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Amos 6,1.4-7; Sal 145; I Tim 6,11-16; Lc. 16,19-31

Jesucristo, siendo rico

Se hizo pobre para

Enriquecernos con su

Pobreza.

(2Cor.8,9).

 

La liturgia de este domingo es continuación de la del domingo pasado, cuyo tema prolonga. En efecto aparece en escena el profeta Amos. Son páginas cargadas de siglos, y sin embargo actuales y frescas como si fueran escritas para nuestro hoy. El peor modo de escuchar este mensaje, sería el de felicitar a Amos o a Cristo por su elocuencia en denunciar la inconciencia de los ricos, sumergidos en el lujo y en el placer, prediciendo su ruina repentina: Amos, con un discurso inquietante; Jesús, con la parábola del rico epulón indiferente ante la miseria de Lázaro, que se precipita en el infierno entre tormentos. Podemos pensar que la línea de demarcación entre pobres y ricos pasa únicamente entre un grupo humano y otro, poniéndonos naturalmente de parte de los pobres, beatificados por Jesús.

Sin embargo la distinción pasa por nuestro corazón: algo del rico epulón, de los felices despreocupados de los que habla Amos existe dentro de nosotros. Es el mensaje central de hoy, es, igual, que esta situación habrá de cambiar. La indigencia se cambiará en riqueza, el lujo en miseria. El único camino de salida que Dios nos ofrece es la conversión: Es decir, el esfuerzo de ponernos decididamente de parte de las bienaventuranzas.

Tal vez de ninguna otra cosa ha hablado el magisterio de la iglesia como de este tema. Hace ocho días me refería yo a la Encíclica Caritas in Veritate; ahora ponemos leer, igualmente, la otra Encíclica: Dios es amor. A la postre, el discurso de Jesús no es en primer instante una crítica política, una crítica social, al menos no lo vez en primer lugar; es más bien un llamado al amor, al amor de Dios sobre todas las cosas y al amor al prójimo como nosotros mismo. (cf. infra.).

Las profundas desigualdades que padecemos no se van a solucionar con las revoluciones; decía Pablo VI refiriéndose al siglo XX: este siglo que tiene la manía de las revoluciones. (Hoy, de las manifestaciones) Revoluciones del siglo XX cuyo resultado final todo conocemos. Y la miseria, con la pobreza, la enfermedad y la muerte, en sus peores expresiones, unidas a la indiferencia y a la insensibilidad de los poderosos siguen vigentes. Juan Pablo II hablaba de la necesidad de una nueva revolución cultural, al estilo del Mao, pero de signo diametralmente opuesto: la revolución del amor. Y Pablo VI  expresó la urgente necesidad, a la manera de un proyecto histórico, de crear la civilización del amor. Lo que hemos matado en nuestro mundo es el amor. Nos hemos vuelto más insensibles ante el sufrimiento de los demás y en nombre de ideologías, globalización por ejemplo, hemos sumido en la miseria zonas enteras del planeta. Sobre este particular el magisterio de la iglesia, en su cuerpo de doctrina social, contiene un acervo de riqueza inconmensurable. Haríamos bien en beber de esa fuente.

Es lo que canta el salmo responsorial.

SALMO 145 (146)

El salmo se presenta como himno: junto al afecto básico de la alabanza, se abre paso la confianza del salmista, como experiencia propia y como invitación a otros. La confianza se funda en los predicados hímnicos del Señor.

 + La misericordia de Dios se fue revelando en el A.T. preparando la gran revelación de la misericordia divina en Cristo. En la sinagoga de Nazaret leyó un día Cristo un pasaje de Isaías que expone el mismo tema que nuestro salmo, y comentó: «Hoy está cumplida esta escritura que habéis oído». (Lc. 4,21)

Evangelio: Comparto contigo el comentario que hace Roland Meynet al evangelio de este domingo:

Un abismo infranqueable. La muerte es el momento del juicio. Este juicio es definitivo y no hay posibilidad de apelación alguna…Pero este juicio no hace más que fijar, cambiándolas, lo que ha sido vivido por el hombre durante su vida. Es el hombre quien decide su suerte final por la conducta durante el tiempo de su vida. Es el rico mismo quien, cerrándose a las pequeñas necesidades del pobre que yace a su puerta, se condena a ser excluido sin recurso de la misericordia de Dios. Rehusando franquear hoy el abismo que le separa de su hermano pobre, él se separa para siempre de aquel que él llama, demasiado tarde, su Padre Abraham.

La preocupación por lo hermanos. En el infierno, el rico pretende preocuparse de sus hermanos amenazados de sufrir la misma suerte que él enfrenta ahora. Él no piensa todavía en aquellos que son ricos y que cómo él no han tenido piedad de los pobres. No pide perdón a Lázaro, si no como siempre, no piensa más que en utilizar aquellos que puede para cualquier cosa en beneficio de su familia. Lázaro de repente ha sido promovido a sus ojos, pero a un rango de servidor, no al de hermano. Él que no trate al pobre como a su hermano, hijo de un mismo padre, que quiere que todos sus hijos tengan qué comer para vivir como hombres dignos y no como perros callejeros, no se conduce como hijo, porque no le permite a su hermano participar de la misma herencia.

Ahora es el tiempo de la salvación. Es ahora cuando el rico debe comprender al pobre que grita de hambre, es ahora cuando es necesario escuchar la voz de Moisés y de los Profetas. El llanto del pobre y  la llamada de Moisés y los Profetas no hacen más que transmitirnos la voz del padre que convoca para una misma salvación a ricos y a pobres. Un mismo Don los hará vivir a los dos, al rico y al pobre, a uno por haber recibido la vida y al otro por haberla donado. Es ahora cuando el pueblo debe reconocer en la palabra de Jesús, que hoy proclama el Reino de Dios, la misma voz que en la Ley de Moisés y en el llamado de los Profetas, y que repite siempre la misma cosa, que Dios es Padre y que aquel que no reconoce en su prójimo a su propio hermano y le cierra su corazón, no es hijo de Abraham, no es hijo de Dios. Es ahora cuando la llamada de Jesús a Israel, al que Dios había escogido primero, que lo hizo rico por la ley, por la alianza y las promesas, debe ser escuchada por él, y aceptar compartir con el pobre, con aquellos de fuera, con sus hermanos nacidos después, con  todos los pueblos llegados de la gentilidad, las riquezas recibidas y  reconocer en todos los hombres hijos de un mismo Padre y hermanos suyos.  (L´Evangile Selon Sait Luc. Analyse Rhethrique.   Vol. II Paris 1998.)

DEUS CARITAS EST.

18. De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo « piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un « mandamiento » externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15, 28).