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Jos 5,9.10-12; Sal. 33; 1 Cor. 5,17-21; Lc. 15,1-3.11-32

Jos 5,9.10-12 – Primera Pascua en la patria – Inicia una nueva vida; el pueblo de Israel sale del desierto y abandona su vida errante, su condición de tribus errantes, tomando posesión de la tierra prometida por Dios. En el desierto, los hebreos recibían el maná, don de Dios, renovado todos los días. Ahora la comida que los alimenta, no es ya, solo un don maravilloso de Dios, sino fruto de su trabajo personal, de su voluntad de hacer fecunda la tierra recibida. (Fruto de la tierra y del trabajo del hombre). Al final, Jesús dará otro significado a la Pascua: él mismo será «nuestra pascua» (1 Cor. 5,7), enseñándonos también a nosotros que la alegría (simbolizada en la festividad pascual), proviene de una vida dedicada enteramente, como la suya, al servicio a los hermanos y del Padre.

Sal. 33 – Salmo alfabético de carácter sapiencial, con elementos de acción de gracias. La enseñanza propuesta no es una doctrina teórica, sino la formulación de una experiencia espiritual. Por eso la doctrina tradicional no se queda en rutina.

Comienza la lección con un breve acto de alabanza: triple invocación al Señor, invitación a los presentes. El hombre consulta a Dios, es decir, busca su oráculo en el templo a través del sacerdote. La respuesta de Dios es una palabra eficaz, liberadora (v.5). El hombre contempla a Dios en el culto: como Dios es gloria y caridad, su resplandor se difunde sobre el que lo contempla (v.6). La imagen militar explica el sentido de la salvación: la agresión humana fracasa frente a la protección divina.

San Juan aplica el v.21 de este salmo a Cristo muerto en la cruz: “él cuida de todos sus huesos, ninguno se quebrará”, (Jn. 19,36), reconociendo la protección del Padre sobre el cuerpo ya muerto de su Hijo. Esta protección no es tardía, antes prueba que el poder de Dios supera la muerte.

1 Cor. 5,17-21 – La reconciliación – Cristo nos ha reconciliado con el Padre. Su vida y su mensaje significan en pocas palabras: la gracia, el perdón, la bondad, la paz de Dios para el hombre. La humanidad, en Cristo, entra en una prospectiva de vida nueva, libre. Y todo esto, Jesús nos lo ha procurado tomando nuestra debilidad. Una humillación que, mientras da un significado a nuestra pobre vida, nos hace participar de la vida misma de Dios, hace presente su poder en nosotros, animándonos a una fidelidad sin límites y a una esperanza infinita.

Lc. 15,1-3.11-32 – El hijo pródigo – Ser omnipotente y aceptar que el hijo menor se vaya de casa, y acogerlo después con los brazos abiertos, a su regreso; aceptar perder todo e ir en búsqueda de la oveja perdida; ser dueño de todo y ponerse al servicio de los propios siervos: este modo divino de comportarse se llama «misericordia». A la misericordia debe la iglesia su propia existencia: ha sido necesaria esta iniciativa de Dios para fundar el pueblo que somos, hecho de hijos dispersos y de ovejas perdidas. Y la iglesia debe, a su vez, ser un signo de esta generosidad, de esta misericordia ante todos los pueblos. «Para que todos encuentren en ella un motivo para la esperanza», reza una de las anáforas.

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La Pascua. La primera lectura tomada del libro de Josué nos narra lo que es, tal vez, el testimonio más antiguo de la celebración de la Pascua judía.  Los especialistas nos hablan de que se trata de un texto muy antiguo. De cualquier manera, el sentido de este breve pasaje es muy importante. Por una parte, ha terminado el tiempo del desierto, «Dios ha quitado hoy de encima de ustedes el oprobio de Egipto»; la Pascua judía es en realidad el memorial de la liberación del oprobio de la esclavitud.  ¡Cuánto más ha de ser para nosotros la celebración de la Pascua cristiana, la celebración de nuestra liberación del oprobio del pecado!

Para los judíos la pascua que celebran en Guilgal marca un antes y un después; ha terminado, decíamos, el tiempo del desierto y de aquél alimento puramente provisional que caía del cielo; en adelante, el país de Canaán del que van a tomar posesión deberá de proveer el alimento necesario de una manera estable y segura. Israel deja de ser nómada y peregrino: ha llegado al país que Dios le ha destinado y que ahora, en cumplimiento a la promesa hecha a los padres, les da en posesión. Por otra parte, este país remplaza, en adelante, al Sinaí; en él se encontrará Yavé; en él se hará la alianza con El. Por eso, desde ahora, puede y debe celebrarse «el sacramento de la Alianza»

Nosotros podemos hacer fácilmente la transposición a una lectura cristiana del texto de Josué. Igualmente, nosotros reunidos para esta eucaristía dominical, celebramos el memorial de la Alianza nueva y eterna, sellada con la sangre de Jesucristo. Ya no la pascua antigua que era solo figura de la verdadera Alianza. Nosotros, somos constituidos  nuevo pueblo de Dios mediante el misterio Pascual de Cristo y somos alimentados «con el verdadero pan que ha bajado del cielo para que el mundo tenga vida». Ya no es un pueblo, sino la humanidad toda la que es invitada a entrar, a formar parte del pueblo de la nueva alianza.

Embajadores de Cristo. Dios nuestro Señor nos ha reconciliado en su Hijo querido, ha renunciado a tomar en cuenta nuestros pecados; y no sólo esto, sino que ha hecho de nosotros embajadores de esa reconciliación. “Por eso nosotros, somos embajadores de Cristo, y por nuestro medio, es como si Dios mismo los exhortara a ustedes. En nombre de Cristo les pedimos que se dejen reconciliar con Dios”. Esto hace de la iglesia “signo e instrumento de reconciliación” para la humanidad entera; esta es la razón de ser, en el tiempo y en la historia, de la comunidad de Jesús: la iglesia como el lugar de la reconciliación, de la unidad, de la paz, de la libertad, de la misericordia.  Esto hace de la comunidad eclesial signo de la esperanza y de la paz para una humanidad dividida por el odio y la guerra.

Estas palabras de Pablo nos dan muchas ideas de reflexión. Podemos preguntarnos hasta dónde es para nosotros, realmente, una novedad el mensaje de Jesús; podemos preguntarnos hasta donde nosotros somos criaturas nuevas, nueva creación en Cristo, o hasta dónde, somos todavía “viejos”, es decir, seres dominados por “el viejo yo”, dominados por las apetencias de la carne: los celos y las envidias, la codicia, la soberbia, el egoísmo, la sensualidad. ¿Hasta dónde somos en realidad nueva creación? ¿Hasta dónde somos nosotros, todos nosotros, embajadores de la reconciliación que Dios ha realizado por medio de su Hijo  querido? Este texto de San Pablo nos invita a una reflexión eclesial para ver hasta donde somos en realidad hombres nuevos en Cristo capaces de participar en la creación de una humanidad, de un mundo nuevo.

En cada eucaristía nosotros celebramos ese misterio de reconciliación que Cristo consumó de una vez para siempre en su Misterio Pascual, es decir, en su muerte y resurrección. “Al que nunca cometió pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para, que unidos a él, recibamos la salvación de Dios y nos volvamos «justos y santos»”.

Un amor incomprendido. Jesús nos habla del Padre que es amor; Jn. 3,14-16 es un texto típico; la 1Jn. es una hermosa reflexión sobre el amor: Dios es amor; el que no ama, no conoce a Dios. El que ama a su hermano ha pasado de la muerte a la vida porque Dios es amor.  Para hablarnos de ese amor, Lucas ocupa un largo y hermoso capítulo, tal vez la página más bella jamás escrita. Lc. 15

El escándalo del amor. Lo que escandaliza a los enemigos de Jesús, a sus eternos inquisidores, incluso al mismo Bautista, (¿Eres tú el que ha de venir, o esperamos a otro?), es la revelación del amor.  Nos cuesta trabajo también a nosotros, reconozcámoslo, creer en el amor. Con mayor facilidad entendemos otras instancias como el castigo, la amenaza, el infierno, la autoridad, la autoridad incontestable, etc., pero, eso del amor, nos resulta en verdad difícil.  Ya Fromm se pregunta en la introducción de su obrita  “El Arte de Amar”: ¿a cuántas personas conoce usted que amen realmente?

Lc 15 es, en realidad, una trilogía. Y la clave para interpretar las tres parábolas que forman una única unidad se da en los vv. 1 – 2: “los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para escucharle. Los fariseos y publicanos murmuraban diciendo: este acoge bien a los pecadores y come con ellos”.  Esta es la clave de lectura: la revelación del amor de Dios que descubre en los pecadores  almas perdidas, que El mismo ha perdido y le duele.  Esta imagen de Dios nos resulta escandalosa todavía hoy.  Puede verse en el mismo Lucas el pasaje del Fariseo y Pecadora (7,37-46), el relato donde los discípulos quieren que llueva lumbre sobre los samaritanos que se niegan a recibir a Jesús. (9,51-54), o bien, el hermoso relato del encuentro de Jesús con Zaqueo. (19,1-10); Lucas goza hablándonos del amor de Dios.

La misión de Jesús explica su conducta: revela un principio nuevo: Dios es padre, los hombres, todos los hombres son sus hijos.  Jesús, que viene a decirnos cómo es Dios, cómo actúa Dios, ve en los pecadores hijos perdidos que Dios mismo ha perdido, y esa pérdida Dios la siente como padre que es. Un padre no deja de ser padre, cualesquiera sea la ingratitud de su hijo. No sé qué pensador dijo: yo comprendí a Dios cuando fui padre.

Lucas nos presenta esta verdad en tres parábolas que desarrollan un mismo tema. El amor comprometido, irreversible y gratuito de Dios y la «alegría» que hay en el cielo cuando un pecador vuelve. “Les digo que los mismo pasa en el cielo. Hay más alegría por un pecador que se arrepiente que por 99 justos que no tienen necesidad de arrepentirse”. (V.7); les digo que la misma «alegría» sientes los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente. (v.10).  “El Padre les dijo a sus criados: ¡pronto! traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo; comamos y hagamos una fiesta  porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezó la fiesta”.

Más adelante el Padre explica al hermano mayor que se niega a participar «de esa alegría» el por qué tenemos que estar contentos: “hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. Mientras nosotros no entendamos que en el cielo hay verdadera alegría por el retorno de un hijo que esta pedido, no hemos entendido a Dios. ¿No constituirá esta verdad el alma de todo apostolado?

El nombre propio de esta parábola, más que el del Hijo Pródigo, ha de ser, la parábola de un padre cuyo amor no es comprendido; no es comprendido ni por el hijo menor, ni por el hijo mayor. No es una parábola para leerla, al menos, principalmente, en clave de “conversión”; al fin y al cabo, para que pueda darse la conversión es absolutamente necesario descubrir, antes que nuestro propio pecado, la certeza de un Amor que nos aguarda y que nos espera y que es más grande que todo lo demás. Así pues, la liturgia de este cuarto domingo se presta para reflexiones muy amplias.

La alineación del hombre moderno se resuelve con la vuelta a la fe en el Dios revelado por Jesús. Esta es la única solución, pero depende de la gracia. A los escarceos con la filosofía existencial y el nihilismo, ante la falta de sentido de que gusta hablar el psicólogo moderno o de la neurosis universal, hay que responder con el viejo y siempre nuevo pensamiento de los padres: «por la única oveja, hay que entender al hombre; y en ese hombre único, hay que ver la totalidad de los hombres.  El género humano anda errante desde que Adán perdió el camino….Cristo es el que busca al hombre; y en Cristo volverá a encontrar, el hombre perdido, la alegría del cielo».(Hilario De Poitiers). Sólo en Cristo -, agregaría yo -, el hombre de hoy, estresado y enfermo, aprisionado en sistemas inhumanos, encontrará «el paraíso perdido», el sentido y la razón de su existencia.

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Lucas, el Evangelio

de la Misericordia.

La originalidad del relato lucano. Cuando Cristo comienza su enseñanza en Nazaret, toma las palabras del profeta Isaías para «proclamar el año de gracia del Señor» (4,18-19). Este año de gracia es un año de misericordia que se manifestará en su persona y por los gestos y palabras.

1.- Los rasgos de la misericordia.

a) La misericordia restaura la dignidad de hombre y de hijo.

La parábola del Hijo pródigo nos habla de la restauración de la dignidad de hombres y de hijos. El hijo es la imagen del hombre de todos los tiempos. Tras haber considerado el pecado desde el punto de vista exterior (la partida, las consecuencias y el fracaso del hijo menor), la parábola interioriza uno de los bienes perdidos: su dignidad de hijo en la casa paterna. La misericordia paterna hará revivir la conciencia de hijo en el camino hacia el Padre que le recordará lo que se jugó en su partida y en su retorno. El drama toca su dignidad humana y su calidad de hijo. «De entrada, él, (el hijo pródigo), sentía instintivamente que más que un trabajador, que esperaba ser, él seguirá siendo hijo. El que ha sido hijo una vez, lo es para siempre. En el momento mismo en que el hijo perdido se reconcilia con sus escombros, él está ya en su casa, en la casa de su Padre». (A. Louf). Volver como trabajador es una medida de justicia o de sobrevivencia. Recobrar la calidad de hijo es una medida de misericordia gratuita que puede ser presentida, pero nunca merecida. Los bienes dilapidados están perdidos para el hijo, lo mismo que para el padre. La dignidad de hijo puede reencontrarse  y puede ser dada de nuevo. El hijo reencuentra esa dignidad, el padre se la concede de nuevo: es la sustancia de los reencuentros. Esto es lo que explica la alegría del padre: saber que un bien fundamental ha sido salvado: la humanidad de su hijo.

El padre, figura del Padre eterno, es fiel a su paternidad, fiel al amor con el que cubre a su Hijo. Tal misericordia se expresa por la alegría de los reencuentros, por la fiesta en su honor, por los movimientos de emoción afectiva que le  impulsan hacia el Hijo tal cual es: «Su padre lo vio de lejos y se estremeció; salió corriendo, se le echó al cuello y lo cubrió de besos» (15,20) La misericordia ve en el hombre que regresa la bondad de su humanidad y la grandeza de su filiación. Esta mirada divina, define la misericordia. «Era necesario hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido encontrado». (15.32). La alegría de la misericordia no es materia solamente de una angustia que se calma, la alegría  brota de la admiración de un don restaurado, renovado. El pecado del hijo menor encuentra ésta consideración sobre la misericordia. Estar cerca del padre sin tomar conciencia de su dignidad de hijo, sería renegar de sí mismo y pecar. La misericordia del padre revela, igualmente, al hijo menor, cuál es su verdadera condición: ser hijo cerca del padre.

Lucas nos muestra así la fidelidad de la misericordia divina: revelar al hombre que la había perdido, que la había rechazado o de la que no tenía conciencia, su dignidad fundamental de ser humano, hijo de Dios, a imagen del padre creador y restaurador. El amor que brota de la paternidad impulsa al padre a preocuparse de la dignidad de su hijo. La misericordia tiene el  poder de regenerar al hombre en aquello que él es sustancialmente.  Y lo hace de una manera específica:

«Este amor es capaz de inclinarse sobre cada hijo pródigo, sobre cada miseria humana, y sobre todo, sobre cada miseria moral, sobre el pecado. Siendo así, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino reencontrado, revalorizado. El padre le manifiesta ante todo su alegría porque él ha sido encontrado, porque ha vuelto a la vida. Esta alegría manifiesta que ese bien permanece intacto: un hijo, incluso pródigo, no cesa de ser realmente hijo de su padre; esta alegría es también la señal de un bien reencontrado, que en el caso del hijo pródigo ha sido el retorno a la verdad de él mismo.  (J.P.II. DM 6)

Si el hijo no lo puede hacer por sí mismo, la gracia paterna y divina lo realizará. Así, la misericordia aparece como aquello que valoriza, fortifica y promueve el bien fundamental del hombre: su propio ser. Su poder es tal que ella puede sacar bien de todas las formas de mal que existen en el mundo y en el corazón del hombre.