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Jer 17,5-8; Sal 1; I Cor 15,12.16-20; Lc 6,17.20-26

No tengo nada que añadir,

(a las bienaventuranzas),

Háganlas realidad. (Gandhi).

En su viaje a la India, Pablo VI, impresionado, decía: “si hay un país donde naturalmente pueden vivirse las bienaventuranzas, ese es la India”. 

Jer 17,5-8.- Una opción que debe hacerse – Nuestra sociedad de consumo pretende asegurar la felicidad, luchamos por la cultura del bienestar; los discursos políticos nos lo aseguran. Pero es fácil darnos cuenta de que esto no es posible. Sin embargo, nuestro corazón se deja atrapar por las cosas, por las ilusiones como un gatito que juega con una bola de estambre.  Muy diferente es la prospectiva de las bienaventuranzas que, en la versión de Lc. (6,20-26; y el amor a los enemigos 6,27-45), leeremos los próximos domingos. A los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los perseguidos, Jesús les dice: «felices ustedes y no se desalienten “porque tienen a Dios por rey»”. A los ricos, a los potentados, a los ladrones, a los que están hartos, Jesús les dice: «atención ustedes: le están apostando a la carta equivocada».

El profeta pone al hombre ante una elección: Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor. El mensaje de Jeremías, que Jesús dará plenitud en las bienaventuranzas, nos impulsa a salir del círculo vicioso de las esperanzas hechas a nuestra medida. Sin embargo, ¿quién de nosotros no siente el deseo insidioso de aferrarse al hombre, es decir, a las cosas de este mudo hasta olvidarse de Dios? Estamos llenos de nosotros mismos, enfermos de nosotros mismos, aferrados a nuestros recursos humanos que creemos absolutos e inagotables: familia, dinero, cultura, progreso, poder, etc. Quien responde a la íntima esperanza de nuestro ser, quien escruta los corazones, solo él puede hacernos felices.

Sal 1. Breve meditación de tipo sapiencial sobre destino de buenos y malos; valiéndose de una imagen vegetal traza el destino de unos y otros: fecundidad permanente, vida y hojarasca, hojas marchitas, secas que arrebata el viento.

De alguna manera se refleja en esto el tema elemental y profundo del Sal 1 donde está contrapuesto, en una meditación de tipo sapiencial, el destino de los buenos y de los malvados. La composición maneja oposiciones elementales, sencillas, accesibles. Se trata de una bienaventuranza, “dichosos”, “bienaventurados”. Con esta bienaventuranza, comienza el libro de los salmos. Muchas bienaventuranzas existen en la Biblia, se extienden a todo lo largo de los libros sagrados. Es dichoso el hombre que se aleja de la reunión de los impíos, que no anda por el camino de los pecadores, que no está con los cínicos, sino por el contrario, que se goza en la ley del Señor y medita su ley día y noche. Este tendrá la suerte de un árbol plantado al borde de la acequia, siempre dará frutos, su verdor será permanente y todo lo que emprenda tendrá buen fin. Por el contrario, los impíos serán como la hojarasca que barre el viento; y en el v. 6 termina con una sentencia: “porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos termina mal”.

I Cor 15,12.16-20.- Una garantía de vida – Jesús ha resucitado «según las escrituras». En realidad, los salmos más dolorosos rebosan esperanza, y los muertos no permanecen para siempre sin vida en sus tumbas. Pablo, sin embargo, no acepta las ideas filosóficas más evolucionadas de los paganos, que distinguían entre el cuerpo y el alma para ser inteligible la inmortalidad.  La única garantía nos es dada por Cristo; si él no hubiese resucitado, habríamos perdido toda esperanza, ni la historia ni la vida tendrían sentido.  La vida, fecundada por la resurrección, no es una ilusión.  Creer en la resurrección significa creer que la vida es una realidad.

Lc 6,17.20-26.- El reino a través de alegrías y dolores – Jesús anuncia su reino a la manera de los profetas, es decir, como el cambio de situaciones; el evangelio será riqueza para los pobres, libertad para los desheredados, alegría para los afligidos. Las bienaventuranzas significan sin más, la inminencia y la proximidad del reino de Dios. Pero este reino tarda en llegar; el hombre es muy lento para convertirse. Los primeros cristianos se preocupan entonces de definir las condiciones de su llegada y los signos de su presencia.

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El fragmento de Jeremías que leemos hoy está dentro de una unidad mayor: 17,1-13. De hecho, el v. 13 cierra el tema diciendo: “tú, Señor, eres la esperanza de Israel, los que te abandonan fracasan, los que se apartan serán escritos en el polvo, porque abandonaron al Señor, manantial de agua viva”. En el v. 9 leemos: “Nada más falso y enconado que el corazón: ¿quién lo entenderá?”. (v.9). Solamente el Señor conoce esa profundidad: “Yo, el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas, para pagar al hombre su conducta, lo que merecen sus obras”. (v.10). Solo Dios, pues, puede conocer al hombre penetrando su interioridad. Todo tiene un tono sapiencial: “Perdiz que empolla huevos que no puso es quien amasa riquezas injustas: a la mitad de la vida lo abandonan, y él termina hecho un necio” (v. 11).

Así, pues, la expresión desconcertante: “maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne apartando su corazón del Señor” (v.5) tiene un significado profundo; se trata del hombre que pone sus esperanzas y su anhelo de realización, sólo en las cosas creadas apartando su corazón de Dios, es decir, olvidándose de Dios. Obviamente no es el caso de la confianza que debe existir en nuestras relaciones, sino de una confianza que induce a apartar “el corazón de Dios”, es decir, que, confiando en las criaturas, incluyendo al hombre, termina alejándose de Dios. Ya no confiamos en Dios, confiamos en el hombre y sus recursos, confiamos en las criaturas, en nosotros mismos. En 17,1-4 se dice que el pecado de Israel está escrito en muchos lugares, y el pecado que denuncia Jeremías es sin más el pecado de idolatría, que ha llevado a los dirigentes del país a confiar más en sus alianzas con las potencias hegemónicas y en sus propios proyectos, que en Dios. «Eligieron a algunos para que fueran sus reyes, sin contar conmigo. Eligieron príncipes que yo no conocía. Con su oro y con su plata hicieron estatuas de sus ídolos. Por eso Israel será destruido». (Oseas 8:4). En el fondo, todo pecado es una forma de idolatría. “El pecado, en el fondo no es otra cosa más que el querer sacar de las criaturas la fuerza que sólo viene de Dios”, afirma R. Bultmann.

Las bienaventuranzas. Hay algo que impresiona a primera vista cuando se leen las bienaventuranzas según san Lucas: van seguidas de lo que habitualmente se llaman “maldiciones”. De hecho, no se trata de maldecir, sino más bien de lamentar. Quizá en vez de traducir “!hay de vosotros!”, que puede tener un tono conminatorio habría que traducir: “Sois desdichados vosotros…”. 

Otra nota importante de lectura es el uso del adverbio “ahora” que se viene dos veces en las bienaventuranzas y dos veces en las maldiciones. Como quiera que sea, es “el ahora” de la salvación, el “ahora” de Jesús, es el “ahora se ha cumplido esta escritura ante ustedes”, aunque aún espera su plenitud.

Otro punto importante sería ¿por qué la riqueza constituye un peligro?:

a)      La riqueza impide al hombre ver más allá de la vida presente y por lo tanto saber dónde está su verdadero bien, su verdadero interés, su verdadero punto de apoyo.

b)      La riqueza encierra al hombre en sí mismo y le impide pensar en los demás, en los que carecen de lo necesario.

c)      La riqueza tiende a ocupar en el corazón del hombre un lugar que le corresponde solo a Dios. Se convierte en un ídolo.

Estos tres peligros pueden afectarnos, aunque no seamos muy ricos, ya que no residen tanto en los bienes poseídos en sí mismos como en el apego que nuestro corazón pueda sentir hacia esos bienes.  Cabe entonces hacernos tres preguntas:

a)      ¿Cuáles son los bienes verdaderos? Ver Sal. 49 (48).

b)      ¿Qué hacer con los bienes terrenos de que se dispone? “Háganse amigos con el injusto dinero para que tengan quien los reciba en las moradas eternas”. (Lc. 16,9 )

c)      ¿Dios o el dinero? “No Podéis servir a dos señores; no podéis servir a Dios y al dinero. (Mt.6,24).

Desde esta perspectiva comprendemos mejor las bienaventuranzas de Jesús; la pobreza, aún la sociológica, que consiste en poner la confianza total y solamente en Dios. Aquellos que se sienten seguros y dichosos en la riqueza inconciente, y aún injusta, aquellos que, indiferentes en su opulencia, viven despreciando a los más necesitados, esos son necios, esos no son bienaventurados, no son dichosos, según Jesús. Sin las bienaventuranzas no existiría el evangelio. 

Al hablar del tema nunca podemos olvidar que se trata “de la pobreza evangélica”. Pablo VI, hablando a los campesinos de América Latina, el 23.08.1968, decía: “permitidnos, hijos queridísimos, que os anunciemos también a vosotros esta bienaventuranza que ya es vuestra: la bienaventuranza de la pobreza evangélica. Permitid que, al mismo tiempo que nos ocupamos de todas las maneras posibles por aliviar nuestras penas y procuradnos un pan más abundante y más fácil, os recordemos que, el hombre no vive sólo de pan y que todos tenemos necesidad de otro pan, el del alma, esto es, el de la religión, el de la fe, el de la palabra y la gracia divinas. Y permitid que, además, os digamos que vuestra condición es más propicia que las otras para el Reino de los cielos, es decir, para los bienes eternos y supremos de la vida, si la soportáis con paciencia y con esperanza en Jesucristo”.

J. Dupont, quien ha estudiado más a fondo, como nunca se había hecho antes, el tema de las bienaventuranzas, en una pequeña obra, “la pobreza evangélica en los Evangelios y en Hechos”, trae esta página: «A pesar de lo que se ha dicho a veces del cristianismo, éste no tiene un ideal de pobreza. La pobreza es un mal contra el que hay que luchar. Sólo puede haber en el cristianismo un ideal: el del amor. A veces, algunos se apoyan en la descripción idealizada de la comunidad primitiva, la de los Hechos, para ver en ella una “iglesia de los pobres”. ¿Es esto tan seguro?

Allí se presenta a la comunidad de bienes como un ideal. “los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común” (2,44); “lo poseían todo en común” (4,32). En su descripción de la iglesia de Jerusalén, Lucas parece inspirarse en el tema griego de la amistad; intenta hacer ver a sus lectores que la unión de los primeros cristianos realizaba maravillosamente el ideal de la amistad que les era tan familiar. Según ese ideal, los amigos lo ponen todo en común; no ya en el sentido de que cada uno renuncie a lo que posee, sino en el de que pone todos sus bienes a disposición de su amigo. Está claro que este ideal de una amistad auténtica nos orienta, no ya hacia un ideal de pobreza, sino hacia un ideal cuyo nombre cristiano es el de la caridad.

La observación de Hech 4,34 nos abre otra pista: “entre ellos ninguno pasaba necesidad”. Se trata de una alusión a Dt 15,4: “No habrá pobres entre los tuyos, porque te bendecirá el Señor, tu Dios…, a condición de que obedezcas al Señor.” El Tárgum palestinense comenta: “Si os aplicáis a los preceptos de la ley, no habrá menesterosos entre vosotros, ya que Dios os bendecirá”. Si uno pone sus bienes en común, no es para hacerse pobre, por amor a un ideal de pobreza, sino para que no haya pobres; el ideal que se busca es el de la caridad, el del amor verdadero a los pobres.

Por otra parte, esta comunidad de bienes no es más que la expresión de una comunión más profunda: “en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo” (Hech 4,32). La puesta de los bienes en común no es más que una consecuencia de la conciencia que se tiene de formar todos juntos una sola comunidad, un cuerpo en el que cada uno se siente solidario con todos los demás.

El ideal propuesto por Lucas no es ni de pobreza, ni de desprendimiento, sino más sencilla y profundamente un ideal de caridad fraterna. Se traduce no en amor a la pobreza, sino en amor a los pobres; nos mueve no a hacernos pobres, sino a velar para que nadie pase necesidad. La pobreza de la que hablan las bienaventuranzas no se presenta ni mucho menos como un ideal propuesto a los cristianos. Constituye más bien una situación que indigna a Dios y que atenta contra su dignidad. No puede tratarse entonces más que de un ideal de amor, que conducirá sin duda a empobrecerse para repartir con los que se encuentran necesitados, para que dejen de ser pobres. El único ideal, el único “voto” religioso posible, es el del amor».

Para concluir, leamos unas palabras de Jaques Dupont: «Más que portadoras de un mensaje teológico y cristológico, más que una enseñanza que pide una transformación de nuestra manera de pensar y de obrar, las bienaventuranzas son ante todo una proclamación de felicidad. Conviene que no lo olvidemos.

Proclamación de felicidad, y no solamente promesa de felicidad. Las bienaventuranzas declaran dichosas a las personas referidas. Los pobres, o los pobres de espíritu, son dichosos; lo son efectivamente en el momento en que se les llama así. Lo que pasa es que tienen que tomar conciencia de ello. Las bienaventuranzas no son una promesa ni un deseo, sino una fórmula de felicitación.

Sin embargo, es evidente que la dicha que se proclama en el primer miembro de cada bienaventuranza no se comprende sin la promesa enunciada en el segundo. Considerada en sí misma, la situación presente de los pobres no puede llamarse dichosa. Sólo aparece como tal si se la considera en la relación que la une al porvenir. La pobreza de los pobres, o la humildad de los pobres de espíritu, es portadora de futuro, prenda de una felicidad venidera. Por eso puede ser llamada dichosa.

Apoyada en una promesa, la religión de las bienaventuranzas no puede ser más que una religión de esperanza, pero el arraigo de la promesa en una situación actual preserva a esa esperanza de la tentación de evadirse fuera de la realidad. El presente saca su sentido del porvenir, cuya promesa trae. Los apuros y las exigencias del presente son precisamente la fuente de donde brota la gozosa esperanza que transforma la existencia del creyente.

Las bienaventuranzas son “una llamada a la felicidad. Una religión de la esperanza”, concluye J. Dupont. (El Mensaje de las Bienaventuranzas).

“Nosotros somos los ricos, ustedes son adinerados”. (s. Aug.).

“Sin las bienaventuranzas no existiría el evangelio”. (J. Dupont).