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Domingo XXIII. A.

Ez. 33,7-9; Sal. 94; Rom. 13,8-10; Mt. 18,15-20

Ama y haz lo que

quieras. (Agustín)

 

Ez. 33,7-9. Falta de solidaridad – “¿Soy acaso el guardián de mi hermano?”. Caín no se siente solidario con Abel como nosotros no nos sentimos solidarios con nuestros hermanos. Como Pilato, preferimos lavarnos las manos antes que ensuciárnoslas comprometiéndonos con nuestros hermanos. Al profeta, como a nosotros, el Señor dirige una advertencia severa: un día responderás no solo de tus errores personales, sino también de los errores los otros. La ley humana castiga no ofrecer ayuda a quien se encuentra en peligro de muerte; la ley de Dios castiga la falta de asistencia a cualquiera que está en riesgo de perder la amistad de Dios a causa del pecado.

 

Salmo responsorial. (94). La carta a los Hebreos nos ofrece un comentario cristiano a este pasaje: 3,7-4,11. Todo el tiempo del Antiguo Testamento es una repetida llamada y expectación del «hoy» en que podrá entrar el pueblo en el descanso de Dios. Con Cristo llega este «hoy», con su resurrección se inaugura en el mundo el reposo de Dios, que descasó cuando terminó su trabajo creador. Este «hoy» de Cristo se ofrece a todos: hay que escucharlo y entrar aprisa en su descanso. Pero la vida cristiana es de nuevo un «comienzo», que hemos de mantener hasta el fin, para entrar en el reposo definitivo de Cristo y de Dios.

 

Rom. 13,8-10. “Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor, si perdonas, perdonarás con amor”. La 2ª lectura pone el acento ahí donde ha de ponerse. ¿Qué es lo esencialmente cristiano en el cristianismo?, se pregunta von Balthasar: “El amor es lo único digno de fe”, responde en un inquietante libro sobre el tema. La moral cristiana se nos figura como una cadena que nos aprisiona, hecha de una multitud de preceptos: haz esto, no hagas aquello…. En realidad, la intención de Dios no es imponernos prohibiciones. Desde el momento en que nos confía unos a otros, quiere que asumamos nuestras responsabilidades. En vez de preguntarnos qué cosa está prohibida o no, preocupémonos, más bien, de saber en qué modo podemos amar a aquellos que Dios ha puesto a nuestro lado. La “ley” no es otra cosa que una señal que nos mantiene informados del nivel mínimo del amor

 

Mt. 18. 15-20. De la excomunión al diálogo – Tras la espontaneidad de los orígenes, la iglesia, luego, se “organizó”; pero la institución con frecuencia ha llevado consigo lastres inevitables. la iglesia primitiva reprueba el sectarismo. La comunidad cristiana debe ser un lugar fraterno en el que cada uno tenga la posibilidad de expresarse y de encontrar amigos; una familia en la que todo miembro se siente responsable de todos los demás. Tal actitud no excluye, sin embargo, una disciplina.  La asamblea de los creyentes se presenta, por lo tanto, como el lugar del diálogo: antes de decidirse de la expulsión de uno se le escucha, dándole la posibilidad de defenderse. Y escuchándolo, la comunidad debe llamarse a causa también a sí misma, y preguntarse sobre su propia fidelidad al evangelio.

 

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Dos domingos leeremos sendos fragmentos de Mt. 18. Bonnard nos ofrece la siguiente introducción a este capítulo: “En el capítulo 18 se precisa la instrucción que nos ha parecido dominante desde 17,22: la humildad activa ante Dios y los hermanos. Hemos visto que esta instrucción ha sido preparada por una serie de relatos a partir de 13,54. Los oyentes están preparados para comprender las palabras de Jesús gracias a un conjunto de reflexiones que, de una u otra manera, gravitan en torno al Mesías venido para servir y sufrir. Al leer el capítulo 18 habrá que tener cuidado de no olvidar los anuncios de la pasión que lo preceden (16,21-28; 17,12b. 22-23). La misma nota reaparecerá en la última sección del Evangelio en términos un poco diferentes, que es necesario tener en cuenta ya desde ahora (20,26-27; Mt 23,8-12). En estos versículos se hallan inextricablemente mezclados, más que en ningún otro sitio, el recuerdo de las palabras de Jesús y las preocupaciones relativas a aquellas comunidades cristianas en cuyo seno vio la luz el primer Evangelio. Del texto bastante desordenado de Marcos, que Lucas ha seguido más de cerca, Mateo ha hecho un conjunto bien graduado que culmina en la parábola del siervo sin entrañas, que sólo se halla en este Evangelio. Para el estudio histórico de este capítulo, que constituye una verdadera regla disciplinar para uso de las comunidades cristianas, es indispensable tener presente la regla esenia de Qumrán”. En efecto, Mt. 18 es el resultado de un trabajo redaccional de su autor elaborado con material de distinta proveniencia y que toma la forma de un “discurso”, en este caso sobre la disciplina interna de la comunidad en cuyo centro está la preocupación por la salvación mutua y la ley del perdón fraterno sin el cual no funciona ninguna comunidad.

“Cuando los profetas se callan” (JV). El fragmento del profeta Ezequiel leído en nuestra liturgia define con una bella metáfora el trabajo del profeta, de todo profeta, el trabajo mismo de los pastores de la iglesia: es la imagen del centinela, del watch tower, que debe estar atento, oteando el horizonte de la historia y descubriendo en ella los signos escondidos, las misteriosas huellas, los signos de vida o los peligros de muerte para comunicarlos a la ciudad, a la comunidad. Esto tiene ya una gran resonancia en nuestro trabajo; nuestro quehacer, nuestra predicación, más allá de la sola sacramentalización, nuestra palabra tiene que ser una voz de alerta que advierta a los fieles, a buenos y malos, sobre los peligros que se ciernen en nuestro ambiente. Y, ¡vaya que los hay! ¿Dónde está nuestra palabra en esta profunda crisis moral?

 

Su responsabilidad, ciertamente es fundamental, sin embargo, se detiene ante la libre elección de los ciudadanos que pueden permanecer indiferentes e incluso hostiles ante las voces de alerta.  Y el profeta lo sabe; así está escrito en la historia de su vocación: “Hombre, anda, vete a la casa de Israel y diles mis palabras, pues no te envío a un pueblo de idioma extraño….que no comprendes. Por cierto, que si a éstos te enviara te harían caso. En cambio, la casa de Israel no querrá hacerte caso, porque no quieren hacerme caso a mí. Pues toda la casa de Israel son tercos de cabeza y duros de corazón” (Ez. 3,4-7)

 

Definitivamente, cuando el Señor llama para hacer partícipe al hombre de la misión profética, no lo llama a vivir un feliz fin de semana, lo llama a compartir lo rudo y lo difícil de una misión, casi imposible. Cuando esto no se tiene ante los ojos, entonces sobreviene el desencanto y el abandono de la misión. Es más fácil ser un falso profeta que un profeta del Señor.

 

Oseas escribía que el profeta es como el corneta del ejército que ha de dar el trompetazo de alarma: ¡Emboca la trompeta! (Os.8,1) Ezequiel precisa esta función de tipo militar subrayando la importancia y el riesgo que la misión profética reviste en relación con los propios hermanos.

 

La responsabilidad con la que se ha de ejercer el profetismo es, sin duda, escalofriante: simple y sencillamente el Señor hace responsable al profeta de la suerte “del pecador”: “«Hombre, te he puesto de atalaya en la casa de Israel. Cuando escuchas una palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte»” (3,16ss) Si el profeta dice al pecador, amenazado de muerte, la palabra de Dios y éste se arrepiente, «tú habrás salvado tú vida; en cambio, si el malvado muere, porque tú no le has dicho mi palabra», el pecador morirá por su culpa, por su obstinación, pero a ti te pediré cuentas de su muerte. Esto no tiene nada de tranquilizador. En una situación tan convulsa, tan confusa, como la nuestra, ¿seremos los buenos centinelas y estaremos dando la voz de alarma?

 

Perros mudos. «Fieras salvajes, venid a comed; fieras todas de la selva: que los guardianes están ciegos y no se dan cuenta de nada, son perros mudos incapaces de ladrar, vigilantes tumbados, amigos del dormir, son perros con hambre insaciable, son pastores incapaces de comprender; cada cual va por su camino y a su ganancia, sin excepción»”. (Is. 56,9-11).  Así habla, por su parte, Isaías de los falsos o malos profetas, de los centinelas que el Señor ha puesto para alertar y cuidar al pueblo y han permanecido callados.  Alonso, en su comentario, habla del cambio de perros por pastores.  En esa dirección indiscutiblemente apunta el texto de Mateo, obviamente matizado, pero sin diluir la responsabilidad en la salvación de nuestros hermanos.

 

Corrección fraterna. El texto de Mt. leído hoy, exige aquello que los exegetas llaman ampliación interpretativa, es decir, que el texto debe tener una aplicación en radios cada vez más amplios, o sea,   de practicar la difícil tarea, casi imposible, de la corrección fraterna no sólo en los círculos íntimos, sino que tenemos que hacerla extensiva, máxime en un mundo globalizado y cibernético, y hacerla llegar a sectores cada vez más amplios.

 

Pensemos en el ministerio de los últimos papas; usando los medios, han denunciado los graves problemas de nuestro mundo: B.XVI, de manera particular, ha denunciado el pecado capital de nuestra cultura, lo ha atacado en su raíz, – el relativismo moral -, ganándose un ataque concertado y feroz. Pero callar sería fatal, para él y para el mundo. Es indiscutible que nuestro trabajo pastoral, tiene en la homilética la gran oportunidad para cumplir la misión de esa corrección fraterna, sin desperdiciar, obviamente, la dirección espiritual ni el sacramento del perdón.

 

Así pues, aquello que vivieron y expresaron los profetas de Israel, esa responsabilidad, incumbe ahora a toda la comunidad cristiana según la normativa de ésta «regla de la comunidad», recogida por Mt. en el IV discurso de Jesús.  Mt. está particularmente atento a la organización y gobierno de la iglesia. Notemos que Pablo no actuó de manera diferente (cf. Rom.12-13); ellos nos dan ejemplo de lo que es ser fundadores y cuidadores de comunidades. En esta situación es indispensable preparar instrumentos pastorales que permitan el funcionamiento y la pureza de la iglesia.

 

Aquí encontramos, pues, la propuesta gradual de la corrección fraterna (en secreto, ante dos testigos, ante la iglesia, y por último, la excomunión); esto refleja evidentemente una particular metodología pastoral, que nosotros tenemos que actualizar y ejercer en nuestros contextos culturales y dada la nueva sensibilidad antropológica.  En nuestras homilías debemos de cuidar, so pena de ser acusados ante Derechos Humanos, que no aparezcan como discriminatorias ni excluyentes.

 

Sin embargo, ha de cuidarse la regla esencial. El Reino es una institución de gracia y por lo tanto el poder eclesial está ordenado exclusivamente al bien, sobre todo de los más débiles, de los pequeños.  «El poder» en la iglesia tiene que inspirarse en la actitud del pastor que es capaz de abandonar las 99 ovejas e ir en busca de la que se le perdió, incluso, abandona las 99 en campo abierto; le importa mayormente aquella que se ha perdido. Sin esta actitud no podemos hablar de ninguna autoridad en la iglesia.  J. Dupont,  escribe: Mateo se preocupa mayormente del deber de la caridad pastoral, que deriva de la presencia de los cristianos pecadores en la iglesia: se trata de  los débiles a quienes no tenemos el derecho de dejarlos perecer, es más, se exige el máximo de solicitud pastoral para volverlos al buen camino de la fidelidad. Solo cuando la obstinación es tan orgullosa que se convierte en un rechazo total, lo que el evangelio llama pecado contra el Espíritu Santo, debe cerrarse la puerta al pecador, pero sólo después de haber agotado todos los recursos pastorales.

 

El alma de todo apostolado. Todos tendremos por ahí, perdido en nuestros libreros un pequeño librito antiguo: “El alma de todo apostolado”. Y el alma de todo apostolado es el amor. En todas sus cartas Pablo no se cansa de repetirlo: «Aunque podríamos como apóstoles imponerles nuestra autoridad, al contrario, nos portamos con ustedes con toda bondad, como una madre que acaricia a sus criaturas. Tal afecto les teníamos que estábamos dispuestos a darles, no sólo, la buena noticia de Dios, sino nuestra vida: ¡tanto los queríamos! (1Tes. 2,7-8) El apóstol considera el amor la base de las prescripciones y los consejos, es decir, de la sección existencial y moral a la carta a los romanos. La caridad es el elemento coordinador de todo el cuadro ético que, sin el amor, se reduciría a un cúmulo desligado de preceptos, a un árido manual de imposiciones legales. El amor, es la plenitud de la ley. (13,10). El amor es lo único digno de fe.

 

Un minuto de Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

 

La corrección fraterna ha sido prácticamente una de las primeras formas de examen de conciencia. La iglesia se convierte en voz de la conciencia y la comunión con los demás se convierte en experiencia de ser hermanos, hijos del mismo Padre. Se puede reprender al hermano cuando el amor es tan real que nos hace sentir que la vida de uno está ligada a la del otro. Los antiguos monjes enseñan que éste es un gesto de caridad y que se puede realizar cuando el corazón no guarda ningún rencor, ni rabia ni soberbia ni deseos de venganza subterráneos. La caridad crea la comunión, o más bien, la caridad es comunión y nuestro Dios es la comunión de las Divinas Personas del Padre del Hijo y del Espíritu Santo. Allí donde se da la comunión de las personas, Dios ha puesto su morada.  Cuando dos o tres personas unen su voz en la oración, han superado el egoísmo con sus intereses pequeños y piden lo que beneficia también los otros. Tal oración es oída porque está hecha según Dios. “Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor, si perdonas, perdonarás con amor”. (San Agustín).