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                                                    Si el hombre hace el mal,

se hace más malo.

(Fromm).

 

Nunca mejor el nombre. Ahora, luego de esa demostración de fuerza monstruosa que esconde siempre cobardía, sigue el juego de yo no fui, fue teté pégale, pégale que ese mero fue.

 

La nota que publica El Diario este jueves es el trazado de una ruta conocida cuyo final puede ser una investigación sobre la investigación. En dicha nota aparecen todos los posibles responsables: organizadores, choferes, autoridades que intentan evadir su responsabilidad y, no debemos ignorar, a los espectadores que bajo su responsabilidad  asisten a espectáculos de alto riesgo llevando, incluso, a los niños quienes por su natural curiosidad se exponen más. Lea usted con lupa la nota de El Diario y verá el modus operandi y essendi en estos casos donde parece que no hay culpables. La única salida es, o que todos son inocentes y todo fue fruto de la fatalidad, o, bien, todos son responsables en distinto grado y por distintas razones y deben ser alcanzados por la ley. Y los asistentes, por su parte, han de fijarse muy bien a dónde van y a dónde llevan a sus niños.

 

Incluso, un video aparecido días después, muestra al conductor horizontalmente en la cabina mientras el monstro da tumbos lo cual hace sospechar que no llevaba cinturón de seguridad, lo que resulta increíble. Otra foto muestra que, como parte del show, un grupo de asistentes se prestaron a tirarse en el suelo para ser sobrevolados por una motocicleta. ¿Qué oscuro instinto lleva al hombre a buscar el peligro? ¿Tedio de la vida? ¿Vacío, aburrimiento, falta de imaginación, falta de qué hacer? Los refranes son evangelios chiquitos: el que ama el peligro, perece en él.

El amor a la muerte. No debemos perdernos en la crónica. Para quien quiera que tenga los ojos abiertos y sea capaz de reflexionar a partir  de los hechos, le quedara claro que en nuestra cultura existe una clara tendencia necrófila: eventos, espectáculos llamados extremos reflejan claramente esa tendencia. Resulta francamente repulsivo y degradante un espectáculo en el que dos hombres se encierran para medio matarse a golpes. Y no me refiero al box. Hasta las peleas de perros están prohibidas, justamente! Pero se exhibe en televisión el triste espectáculo de los hombres que se aniquilan a golpes para exhibir «su fuerza».

 

Acontecimientos como éstos que no están lejos de las sucesivas guerras y del terrorismo que recorren el mundo. La masacre de cristianos en el mundo Islámico o los tres millones de niños sirios muertos o desplazados como una exhibición «de fuerza» de las naciones occidentales. No estamos lejos de esto cuando se nos informa que el año pasado en México, tuvieron lugar más de cien mil secuestros. Falta agregar aquellos de los que no se tiene noticia. La india que es obligada a parir en el patio de un hospital, los secuestros express, o los judiciales en Acapulco organizados como banda de secuestradores y asesinos. El secuestro del grupo musical español que movilizo a las policías internacionales y que, según El País, se organizo desde la prisión de Altamira. Todo esto nos habla de la necrofilia de nuestra cultura. Las dosis masivas de violencia y sexo que el deletéreo cine norteamericano inocula en el ambiente tienen el valor de armas de destrucción masiva.

 

E. Fromm ha dedicado en una pequeña obra que ostenta el sugestivo título de «El Corazón del Hombre», un encomiable estudio sobre la necrofilia, es decir, sobre el amor a la muerte. ¿Qué oscura tendencia misteriosa lleva al hombre a amar la muerte? ¿Dónde reside ese mal? Fromm introduce el tema con un episodio de la guerra civil española. El lema del general Millán Astray, falangista, fue muy conocido: « ¡Viva la muerte! », y en cierta ocasión lo pronuncio en la mismísima universidad de Salamanca de la que era rector, entonces, el insigne filósofo Don M. de Unamuno. Al escucharlo, se levanto Unamuno y dijo: «ahora acabo de oír el necrófilo e insensato grito “Viva la muerte”…» Me atormenta el pensar que el general Millán Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. En ese momento, Millán Astray no se pudo detener por más tiempo, y grito: «¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!». Pero Unamuno continuó: “Este es el templo de la inteligencia…”

 

No hay distinción, comenta Fromm, más fundamental entre los hombres, psicológica y moralmente que la que existe entre los que aman la muerte y los que aman la vida, entre necrófilos y biófilos. Hay quienes están consagrados totalmente a la muerte, narcotraficantes, sicarios, extorsionadores, secuestradores, ladrones, y su herencia será la misma muerte. Hay otros que están consagrados enteramente a la vida, y éstos nos impresionan por haber alcanzado la finalidad más alta de que es capaz el ser humano.

 

Mientras que la vida se caracteriza por el crecimiento de una manera estructurada y funcional, el individuo necrófilo ama lo que no crece, todo lo que es mecánico. La persona necrófila es movida por el deseo de convertir lo orgánico en inorgánico, de mirar la vida mecánicamente, como si todas las personas vivientes fuesen cosas. El necrófilo se siente profundamente temeroso ante la vida, porque su misma naturaleza es desordenada y está fuera de control. Por eso la arriesga, la expone y no le importa matar a los demás, aniquilar, atormentar, llevar las situaciones «al extremo». A todas luces es un trastorno psicológico. Pero más inquietante aún, es el hecho de que sea un fenómeno social, de que siga cumpliéndose con exactitud perturbadora la profecía de Fromm formulada como pregunta: « ¿Estamos sanos? ¿Puede estar enferma una sociedad?». Fromm habla de la «patología de la normalidad» .

 

Al necrófilo, dice Fromm, lo atraen la oscuridad y la noche. Antro quiere decir caverna. En la mitología es atraído por las cavernas o por los abismos del océano o se le representa ciego viviendo feliz en el fondo de una caverna (Platón). Lo atrae todo lo que se aparta de la vida o se dirige contra ella. Quiere regresar a la oscuridad del vientre y al pasado de existencia inorgánica y animal. Teme a la luz.  Oyendo este análisis de Fromm concluimos que la solución al problema de la violencia en todas sus formas tiene que venir de más lejos; ciertamente no del hombre mismo. Por ello, en la citada ocasión, Unamuno exclamó ante el mutilado de guerra Millán Astray: «Y, si Dios no nos ayuda pronto habrá muchísimos mutilados más».

 

El necrófilo está enamorado de la fuerza. Esta enamorado de los matadores y desprecia los que son muertos. No pocas veces hay que tomar literalmente ese «estar enamorado de los matadores»; son sus objetos de atracción y de fantasías sexuales. La influencia de hombres como Hilter y Stalin, y de todos los señores de la guerra de todos los tiempos estriba precisamente en su capacidad para matar y la complacencia en hacerlo. Pablo Escobar en Colombia, los carteles mexicanos en nuestro País, el terrorismo y las guerras comercialmente diseñadas, la venta de armas, los espectáculos extremos, de alto riesgo, los hombres que se matan a golpes como espectáculo, todo tiene un sustrato común: el amor a la muerte, el desprecio de la vida.

 

Himmler decía a sus jóvenes de la SS: «Sabemos muy bien que lo que de vosotros esperamos es sobrehumano, que seáis sobrehumanamente inhumanos». Esto es más escalofriante que lo de Millán Astray; y todos conocemos los resultados finales.

 

Oscura tendencia y terrible es la violencia. Con toda propiedad podemos hablar de la enfermedad de la violencia. Lo terrible de esta enfermedad se echa de ver cuando las naciones piensan en usar las fuerzas más destructoras para exterminar a sus enemigos y no parece disuadirlas ni siquiera la posibilidad de que ellas mismas perezcan en el holocausto. Diariamente nos enteramos de los cientos de muertos como resultado de los atentados en Irak, país donde se hizo una terrible guerra y se ahorcó públicamente al dictador para instaurar la democracia y la libertad. No puede haber absurdo más grande. Y el único resultado es que estos hechos dejan sembrada la semilla que fructificará en más violencia. Ahora es el caso de Siria con millones de desplazados y más de cien mil muertos y, como se dice en inglés, over nothing.

 

¿De dónde brota esa tendencia destructiva y autodestructiva que aprisiona al hombre? ¿Genoma o pecado original? En el desarrollo del pensamiento bíblico cristiano queda asentado el dogma del pecado original. La desobediencia de Adán fue considerado como un pecado tanto más diabólico cuanto la intención última era “ser como dioses”. “En realidad”, el pecado de Adán fue un pecado tan grave que corrompió su naturaleza y con ella la de todos sus descendientes, y así el hombre no podrá nunca por su propio esfuerzo librarse de dicha corrupción. Sólo el acto de la gracia de Dios, la aparición de Cristo, que murió por el hombre podría extinguir la corrupción humana y ofrecer la salvación a quienes lo reconociesen como su Salvador”.  Estas palabras son de Fromm. En última instancia, esta es la fuente de donde brota el mal que nos avasalla.

 

En la entrega y recepción de las autoridades municipales escuchamos un tema recurrente: la violencia superada en parte y la necesidad de mayor seguridad para poder lograr el pleno desarrollo de la ciudad.  Podemos traducir este anhelo en los términos de necrofilia y biofilia: “Resumiendo, el amor a la vida se desarrollará más en una sociedad en que haya: seguridad en el sentido de que no están amenazadas las condiciones materiales básicas para una vida digna; justicia en el sentido de que nadie puede ser un fin para los propósitos de otro y libertad en el sentido de que todo individuo tiene la posibilidad de ser un miembro activo y responsable de la sociedad. Este último punto es de particular importancia. Hasta una sociedad en que existen seguridad y justicia puede no ser conducente al amor a la vida si no se estimula la actividad creadora del individuo. No basta que nos hombres no sean esclavos; si las condiciones sociales fomentan la existencia de autómatas, (muertos vivientes tan de moda), el resultado no será amor a la vida, sino amor a la muerte”. (Fromm)