no regresa al hombre a sí mismo ni a sus faltas, sino a Alguien; esta vuelta es algo muy diferente a los remordimientos”. (P. BONNARD. Evangelio según San Mateo. Madrid 1976)

Invitación a la conversión. De hecho, cuando nuestro Señor Jesucristo inicia su trabajo apostólico para instaurar su reino entre nosotros, lo primero que hace, como condición indispensable para recibir el reino que llega, es invitarnos a la conversión:

Desde entonces comenzó Jesús a proclamar y a decir:

Conviértanse, porque el Reino de los Cielos

está cerca.

(Mt.4,17).

 

Juan el Bautista, el que vino a preparar los caminos al Redentor, había hecho exactamente lo mismo: “se presentó Juan el Bautista en el desierto proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”. (Mc.1,1ss).  Mateo por su parte nos presenta al Bautista “en el desierto diciendo: conviértanse porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt.3,1-2).

Así pues, la presencia de Jesús y la  proximidad del Reino están inmediatamente precedidas por una urgente llamada a la conversión La conversión es entonces una condición escencial para recibir el don de Dios que llega a nosotros y tiene la finalidad de crear en nuestro propio interior las disposiciones convenientes para recibir al enviado de Dios, a Jesucristo, para recibir el Reino de amor, de justicia, de paz, de vida, de perdón y de gracia que él ha venido a fundar en la tierra. A esto se refiere Jesús, con la parábola del “vino nuevo en odres nuevos”. Ante su presencia, todo lo antiguo ha quedado atrás, son necesarias nuevas actitudes; no podemos recibir la novedad del evangelio con las mismas anquilosadas actitudes, asentados en nuestras viejas y fracasadas seguridades, es necesaria una nueva actitud fundamental: ¡a vino nuevo, odres nuevos!

El punto de partida de la conversión. ¿Cuál es el punto de la partida de la conversión? Para responder a esta pregunta, leamos atentamente un hermoso pasaje del evangelio de San Lucas 5,27-32. Se trata de la vocación de Leví.

Leví era un publicano, es decir, un pecador público, recaudador de impuestos, colaboracionista del imperio, duro, insensible y metalizado; su fortuna era de origen dudoso. Para esta gente, los judíos religiosos y nacionalistas, guardan un desprecio muy especial. Un día Jesús pasó frente a su mesa de recaudador, «lo vio y lo llamó»  La respuesta de Leví fue inmediata: «se levantó y, dejando todo, lo siguió».  Leví celebra con un gran banquete  la alegría de este encuentro, los invitados son, claro está, los amigos de Leví: publicanos, pecadores y descreídos. Jesús está en alegre   convivio con todos ellos. La escena se antoja interesante. Es sugestiva. Los fariseos y los escribas, los buenos, se dedicaban a la aburrida tarea de espiar los pasos, gestos y palabras de Jesús. La actitud de Jesús los desconcierta, los escandaliza; este hombre no puede venir de Dios, hace ronda con la gente de la peor ralea; ese Jesús no puede ser más que uno de ellos, glotón, bebedor, amigo de pecadores y gente de mal vivir. (cf. Mt. 11,16-19).

No pueden más e interrogan, no a Jesús, si no a los discípulos, ¿por qué comen ustedes con publicanos y pecadores? Los discípulos no tienen a la mano la respuesta, después de todo, también ellos son buenos judíos y no dejan de sentirse incómodos ante la escena. Ellos están allí porque allí está el maestro.

Jesús es quien da la respuesta: No son los sanos lo que necesitan el médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, A QUE SE CONVIERTAN. (eís metanoian).

(Un pasaje muy parecido es Lc. 19,1-10; es el episodio de Zaqueo. Termina con estas palabras: Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido y a salvarlo. (Lc. 19,10).

Este el punto de partida de la conversión: el amor invencible de Dios que nos busca y nos llama; el “amor preferencial de Dios por los pecadores”. Esto ha hecho hablar a J. Dupont del “privilegio de los pecadores”. En efecto, “Además de los pobres de Espíritu, hay otra categoría que atrae, mayormente, la solicitud de Jesús: los pecadores, esos marginados de una sociedad oficialmente dominada por las exigencias de la ley religiosa. Tal actitud de Jesús contrasta fuertemente con el medio ambiente. Jesús no ignora que lo llaman: amigo de publicanos y pecadores”. (Mt.11,19; Lc.7,34)”.

Retorno a los brazos del Padre. (Lc. 15). La conversión  puede ser entendida, según habíamos dicho antes, como un regreso al Padre Bueno que nos aguarda.  Decíamos, igualmente,  que, en la Sagrada Escritura, lo que nosotros conocemos como conversión se designa con verbos de movimiento.  Dado que la palabra con que se designa pecado en la Escritura Santa, viene a significar extraviarse, perder el camino, también errar al blanco, alejarse, de la misma manera nada tiene de raro que la palabra con que se designa conversión significa también el acto de regresar, retornar, volverse, desandar un camino equivocado, encontrar el camino recto. Por ejemplo, el miércoles de ceniza escuchábamos la lectura de Joel (2,12-18):

 “Esto dice el Señor:

todavía es tiempo.

Vuélvanse” a Mí de todo corazón,

con ayunos, con lágrimas y con llanto:

 Enluten su corazón y no sus vestidos”

 San Agustín decía que el pecado es la lejanía de Dios, es decir, que el pecado nos aparte a de Dios, hace que nos alejemos de él, por eso el Profeta Isaías llega a decir: “El pecado ha cavado un abismo entre mi pueblo y yo”.  Así pues, si el pecado es alejarnos de Dios, es perder el camino, la conversión tendrá que ser un regreso, un retorno a los brazos del Padre.

Para ilustrar esta verdad, vamos a leer en clave de conversión uno de los pasajes más hermosos del N.T.: el cap. 15 de Lucas. Muchas veces lo habremos leído, pero, su claridad y sencillez, su sentido y su mensaje claramente inteligibles, ¿lo hemos plasmado en nuestra vida? ¿Lo hemos hecho realidad? ¿Hemos comprendido que hay más alegría en el cielo, que los Ángeles de Dios se alegran, más por un solo pecador que se arrepiente que por 99 justos que no lo necesitan? ¿Compartimos el amor y la alegría del Padre amoroso? Entonces no estamos muy seguros de haber entendido las parábolas de Lc. 15. Es necesario leer, antes, con mucho detenimiento, las dos primeras parábolas: la oveja y la dracma perdidas y felizmente encontradas. Y es de particular importancia destacar el motivo u ocasión de las parábolas.

Todos conocemos la parábola llamada “el hijo pródigo” que nos ha transmitido san Lucas en el cap. 15.   El personaje principal de ésta Parábola es un padre bueno y amoroso que tenía dos hijos a los que quería por igual.  Un día el menor le pidió la parte de la herencia que le correspondía y se marchó a tierras lejanas donde dilapidó su fortuna viviendo de una manera disoluta.

La necesidad, el hambre, la lejanía, la nostalgia de la casa paterna, hicieron mella en aquel muchacho inexperto e imprudente, y un día se puso a reflexionar, entró dentro de sí: “En la casa de mi padre hay comida de sobra mientras yo aquí me estoy muriendo de hambre.  Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra tí, no merezco llamarme hijo tuyo.  Trátame como a uno de tus trabajadores.  Y se puso en camino”.

A aquél padre le dolió mucho la acción imprudente de su hijo.  Se entristeció, extrañaba al hijo ausente y ansiaba con todo su corazón que aquél hijo retornara al hogar.  No era pues indiferente ni a la acción ni a la suerte del hijo.  Todos lo sabemos por la propia experiencia que un hijo no deja de ser hijo, sea cual fuere la falta que haya cometido.

Por las tardes, aquél padre solía salir a la orilla del pueblo y otear el horizonte, dirigir la mirada al camino con la esperanza de ver al hijo que retornaba. Por fin un día vió a lo lejos la figura macilenta del muchacho que regresaba a la casa, hecho un guiñapo.  Le dió un vuelco el corazón; le saltaron las entrañas, dice el texto bíblico,  corrió al encuentro de su hijo y le echó los brazos al cuello, lleno de amor y ternura, con un gozo indecible que tal vez nos cueste trabajo entender, pero que podemos imaginar.

El muchacho comenzó su discurso: Padre, he pecado contra el cielo y contra tí, ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre no estaba para oir aquella confesión pues la alegría del encuentro aconsejaba otra cosa.  El hijo venía con la derrota a cuestas, hambriento, descalzo, harapiento, avergonzado. Rembrandt ha captado genialmente el sentido profundo de la parábola en su lienzo. La multitud de detalles nos permite revivir la escena; el hijo derrotado, harapiento, desposeído de toda dignidad, arrodillado ante el padre; el padre conmovido, lleno de ternura, en silencio, solo lo abraza ante la mirada seria y condenatoria del hijo mayor. El padre dio las órdenes que correspondían al momento:  ¡Pronto!, saquen enseguida el mejor traje y pónganselo; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan una ternera gorda y mátenla; celebremos un banquete, porque éste hijo mío se había muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado (Lc.15, 22-24). Y empezó el banquete.

Esta parábola, así leída, nos dá una idea más precisa de lo que es la conversión: un alegre retorno a la casa del Padre, a sus brazos, al calor del hogar abandonado; es volver de la lejanía que es el pecado, a la cercanía y al calor del hogar, es volver a Dios.

La figura principal de esta parábola es el Padre, el Padre que siente y llora la lejanía del hijo; con ésta parábola Jesús ha querido decirnos cómo es Dios, y qué es Dios para nosotros. Jesús deja ver solamente la paternidad, la bondad, la misericordia que constituyen el fondo de la naturaleza de Dios.  No nos extrañe pues que el apóstol Juan nos diga que Dios es Amor (1Jn.4,7-8).

Acoger a los publicanos y pecadores, aprovechar todas las ocasiones para ir a su encuentro, no lo hacía un hombre piadoso; no era aconsejable, era una cosa mal vista. Pero precisamente la misión de Jesús explica su conducta.

Jesús revela un principio religioso  nuevo: Dios es bueno, misericordioso; los hombres, todos los hombres, son hijos suyos.  Jesús es bueno porque ocupa el lugar de Dios;  a título de tal, descubre en los pecadores almas perdidas, las que Dios mismo ha perdido, y ésta pérdida Dios la siente: un Padre no deja de ser padre cualesquiera que sea la ingratitud de sus hijos. (ver. Parábolas. L. Cerfeaux). Ahora que es el año del Pade, ésta parábola tiene mucho que decirnos acerca de Dios Padre.

Oigamos la voz del Papa: El año santo, es por su naturaleza un momento de llamada a la c. Esta es la primera palabra de la predicación de Jesús que significativamente está relacionada con la disponibilidad a creer: conviertanse y crean en la buena nueva. (Mc. 1,15).  Este imperativo presentado por Cristo es consecuencia de ser concientes de que el tiempo se ha cumplido.  El cumplimiento del tiempo de Dios se entiende como llamada a la conversión.  Esta es, por lo demás, fruto de la gracia.  Es el espíritu el que empuja a cada uno a entrar en sí mismo, a reflexionar y a sentir la necesidad de volver a la casa del Padre,  (Lc. 15,17-20) así pues, el examen de conciencia es uno de los elementos más determinantes de la existencia personal.  En efecto, en él todo hombre se pone frente a la verdad de su propia vida, descubriendo así la distancia que separa sus acciones del ideal que se ha propuesto. (JP. II. El Misterio de la Encarnación. N.11).

El hermano mayor.  (Lc. 15, 25-32).  En la parábola que venimos comentando aparece otro personaje muy importante;  y digo muy importante porque nos ayuda a comprender mejor lo que Jesús ha querido decirnos. Lo primero que vamos hacer es leer muy bien el texto que se refiere al hermano mayor, tratar de comprender su reacción, analizar su reproche, su inconformidad, su incomprensión y hasta su dureza. El hermano menor comprende su error, su falta, su ingratitud y hasta su equivocación. Se convirtió, volvió a la casa paterna, de donde nunca debió salir. Del hermano mayor, en cambio, no sabemos que pasó; nada nos dice el texto sagrado al respecto. No sabemos si entró a participar de la alegría del padre, de la fiesta; no sabemos si aceptó al hermano como tal. La parábola queda abierta porque siempre habrá quienes no quieran compartir, acoger, perdonar. No sabemos, pues, si el hermano mayor se “convirtió”. Ambos hijos estaban mal, pero el menor lo comprendió y “regresó”.

Recordemos que en los vv. 1-2 Lc. Nos dice el motivo de la parábola: los recaudadores y descreídos solían a acercarse en masa para escuchar a Jesús. Los fariseos y escribas lo criticaban diciendo: este acoge a los descreídos y pecadores y come con ellos.  Estos personajes se identifican con el hermano mayor que no comparte la alegría del padre por habaer encontrado al hijo que había muerto y que ha vuelto a la vida, que se había perdido y ha sido encontrado.  El hermano mayor es todo aquel que se niega a compartir. Los fariseos y escribas no querían compartir con los pecadores, con los paganos, el amor de Dios. Entendían el amor de Dios como algo de lo solo ellos eran dueños, como si tuvieran la exclusiva. ¡Qué actual es la palabra de Dios!

En verdad nos cuesta trabajo imaginarnos a un Dios a quien le duele nuestra lejanía, que sufre nuestra ausencia, que le preocupa nuestra suerte; y es que no hemos comprendido que, efectivamente, hay mas alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse; que los ángeles de Dios se alegran por un sólo pecador que se arrepiente (Lc.15,7.10). El cielo completo, los Ángeles y los Santos, la Virgen, la Trinidad, están en vilo ante un pecador que vacila en su conversión.

Ejercicio de lectura.  Leer atentamente los vv.25-32. De nuevo analizar el diálogo del padre y del hijo detenidamente. En el fondo el hijo mayor no comparte la dicha del padre; incluso al hermano, a su hermano derrotado, no lo llama ya hermano, sino que le reprocha al padre: ese hijo tuyo que gastó tus bienes con malas mujeres. Niega la hermandad. ¿Cuántos de nosotros simpatizamos interiormente con la postura de éste hermano duro y que, además,  desde cierto punto de vista, ha sido un buen hijo; sin embargo, no puede comprender el amor de un padre, no perdona ni comparte, ese es su error.  No es padre.  Yo comprendí a Dios cuando fui padre, hace decir el novelista francés Balzac, a uno de sus protagonistas. Lo triste es que tampoco sabe ser hermano.  El que no sabe ser hijo tampoco sabe ser hermano. La respuesta del padre al hijo mayor, con la que termina la parábola, debemos grabarla profundamente en nuestro corazón: hijo mío, ¡si tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo! Además, había que hacer fiesta y alegrarse, porque este “hermano tuyo” se había muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y se le ha encontrado. Lc.15.  31-32.

¿Qué imagen de Dios brota en tu corazón al esscuchar estas palabras? Si te fijas, la parábola está inconclusa; no se nos dice si el hijo mayor entró o no al banquete, si comprendió o no la alegría del padre; si fue capaz de abrazar a su hermano y perdonarlo y comprenderlo; nada de eso se dice, ¿sabes por qué? Porque la historia puede volver a repetirse siempre, la parábola permanece abierta. ¿No la estaremos repitiendo hoy?.  ¿No existen hoy “hermanos mayores” que creyéndose mejores, buenos, justos y seguros, desprecian a los demás y por lo tanto no buscan su “regreso a los brazos del padre” , es decir, su conversión?.  Pobre del hermano mayor, no tenía nada de qué arrpentirse, ¡tal vez por eso no conocía el amor!

EL MISTERIO DEL PECADO.

Nosotros vamos a dar un paso más.  Todo lo dicho hasta aquí, presupone una realidad opuesta: el pecado, el pecado del mundo, nuestro pecado. Si nace en mí, por la gracia de Cristo, el deso de retornar, es porque reconozco que estoy extraviado. Solo en enfermo que se reconoce como tal, va al médico. Nuestra vida está constantemente sometida a la tentación; podríamos decir todavía más: que nuestra vida está expuesta a la realidad del pecado, tanto a la posibilidad real del pecado personal como a  la realidad del pecado que nos circunda: esto es una verdad que atraviesa toda la Sagrada Escritura. Desde el principio, en el relato de la creación, aparece ya esta realidad sombría que amenaza al hombre. (ver: Gen.3,5; 4,7; 6,5-7). Jn. en su primera carta dice: si afirmamos no haber pecado nunca, dejamos a Dios por embustero y, además, no llevamos dentro su mensaje (1Jn.1,10).

Nuestra conversión es obra de Dios. Nuestra condición de pecadores exige esta acción de Dios. Dejemos que el Profeta Jeremías nos explique esta verdad.

El profeta tiene una conciencia dolorosamente viva de la sombría realidad del pecado que envuelve al hombre y determina su historia. Lo envuelve como una segunda naturaleza, como la piel misma. Nosotros, si tenemos una cierta sensibilidad  espiritual, nos convenceremos de ellos fácilmente. El pecado está misteriosamente  presente en nuestra vida y en nuestra historia; está a la base de nuestras desgracias personales y comunitarias. Siempre presente, co-extensivo a nuestra vida, a nuestra historia. En esta  condición, el retorno a Dios es imposible. Así, el Señor mismo, muestra su asombro ante este hecho:

 Les dirás: así dice el Señor:

los que se caen, ¿no se levantan?

los que se van, ¿no vuelven?

pues, ¿por qué este pueblo sigue apostatando,

Jerusalén con apostasía perpetua?

(Jer.8,4).

Este versito está construido con la fuerza del contraste: caer/levantarse; alejarse/retornar; si eso es posible, ¿por qué mi pueblo permanece caído, alejado? “Se aferran a la mentira, rehusan convertirse”, continúa el versículo – Más adelante pondrá la comparación de las aves migratorias:

 

Aún la cigüeña en el cielo conoce su tiempo

la tórtola, la golondrina, la grulla

vuelven puntualmente a su hora;

pero mi pueblo no comprende el mandato del Señor.

(Jer. 8,7).

 En estos dos pasajes de Jeremías vemos la idea de pecado expresada en una forma dinámica, viva: caída, lejanía incapacidad para descubrir el camino del Señor; la incapacidad de volver, de convertirse es radical. Así lo expresa Jeremías.

 ¿Cambia el etíope su piel,

o el leopardo sus manchas?

También vosotros, ¿podéis, entonces

hacer el bien,

los acostumbrados a hacer el mal?

(Jer. 13,23).

 Difícilmente se puede expresar con mayor viveza y colorido la presencia omnímoda del pecado y su fuerza determinante en la historia del hombre.

Siendo esta nuestra condición, el regreso, nuestro retorno al Señor es imposible, nuestra incapacidad para convertirnos es radical. De esta convicción brota la súplica del Profeta:

 HAZ, SEÑOR, QUE YO VUELVA

Y VOLVERE;

Porque Tú, Señor, eres mi Dios.

(Jer. 31,18).

 En este versito aflora la convicción del pueblo de Dios, de su incapacidad para efectuar  la conversión, el retorno al señor; de esta convicción brota la súplica humilde, la oración a quien puede realizar nuestro propio retorno. Nuestra c. es, pues, obra de la gracia, obra de Dios. El final del verso expresa la razón por la que queremos volver: porque tu, Señor,  eres mi Dios. No se iniciará un proceso de conversión mientras no se descubra a Dios como el valor absoluto, fuera del cual nada tiene consistencia.

El pecado, lo sabemos por la propia experiencia, está misteriosamente presente en nuestra vida, está presente en nuestra historia, está a la base de todas las desgracias personales y comunitarias.  Siempre presente, coextensivo a nuestra vida y a nuestra historia.

Oigamos las palabras del Papa:   ….además, también nosotros, hijos de la Iglesia, hemos pecado, impidiendo así que el rostro de la Esposa de Cristo resplandezca en toda su belleza.  Nuestro pecado ha obstaculizado la acción del Espíritu Santo en el corazón de tantas personas.  Nuestra poca fe ha hecho caer en la indiferencia y  ha alejado a muchos de un encuentro auténtico con Cristo.

Como suscesor de Pedro, pido en este año de misericordia a la Iglesia, persuadida de la santidad que recibe de su Señor, se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos.  Todos hemos pecado y nadie puede considerarse justo ante Dios. (ver. 1Re.8,46). Que se repita sin temor: hemos pecado (Jer.3,25). (JP. II).

En la misa celebrada en el Autódromo Hnos. Rodríguez (24.01.99. n.3) dice el Papa: “El mundo actual olvida en ocasiones los valores trascendentes de la persona humana: su dignidad y libertad, su derecho inviolable a la vida y el don inestimable de la familia, dentro de un clima de solidaridad en al convivencia social.  Las relaciones entre los hombres no siempre se fundan sobre los principios de la caridad y ayuda mutua. Por el contrario, son otros los criterios dominantes, poniendo en peligro el desarrollo armónico y el progreso integral de las personas y los pueblos.  Por eso los cristianos han de ser como el alma de este mundo: que lo llene de espíritu, le infunda vida y coopere en la construcción de una sociedad nueva, regida por el amor y la verdad”.

Los textos citados nos convencen, pues, del misterio del pecado siempre presente en nuestra vida. Digámoslo en términos más precisos: la nuestra es una condición de pecadores: esto quiere decir, no solo que cometamos tal o cual pecado, sino que por naturaleza somos pecadores. Oigamos el salmo 50: Mira, Señor, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre. (v.7)  Vamos a volver, una vez mas, al profeta Jeremías. El profeta tiene una conciencia dolorosamente viva de la sombría realidad del pecado que envuelve al hombre y determina su historia.  Lo envuelve como una segunda naturaleza, como la piel misma, nosostros, si tenemos una cierta sensibilidad espiritual, nos convenceremos de ello fácilmente. En estas condiciones, el retorno a Dios, es decir la c. es imposible. Oigamos lo que dice el Señor por boca del profeta Jeremías:

La voz de los Obispos: La propuesta de un nuevo estilo de vida es para todos los cristianos que viven en América. A todos se les pide que profundicen y asuman la auténtica espiritualidad cristiana…..la oración tanto personal como litúrgica, es un deber de todo cristiano.  Jesucristo, evangelio del Padre, nos advierte que sin El no podremos hacer nada….ésta vida intensa de oración debe adaptarse a la capacidad y condición de cada cristiano, de modo que en las diversas situaciones de su vida pueda volver siempre a la fuente del encuentro con Jesucristo para beber el único espíritu. (Iglesia en América. n.29)

En el documento Iglesia en América, en los números 20 al 25, los obispos hablan de los graves pecados que claman al cielo; el fenómeno de la globalización, la urbanización creciente, el peso de la deuda externa, la corrupción, comercio y consumo de drogas, el problema ecológico, realidades todas éstas que muestran con toda claridad la necesidad de la “conversión permanente”.

Conversión permanente.  Oigamos las palabras de los Obispos: La conversión en esta tierra nunca es una meta perfectamente alcanzada: en el camino que los discípulos que están llamados a recorrer siguiendo a Jesús, la c. es un empeño que abarca toda la vida.  Por otro lado, mientras estemos en este mundo, nuestro propósito de c. se ve constantemente amenazado por las tentaciones.  Desde el momento que nadie puede servir a dos señores (Mt.6,24) el cambio de mentalidad (metanoia) consiste en el esfuerzo de asimilar los valores evangélicos que contrasta con  las tendencias dominantes en el mundo.  Es necesario, pues, renovar constantemente el encuentro con Jesucristo Vivo, camino que como lo han señalado los Obispos nos conducen a la conversión permanente. (Iglesia en América. N. 28).

 La conversión, un acto de obediencia.

El acto de la c. es un acto de obediencia, es la respuesta a un llamado que viene de Dios, de tal manera que podríamos hablar de: “dejarnos convertir”, es decir, dejar manos libres a Dios en nuestro corazón.  Tal es la súplica de Pablo a la comunidad de Corinto:  Somos embajadores de Cristo.      ….en nombre de Cristo les pido, déjense reconciliar con Dios.  Se trata pues, y sobre todo, de la respuesta humana a una iniciativa que viene de Dios y que nos invita a recibir el don de su amor; haciendo esto el hombre deja caer de sus manos lo que hasta ahora lo distraía para abrir un espacio al nuevo don de Dios.   Lectura. 2Cor. 5,18-21.

Este texto que leemos el miércoles de ceniza, leámoslo de nuevo con mucho cuidado entendiendo el argumento de Pablo: El texto habla de reconciliación, Dios por medio de Cristo nos ha reconciliado y nos encomendó el servicio de la reconciliación; Dios puso en nuestras manos el mensaje de reconciliación, somos embajadores de Cristo y es como si Dios exhortara por nuestro medio.  Por Cristo se los pido, déjense reconciliar con Dios.

Leer atentamente  2Cor. 6,1-2.  ¿Qué te sugiere este texto? ¿Qué quiere decir tiempo oportuno? Ver. Isaías 49,8: Así dice el Señor: en tiempo de gracia te he respondido, el día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza de un pueblo …”  Pues bien, ahora es tiempo propicio, ahora es el día de la salvación.  ¿Qué te sugiere todo esto.

Hacia una conclusión.

El Bautista le pedía a sus contemporáneos: Den pues el fruto que corresponde a la conversión (Lc.3,8).  Comenzábamos este trabajo diciendo que viviemos por gracia de Dios tiempos muy hermosos y muy importantes en la hisotria de nuestra fé; todo ésto, nos obliga a oir con atención y responsabilidad la advertencia del Bautista: den pues fruto de conversión.

Estos frutos de conversión deben de concretizarse en una vida de oración más intensa, de caridad más activa y de una esperanza más viva, de una fe más grande.  Esto no es posible pues, sin un acercamiento  a la fuente de la verdad y de la vida que es Jesucristo.  «Yo soy el camino, la verdad y la vida. (Jn.14,6). Con estas palabras Jesús se presenta como el único camino que conduce a la santidad, pero el conocimiento concreto de éste camino se obtiene principalmente mediante la palabra de Dios que la Iglesia anuncia con su predicación.  Por ello, la Iglesia en América debe conceder una gran prioridad a la reflexión orante sobre la escritura, realizada por todos los fieles.  Esta lectura de la biblia acompañada de la oración, se conoce en la tradición de la Iglesia con el nombre de lectura divina, práctica que se ha de fomentar entre todos los cristianos.  Para los presbíteros, debe constituir un elemento fundamental en la preparación de sus homilías especialmente dominicales». (Iglesia en América. n.31).

Como resultado de la escucha de la palabra y de la oración, nuestro camino de conversión tiene que terminar en el sacramento de la reconciliación. «En este camino de conversión y búsqueda de la santidad, deben fomentarse los medios ascéticos que existieron siempre en la práctica de la Iglesia, y que alcanzan la cima en el sacramento del perdón, recibido y celebrado con las debidas disposiciones.  Sólo quien se reconcilia con Dios es protagonista de una nueva reconciliación con y entre los hermanos». (n. 32)

La conversión pues, siguiendo la parábola del hijo pródigo, podemos decir que termina en el abrazo del padre, del padre bueno y amoroso cuyo amor es más grande que nuestros pecados y que nos aguarda, siempre al final del camino para fundirnos en ése abrazo de amor.

Oigamos la voz del Papa: «Que en este Año Jubilar nadie quiera excluírse del abrazo del Padre. Que nadie se comporte como el hermano mayor de la parábola evangélica que se niega a entrar en casa para hacer fiesta. Que la alegría del perdón sea más grande y profunda que cualquier resentimiento.

Desde hace 2000 años, la Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de los pueblos. Que por la humildad de la Iglesia esposa brille todavía más la gloria y la fuerza de la eucaristía que Ella celebra y conserva en su seno.  En el signo del pan y del vino consagrados, Jesucristo resucitado y glorificado, luz de las gentes, manifiesta la continuidad de su encarnación. Permanece vivo y verdadero en medio de nosotros para alimentar a los creyentes con su cuerpo y con su sangre».  (Misterio de la Encarnación. n.11).

Así pues, nuestro camino de conversión, que nos exige con especial intensidad el tiempo que nos ha tocado vivir como gracia especial, culmine en el sacramento de la penitencia y en la participación fervorosa y comprometida, en el misterio de la Santa Eucaristía.

«Que María Madre nuestra, Mujer del silencio y de la escucha, dócil en las manos del Padre…..que Ella, que con su hijo Jesús y su esposo José peregrinó hacia el templo santo de Dios, proteja el camino de nosotros peregrinos, desterrados hijos de Eva.   Que interceda con especial intensidad en favor del pueblo cristiano durante los próximos meses para que obtenga la abundancia de gracia y misericordia, a la vez que se alegra por los 2000 años transcurridos desde que Ella dio a luz al Salvador en Belén.  Que Ella nos ayude en nuestro camino de conversion. (cf. n.14).

 

h. trevizo b.