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Crisis de la democracia.

El Papa B. XVI afirmó la necesidad de una «re-semantización» de la democracia, es decir, la necesidad de redefinir o aclarar la verdadera naturaleza de la democracia dadas las circunstancias de nuestro mundo y su evidente fracaso. En mi 3º de primaria, la maestra nos hacía repetir: la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; ¿es posible mantener todavía semejante definición? En realidad, la tumba de la democracia es haberla reducido a un proceso electoral. El libro de Roberto Legros, ‘El advenimiento de la democracia’, es un magnífico estudio sobre el tema. Pero acabamos descubriendo que nuestro sistema político utiliza la democracia y se llama democrático, pero nada más lejano de la idea original de la democracia que la realidad política que vivimos hoy. Al tener su máxima expresión y su punto de verificación en la política, la democracia ha experimentado un reduccionismo lamentable, se ha olvidado del hombre concreto y ha degenerado en lo mismo: lucha por el poder. Y si a esto añadimos que, mediante ella, se entrega al afortunado un cheque en blanco, entonces la democracia resulta inviable.

Entender la política significa ante todo poder reconocer lo que es ‘importante’, las cosas que más influyen sobre el resultado de los acontecimientos. Significa también conocer lo que es ‘valioso’, es decir, la influencia de cada resultado político sobre nuestros valores y sobre las personas y cosas que apreciamos y nos interesan. Y significa, por último, lo que es real y ‘verdadero’; así pues, importante, valioso, real, verdadero, valores que tienen que ser verificados para que la democracia lo sea. Los hechos cotidianamente vividos son un flagrante mentís a esta verdad.

Resulta grotesco descender a la realidad hiriente, pero si se publica, y sin que pase nada, (hasta donde sea verdad), que el tesorero de un exgobernador, en misteriosa desaparición, pudo disponer de 23,150 mmdp y se encuentra ahora refugiado en el fuero de una diputación federal, ¿qué tiene que ver esto con la democracia? O si leemos un tuit, del entonces presidente electo: ‘The United States must greatly strengthen and expand its nuclear capability until such time as the world comes to its senses regarding nukes’, ¿qué diferencia hay con el discurso armamentista alemán de los primeros 30’s del siglo pasado? Cierto, aquellos eran discursos y estos son tuits. Yo expreso, una vez más mi credo político, (mi Credo cristiano es el Credo niceno): “Si se destruye la civilización y se da muerte a la mayor parte de la humanidad dentro de los 20 o 30 años, ello no se deberá a las plagas o a la peste: nos matará la política. La política se ha convertido literalmente en una cuestión de vida o muerte”. Estas palabras fueron escritas por K. W. Deutsch en 1970. No soy partidario de las visiones apocalípticas superficiales, pero la política y la ambición unidas, están llevando al mundo a su final trámite el ecocidio global. ¿Dónde entra la democracia en este complejo?

Urge, pues, re-semantizar la democracia. El 17.09.10, el Papa B. XVI pronunció un discurso de importancia capital para entender la cultura moderna, se trata del discurso en Westminster Hall de Londres ante el pleno del parlamento inglés, Reina incluida. El Papa alabó la significación histórica de Inglaterra en el desarrollo de la democracia: “Gran Bretaña ha emergido como una democracia pluralista, que atribuye un gran valor a la libertad de expresión, a la libertad de afiliación política, y respeto al estado de derecho, con un fuerte sentido de derechos y deberes de los individuos, y de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley”. “Y esto tiene mucho en común con la doctrina social católica, decía el Papa, si se considera la fundamental preocupación por la salvaguarda de la dignidad de cada persona, creada a imagen y semejanza de Dios y a la acentuación del deber de la autoridad civil de promover el bien común”.

El Papa citaba como uno de los logros importantes de la democracia inglesa la supresión de la venta de esclavos que “se basó sobre principios morales sólidos, sobre la ley moral, y es una contribución a la civilización de la cual esta nación puede sentirse justamente orgullosa”. Luego, pasa el Papa, a plantear la cuestión fundamental: “La cuestión central en juego es la siguiente: ¿dónde puede encontrarse el fundamento ético para las opciones políticas? La tradición católica sostiene que las normas objetivas que gobiernan el recto actuar son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. Según esta comprensión, el rol de la religión en el debate político no es el de dar normas, como si estas no pudieran ser conocidas por los no creyentes, (no necesito la revelación para saber que no debo robar), y menos aún el rol de proponer soluciones políticas concretas, cosa que está completamente fuera de la competencia de la religión, más bien, su rol sería ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón en el descubrimiento de los principios morales objetivos… la religión, en otras palabras, para los legisladores, no es un problema a resolver sino un factor que contribuye de manera vital en el debate público de la nación”. El Papa está hablando sencillamente de la fuente de los presupuestos morales sobre los que debe fundarse también la política. El tema fundamental es la ley natural: “Hacer el bien, nunca el mal”.

Si fuésemos a reducir este texto del Papa, no fácil, yo diría que se trata de lo siguiente: haber prescindido de Dios al momento de diseñar los grandes proyectos personales, familiares, sociales, políticos, económicos. Se cortó la referencia a Dios y quedamos a merced de nuestros impulsos y tendencias, de nuestros rencores y deseos de venganza. La religión se redujo a una expresión privada. Y esto, estimado lector, no son palabras de un cura. Heidegger lo expuso más que suficientemente al hablar de la democracia. “A partir de la época moderna, decía, la relación con los dioses se ha transformado en vivencia religiosa”. Y añade: “Cuando se ha llegado a este punto, los dioses han huido”. Este acontecimiento, la desaparición de los dioses fuera del mundo, la «des-divinización» (entgötterung), o por usar la expresión de Max Webber, el “desencantamiento del mundo” resulta ser el fenómeno natural. Detrás de esta visión filosófica del hombre y su circunstancia, está Nietzsche: “El hombre enfermo de sí mismo”. De esta enfermedad radical, de esta autonomía ante “los dioses”, decretada por el hombre mismo, brota la crisis fundamental de nuestra cultura y de la democracia por la significación que esta tiene en nuestro quehacer político contemporáneo.

Ante la democracia desprovista de una referencia a la ley moral natural, B. XVI propone su recuperación y por consecuencia el resurgimiento de una razón práctica capaz del bien, de la verdad y de Dios, o sea, intrínsecamente inclinada al bien, que la lleva a reconocer el orden moral inscrito germinalmente en las consciencias, y que lo desarrolla de manera coherente según las varias situaciones de la vida, teniendo siempre como punto referencial “la finalidad” del hombre. En otras palabras, según B. XVI es necesario proceder a una re-semantización de la democracia superando todas aquellas éticas de cuño moderno que están ligadas a un sustancial escepticismo respecto a la conciencia objetiva y universal de la verdad, del bien y de Dios y que muchos estudiosos contemporáneos, de un modo u otro, animan en procesos legislativos.

Según la cultura política dominante, en la conciencia no existirían referencias objetivas para determinar lo que es verdadero y bueno. Cada persona determina lo que es verdadero y bueno en sí, según sus propios parámetros, según las propias intuiciones y sensibilidad, de tal manera que cada quien poseería su propia verdad, su propia moral, incompatible con la de los demás. Estaríamos entonces en lo que B. XVI llamó “la dictadura del relativismo”.

Sólo gracias a la recuperación de la ley moral natural, como norma ética para la vida política, es posible que la democracia no permanezca indiferente ante la “finalidad” humana y a la justicia social, considerada según el volumen total de sus dimensiones: institucionales, subjetivas, sustanciales, reguladas por presupuestos compartidos acerca del bien común. Sólo recuperando la unidad con la ley moral natural, aunque sea de manera germinal, que está inscrita en la conciencia, es posible el consenso moral, la vida recta de la multitud, y también la estabilidad.

Si la democracia prescinde de esta dimensión moral, “los dioses huirán” y el hombre quedará solo en esta batalla desigual contra sí mismo. Ahí, no hay democracia que valga, nada es posible, todo queda pervertido.

De nuevo Nietzsche: “La política se ha ocupado del bienestar del hombre, no del hombre”.