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Sam. 5,1-3; Sal. 121, Col. 1,12-20; Lc. 23,35-43

 

Jesús en la cruz, objeto de escarnio y de injurias, es el prototipo del justo perseguido, martirizado por los impíos que le dirigen el reto: «Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Salvar, es la palabra clave del fragmento evangélico de hoy. Los jefes de los sacerdotes, los soldados, el ladrón crucificado a su lado, ponen en duda su potencia real, sin embargo, Jesús es el salvador.

 

2Sam. 5,1-3 – Los inicios de la historia de la salvación – David ha adquirido la fama de un guerrero invencible, es el líder de una banda temida. Las tribus del norte quieren un jefe que los proteja eficazmente, y vienen a pedir a David que sea su rey. Él acepta simplemente porque ama la responsabilidad y prevé, ya, la victoria militar. No hay ahí mucho de religioso, sólo se trata de las soluciones humanas a los problemas humanos. Es, sin embargo, a través del juego de los acontecimientos políticos que Dios comienza a preparar la venida del «Hijo de David», (Jesús).

 

 

Sal. 121 – Es un canto de peregrinación. Una de las peregrinaciones anuales, cuando Israel converge hacia el templo. Los dos primeros versitos recogen los dos momentos capitales: cuando el peregrino se pone en marcha «vamos», cuando pisa los umbrales de la ciudad Santa.

 

La segunda estrofa canta la gloria de la ciudad. Bien fundada (se entiende por Dios); centro espiritual de todo el pueblo y lugar del culto «las tribus del Señor», «celebrar el nombre del Señor»; tribunal del rey que administra justicia en todo el reino. Centro religioso y político, fundación de Dios.

 

Los peregrinos pronuncian sus bendiciones sobre la ciudad.  Le desean todos los bienes, sobre todo las síntesis de bienes que es la paz. La razón de este deseo, al mismo tiempo garantía de su eficacia, es la casa del Señor de la alianza.

 

La iglesia es la nueva Jerusalén, bajada del cielo y fundada por el Señor; centro de peregrinación de todas las tribus de la tierra, que se profesan «tribus del Señor». El cristiano busca en ella e invoca por ella la paz. Pero la iglesia terrestre es imagen e invitación para la celeste: en la iglesia los cristianos realizan la gran peregrinación hacia la casa del Señor nuestro Dios.   Es la teología del Apocalipsis.

 

Col. 1,12-20 – El primogénito – Los colosenses tenían su filosofía, (la gnosis): ellos imaginaban que la energía divina se expandiría por grados sucesivos a los ángeles, luego a los hombres y por fin a la materia, y estaban tentados a poner a Cristo en algún punto de esta jerarquía. (La gnosis nunca se ha apartado, del todo, del cristianismo; afirma B. XVI). Pablo reacciona contra semejantes reducciones del cristianismo; reducirlo a una filosofía, a una psicología o sociología, angelología o demiurgos o cualquier otro intento humano inventado para salvar al hombre. La tentación es permanente: intentar meter a Cristo en un sistema humano construido fuera de él. O también, pretender que él avale nuestras opciones, convirtiéndose en un sello de una mercancía humana. Él se pone a otro nivel; es el primogénito de la humanidad e ilumina el sentido último de su existencia, él, que es el único que ha resurgido de la muerte. Con él surge una humanidad nueva, una fase inédita e irreversible de la historia humana.

 

Lc. 23,35-43 – En la cruz está la gloria – La pasión de Cristo, en Lucas, no es dramática como en los otros evangelistas: está atravesada constantemente por el optimismo. Así, ante la cruz, la hostilidad irónica de los jefes se opone a la contemplación muda del pueblo; no es posible, que luego de haber sacrificado su vida por el pueblo, por los indefensos y desheredados, éstos, se sientan defraudados por él. Así, el final del diálogo con los dos ladrones es extraordinariamente significativo: Cristo es ya el triunfador, no obstante la aparente derrota, es más, precisamente por la derrota; el Padre reina a través de la cruz de su Hijo, expuesto como muestra de misericordia, y al final no sólo lo salva, sino que lo convierte en Señor de los cielos junto a él, fuente de salvación para los hombres.

 

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La segunda lectura de este domingo, debidamente comentada, nos da, en la clave lingüística de Pablo, el desarrollo y sentido más hondo de la historia, como historia de salvación. Dios, en Cristo, ha realizado el proyecto universal de salvación. Esta lectura, Col. 1,12-20, Pablo traza la realización cósmica e histórica de la salvación en Cristo, “Imagen de Dios invisible, el primogénito de toda la creación, porque en él tienen su fundamento todas las cosas creadas, del cielo y de la tierra,…. Todo fue creado por él y para él. …. El es también la cabeza del cuerpo que es la iglesia. El es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea el primero en todo”. Así, pues, él es el centro de la historia y señor del universo, todo le está sometido y todo en él tiene su consistencia. En él y por él hemos sido trasladados de las tinieblas a la luz admirable de su reino.

 

A pesar de la orden de la creación y del señorío radical de Cristo, la armonía del universo y la amistad de los hombres con Dios habían quedado rotos por el pecado, que es fuente de división, discordia, hostilidad, y que por el hombre afecta al universo. Él, derramando su sangre en la cruz restablece la paz, reconcilia al hombre con Dios y restaura la armonía con el universo. Así inaugura un nuevo reinado, a cuyo título tiene derecho por ser el Primogénito de los resucitados: en su reino que marcará la victoria definitiva sobre la muerte y el desorden, será Rey, el primero que ha vencido la muerte y ha hecho posible la victoria de los demás. ¿Cómo es posible que un ajusticiado triunfe muriendo y resucitando? Porque Dios ha querido poner en él toda plenitud. (Jn. 1,14) La iglesia es, y ha de serlo cada vez más, en la historia, como un anticipo y un ejemplo de la victoria y señorío de Jesucristo,  que se han de ir realizando en la historia, camino de su realización plena. Y esta gran peregrinación la haremos cantando: Vayamos con alegría al encuentro del Señor. (Salmo responsorial)

 

Sin esta visión el cristianismo resulta la más cruel de las ilusiones, según S. Pablo. “Si Cristo es una esperanza sólo para  las cosas de este mundo, somos los más infelices de los hombres”. (ICor. 15, 17-19).

 

Ahora bien, Cristo realiza este proyecto en el misterio de su muerte y su resurrección. Por ello, al hablar de Cristo Rey, hablamos desde la Cruz, desde el Crucificado en donde es el Salvador, como se desprende del episodio del “buen ladrón”.

 

La solemnidad litúrgica de Cristo rey relativamente nueva en la iglesia, (instituida por Pío XI en 1925), cierra el año eclesial con una grandiosa visión de armonía y paz. Una armonía que no se realiza a través de los proyectos de las superpotencias o los equilibrios del terror, sino a través del amor. En el centro de la escena debemos colocar a Cristo en la cruz según la escena de Lucas que como  último acto de su reino terrestre y como primer gesto de su reino glorioso, ofrece el perdón y la salvación.

 

«Este es el Rey de los judíos». En Lucas se trata de una simple inscripción, en Marcos y Mateo, del motivo de la condena, en Juan, una afirmación contestada. En todo caso, ¡qué abismo entre esta fórmula y el espectáculo de impotencia del crucificado, entre la salvación que algunos esperaban de él y la realidad de un condenado incapaz de salvarse a sí mismo!

 

Para Lucas, Jesús en la cruz, hecho objeto de escarnio y de injurias, es el prototipo del justo perseguido, martirizado por los impíos que le lanzan el reto: «Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».

 

Salvar es la palabra clave de este fragmento evangélico. Los jefes de los sacerdotes, los soldados, el ladrón crucificado a su lado, dudan de su poder real, sin embargo, Jesús es el Salvador: podría salvarse a sí mismo, «y también a nosotros». ¿Pero cómo entender esto sin una verdadera conversión? Solamente un cambio radical de nosotros mismos nos permitirá comprender, en la fe, el misterio de la cruz de Cristo.

 

Refiriendo la reacción de los dos malhechores condenados al mismo suplicio, el evangelista pone de relieve las actitudes que podemos asumir de frente al Mesías: el primero se pierde a sí mismo blasfemando, burlándose de aquél rey de farsa, mientras que, el segundo, se dirige a aquél «por quien hemos recibido la redención y el perdón de los pecados». (Col. 1,14) Y Jesús, que desde las tentaciones en el desierto rechazó siempre cualquier manifestación de poder en ventaja propia, que se opuso a toda espectacularidad y manipulación, demuestra ahora poder salvar a quien pone en él su confianza: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». (Animaos unos a otros, día tras día, mientras perdure éste “hoy”. Heb. 3,13). «Hoy»: en el tiempo del reino que ya ha hecho irrupción en el mundo mediante la persona de Jesús el único que puede salvarnos. (cf. Hch 4,12) Es el hoy de nuestra salvación. (cf. Heb. 3,7ss) Mirando la cruz, ¿somos consciente de ello? La muerte misma no podrá separarnos de la vida eterna «con Jesús». A la sombra de la cruz, de hecho, se realiza el Señorío de Cristo y se reúne la iglesia, comunidad de pecadores llamados, también ellos, a la salvación.

 

El 25.11.12, en la solemnidad de Cristo Rey, durante la misa del Consistorio, BXVI comentaba con palabras iluminadas la realeza de Cristo, según el texto de Jn. Comparto contigo el siguiente fragmento de la homilía citada.

 

Está claro que Jesús no tiene ninguna ambición política. Tras la multiplicación de los panes, la gente, entusiasmada por el milagro, quería hacerlo rey, para derrocar el poder romano y establecer así un nuevo reino político, que sería considerado como el reino de Dios tan esperado. Pero Jesús sabe que el reino de Dios es de otro tipo, no se basa en las armas y la violencia. Y es precisamente la multiplicación de los panes la que se convierte, por una parte, en signo de su mesianismo, pero, por otra, en un punto de inflexión de su actividad: desde aquel momento el camino hacia la Cruz se hace cada vez más claro; allí, en el supremo acto de amor, resplandecerá el reino prometido, el reino de Dios. Pero la gente no comprende, están defraudados, y Jesús se retira solo al monte a rezar (cf. Jn 6,1-15). En la narración de la pasión vemos cómo también los discípulos, a pesar de haber compartido la vida con Jesús y escuchado sus palabras, pensaban en un reino político, instaurado además con la ayuda de la fuerza. En Getsemaní, Pedro había desenvainado su espada y comenzó a luchar, pero Jesús lo detuvo (cf. Jn 18,10-11). No quiere que se le defienda con las armas, sino que quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra.

 

Y es esta la razón de que un hombre de poder como Pilato se quede sorprendido delante de un hombre indefenso, frágil y humillado, como Jesús; sorprendido porque siente hablar de un reino, de servidores. Y hace una pregunta que le parecería una paradoja: «Entonces, ¿tú eres rey?». ¿Qué clase de rey puede ser un hombre que está en esas condiciones? Pero Jesús responde de manera afirmativa: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (18,37). Jesús habla de rey, de reino, pero no se refiere al dominio, sino a la verdad. Pilato no comprende: ¿Puede existir un poder que no se obtenga con medios humanos? ¿Un poder que no responda a la lógica del dominio y la fuerza? Jesús ha venido para revelar y traer una nueva realeza, la de Dios; ha venido para dar testimonio de la verdad de un Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8-16) y que quiere establecer un reino de justicia, de amor y de paz (cf. Prefacio). Quien está abierto al amor, escucha este testimonio y lo acepta con fe, para entrar en el reino de Dios.

 

Esta perspectiva la volvemos a encontrar en la primera lectura que hemos escuchado. El profeta Daniel predice el poder de un personaje misterioso que está entre el cielo y la tierra: «Vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará» (7,13-14). Se trata de palabras que anuncian un rey que domina de mar a mar y hasta los confines de la tierra, con un poder absoluto que nunca será destruido. Esta visión del profeta, una visión mesiánica, se ilumina y realiza en Cristo: el poder del verdadero Mesías, poder que no tiene ocaso y que no será nunca destruido, no es el de los reinos de la tierra que surgen y caen, sino el de la verdad y el amor. Así comprendemos que la realeza anunciada por Jesús de palabra y revelada de modo claro y explícito ante el Procurador romano, es la realeza de la verdad, la única que da a todas las cosas su luz y su grandeza.

 

Resulta muy provechoso leer y meditar la homilía de Orígenes que reporta el Oficio de lectura de este domingo. Orígenes es el padre de la homilética cristiana. En esta homilía hace gala del natural dominio de la S. Escritura y de la capacidad de hacer una homilía insuperable en seis minutos. En mi juicio es un “capolavoro” del gran alejandrino.  La recomiendo ampliamente.

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Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

 

Dios sella la alianza con su pueblo cuando era un pueblo de pastores. Más tarde, los judíos, viendo que sus vecinos formaban reinos estables con reyes poderosos, quisieron también ellos tener un rey. Pero Dios con esfuerzo quiso hacerles comprender un significado nuevo, distinto de «rey»: el de rey como cabeza. La cabeza es garante de unidad y de coordinación armónica de todo el organismo. Jesucristo es la plena manifestación de esta realeza. Su pasión se articula incluso sobre la falsilla de la coronación del rey. Es un objeto de oprobio, de humillación, de desprecio, pero mediante esta vía cumple la obra del verdadero rey, es decir, la unidad universal. La unidad se realiza con la renuncia de uno mismo: sólo el amor afirma a los demás sin exigir nada para sí. El amor crea la unión de todo, pero es libre. Por eso, el desprecio de amor está detrás de escenarios de desgarramiento, antagonismo y conflicto, detrás de mucha sangre derramada; y de la sangre de Cristo Rey, en la cual se cumple la unidad de todo.

 

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Apéndice. El ciclo o año litúrgico está rimado por tiempos de “preparación-espera” y epifanías del Señor. El ciclo abierto por la efusión del Espíritu sobre la comunidad apostólica propiamente no se cierra, permanece abierto hacia el futuro. El año litúrgico termina en la espera de la gran epifanía del Señor cuando vuelva con gloria al fin de los tiempos (Mt.24,15-30 y par. cf. los evangelios de los  últimos domingos). «Entonces se habrá consumado el misterio de Dios » (Ap. 10,7). Esta última parte de año litúrgico tiende hacia la epifanía de glorificación.

 

El último período del año litúrgico, el más largo, es pues un ciclo de esperanza, un ciclo profético, iluminado por la visión de «una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» venidos de «la gran tribulación» a la Jerusalén celestial. «Y gritan con fuerte voz: la salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del cordero» (Ap. 7,9-10), según las lecturas de la fiesta de “Todos los Santos”. El pueblo de Dios se encamina a través de los sufrimientos de esta vida hacia esta epifanía suprema del amor divino. Entonces, escribe todavía S. Juan, «el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap.22,5). “La Iglesia camina en el tiempo, pues, según frase afortunada de S. Agustín, entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios”

 

Esta suprema epifanía del Señor se prepara desde ahora en la Iglesia. S. Pablo  nos muestra el cuerpo de Cristo «realizando el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef. 4,16). S Juan, a su vez, en el Ap., habla del vestido de la esposa tejido con vistas a las bodas del cordero: «la esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura». Y precisa Juan: «el lino son la buenas acciones de los santos» (Ap. 19,7-9). Crecimiento del cuerpo en la caridad en vistas al «hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef. 4,13), preparación del vestido de las bodas, tal es el contenido del tiempo de la Iglesia. Oportunidad y gracia.  A través de los siglos, ella avanza y trabaja, fija la mirada en su Señor, del que, sea cual sea el tiempo de su historia, sabe que «pronto vendrá (Ap. 22,20).

 

El itinerario inmenso que nos hace reconocer el año litúrgico va del proyecto eterno del amor divino y de  la encarnación de Cristo hasta su venida gloriosa con la multitud innumerable de los elegidos. Sobre ese horizonte se proyecta nuestra vida y nuestra acción. Se trata de nuestra esperanza; sólo desde aquí es posible la eclesiología.