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2Mac. 7,1-2. 9-14; Sal. 16; 2Tes. 2,16-3,5; Lc. 20, 27-38

Entramos de lleno en la etapa final del tiempo litúrgico. La liturgia posee también un valor didáctico. Es la organización cristiana del tiempo. Nos ayuda a ubicarnos cristianamente en el tiempo que nos devora.  De la misma manera que el día declina y muere y el año avanza a su final, nuestra vida también avanza hacia el fin: nuestra vida son los ríos/ que va a dar a al mar/ que es el morir. Mediante la liturgia consagramos nuestro tiempo; el día, la semana, el mes, el año, todo queda envuelto en la oración conforme a estos ritmos, como nuestra vida, así se organiza la liturgia.

 

La perspectiva escatológica es la flama de toda concepción religiosa y lo es especialísimamente del cristianismo. Enfrenta la pregunta radical sobre la naturaleza y destino final del hombre y, por lo tanto, de la humanidad. ¿Avanzamos hacia la nada de la muerte, hacia la oscuridad?  ¿Hay alguna esperanza, algún atisbo de vida más allá del hecho brutal, y brutalmente constatable, de la muerte? No es por demás considerar el hecho de que  entre nosotros, en nuestra cultura, hayamos dado con la idea del culto a “la santa muerte”. Es un nihilismo de huarache pero igualmente destructivo. Aún para matar y asesinar despiadadamente como se está haciendo en nuestra ciudad, es necesaria una motivación religiosa y entonces tendremos que idealizar el mal más grande, absurdo, hasta convertirlo en religión. La liturgia, en estos últimos domingos del año, y sobre todo en la liturgia diaria, nos irá introduciendo en el misterio de la escatología bíblico cristiana.

 

En realidad, la escatología es uno de los puntos más difíciles de la teología, sobre todo en nuestros días. La escatología es la relativización total de la materialidad de nuestro mundo y nuestra existencia y expresa la total inadecuación de nuestra fe y el mundo. Y a una cultura, al hombre hijo de una cultura materialista, que ha absolutizado las cosas de este mundo, hablarle “del más allá”, “de la vida que nos aguarda después de la muerte, hablar de la resurrección de los muertos y del mundo futuro, hablar, pues, de las postrimerías, resulta absolutamente incomprensible y, además, innecesario. Se presenta además otro problema: la espera. ¿Cuándo y cómo tendrán lugar estas cosas?, es la pregunta que  los apóstoles hacen a Jesús, y sigue siendo la pregunta nuestra. Nosotros mismos como sacerdotes, encargados de orientar y conducir a nuestro pueblo hacia la verdadera vida, si nos hacemos la pregunta honestamente sobre la dimensión escatológica de nuestra vida, en nuestra predicación, en nuestra fe, vamos a encontrar dificultades para creer y para expresar. Es un tema silenciado.

 

De tal manera, pues, que bien podemos poner como tema de este domingo las palabras del apóstol Pablo tomadas del escrito más antiguo del N. T.: Que el Señor dirija vuestro corazón para que améis a Dios y esperéis pacientemente la venida de Cristo. (2Tes.3,5. Esta lectura no está avalada en el N.T. griego ni en las traducciones más serias; no sé de dónde la sacó Buena Prensa, pero suena bien, trasmina el espíritu de la escatología del NT. La Biblia del Peregrino traduce así: El Señor dirija vuestras conciencias al amor de Dios y la paciencia de Cristo).   De aquí deriva el género de vida de las comunidades cristianas, una vida marcada por la esperanza paciente y vigilante en la r la oración, animados por el eterno consuelo y la feliz esperanza, (v. 16), con que nuestro Padre Dios nos ha agraciado. Después de todo “vivimos aguardando que se cumpla la feliz esperanza y venga del cielo N. S. Jesucristo” (¿?).

En efecto, en muchos textos del N.T. encontramos la idea según la cual este tiempo, es el tiempo de la paciencia de Dios que nos aguarda y nos da la oportunidad de la conversión. Además, una idea muy recurrente en el Apocalipsis, es la de tener paciencia ante las dificultades y embates del mal en este mundo apoyado en la espera de Cristo.  La desilusión, la desesperación y el cansancio, son una amenaza constante para las comunidades cristianas, de entonces y de ahora. Mantener viva la fe “en el mundo futuro” no es cosa fácil, menos cuando somos víctimas del materialismo y del inmediatismo. La 2ª lectura transpira una cierta prisa para que se manifieste N.S. Jesucristo, propia de las primitivas comunidades zarandeadas por la adversidad, y nos exhortan a la paciencia y perseverancia “hasta el fin”.

El hombre jamás se ha resignado a la idea de la muerte. De muchas maneras se ha enfrentado a esta realidad con la intención de vencerla. Desde los brujos y curanderos más primitivos hasta las más sofisticadas ramas de la medicina moderna, revelan el esfuerzo del hombre por vencer la muerte. Y es que el temor a la muerte y su realidad envolvente parecen haberse adueñado del mundo. Hoy hablamos con toda propiedad de la cultura de la muerte; descubrimos un desprecio a la vida como una especie de temor a la vida. Destruimos y atacamos a la vida desde sus comienzos hasta su final, por todos los medios al nuestra alcance: la biotecnología, el aborto, los parlamentos, la violencia, el terrorismo, la eutanasia. El aborto y la eutanasia, pasando por las guerras y las luchas ininteligibles, como la que hemos vivido en Ciudad Juárez, nos hablan del reino de la muerte.  Parece que odiamos la vida. Por lo tanto, no  queremos tener  nada que ver con el Dios que ama y da la vida. (Remito a mis entregas del domingo pasado. www.jesusmaestro.tk).

 

Los creyentes, al contrario cada domingo profesamos en el Credo: Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. En la liturgia de la palabra de hoy ésta verdad se encuentra  en el centro, prolongando muy bien las fiestas con las que empezamos el mes de noviembre: la solemnidad de Todos los Santos y la fiesta de Los Fieles Difuntos. Más allá de la barrera de la muerte hay otra existencia: lo afirman con la palabra y lo atestiguan con su sangre los Mártires Macabeos, según leemos en la primera lectura. Ellos mueren confiadamente, fieles a sus tradiciones y valores religiosos, convencidos de que el Señor velará por su vida. Por eso son capaces de exclamar: Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida.  Esta bella y valiente confesión ha sido el leit motiv de los mártires cristianos de todos los tiempos. Y es la verdad que anima a la práctica de las virtudes cristianas.

 

Cristo, que es la verdad, lo afirma categóricamente  en la polémica con los saduceos que, partiendo de una óptica materialista, intentan ridiculizar la fe en la resurrección de la carne; es lo que leemos en el evangelio de hoy.

 

Que el hombre ha de superar la muerte es un artículo fundamental de todas las religiones. Si el creyente redujera su fe a los horizontes angostos de este mundo, ¿cuál sería la ventaja? San Pablo dice a los corintios: Si nuestra fe en Cristo es sólo para las cosas de este mundo somos los más desgraciados de los hombres. (1Cor. 15,19) Sin embargo es necesario atenernos a lo que es específico de la revelación bíblica. La filosofía griega afirmaba la inmortalidad del alma: pero veía en el cuerpo una prisión, un estorbo del que había que deshacerse. La biblia considera, por el contrario, al hombre como una unidad viviente, aunque esté compuesto por un principio material y otro espiritual. Ve entonces la vida futura como una glorificación del hombre íntegro, es decir, del alma y del cuerpo. La muerte deshará por un tiempo breve (breve ante la eternidad: Mil años en tu presencia son un ayer que pasó), el compuesto humano separando el alma y del cuerpo. Los restos mortales aquí quedan, los sepultamos respetuosamente en espera de la resurrección de los muertos; el alma, va a la presencia de Dios.

 

Pero un día el Dios de los vivos reconstruirá la unidad viviente. El cristianismo proclama entonces no una simple sobrevivencia, no una simple inmortalidad, sino la glorificación, la resurrección de la carne.  Una de las verdades que Cristo remacha más vigorosamente es esa. Pensemos tan solo en el diálogo de Marta antes de la resurrección de Lázaro. Es más, Cristo ha venido para destruir la muerte y la causa de la muerte que es el pecado. Con su muerte ha destruido nuestra muerte y nos ha abierto las puertas de la resurrección. Esa es la verdad esencial. Quitada ésta, del cristianismo no queda absolutamente nada.

 

¿Cómo podemos inculcar esta gran verdad en una cultura que parece estar establecida en el más firme terreno de la desesperación? Tenemos que destacar entonces, que  no existe “un pase automático”. Debemos de leer todo el evangelio de Juan. El que cree ha pasado de la muerte a la vida; el que no cree, ya está condenado; el que se niega a creer no sabrá lo que es la vida. Y el mismo autor nos dirá en su carta: En esto conocemos que hemos pasado de la muerte a la vida: en que amamos a nuestros hermanos.  No estamos hablando, entonces, de hechos inconexos, no estamos hablando estrictamente de un antes y un después, sino de la continuidad en una vida en Cristo que comienza ya, aquí y ahora, y tendrá su expresión última y grandiosa cuando Cristo se manifieste. Nos llamamos hijos de Dios; y lo somos en realidad, pero todavía no se manifiesta como seremos al final. Cuando lo veamos tal cual él es, seremos semejantes a él. Aquí no hay pruebas físico-matemáticas, se trata del salto inaudito de la fe.  Tampoco se trata de intentonas humanas como el animismo, la transmigración de las almas, etc., etc., se trata, por el contrario de un don que nos viene dado por Dios y que se ha manifestado y hecho realidad en la muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

 

Por eso, aún cuando experimentemos la muerte, y la experimentamos antes en nuestros seres queridos, y lloramos por ellos, no lo hacemos, sin embargo, como los que no tienen esperanza. Porque, si creemos que Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos con él, dice el escrito más antiguo del N.T.

 

A esto se opondría una concepción materialista, cínica y burlona de la vida que es lo que campea en la objeción que los saduceos plantean a Jesús.  Los saduceos no eran más que unos bon vivant; los saduceos no eran más que un partido, un grupo aristocrático, político religioso; entre ellos se contaban las ricas familias patricias y la nobleza sacerdotal; nunca pudieron ganarse al pueblo sencillo. En teología representaban la tendencia conservadora, que no participó en la evolución de la religión judaica iniciada en el siglo II a.C. Sólo reconocen parte de la escritura y rechazan la tradición de los mayores. Se distinguen marcadamente de los fariseos y demás partidarios de otras formas de  religiosidad como la de los doctores de la ley, pues niegan la resurrección, la existencia de los ángeles y de los espíritus. Eran unos buenos creyentes materialistas. Célebre es el pasaje donde  Pablo, en su defensa ante el Sanedrín, aprovecha esta coyuntura para enfrentar a saduceos y fariseos aludiendo a su fe en la resurrección y así escapar del linchamiento. (ver. Hch. 23, 6-11)

 

Ellos son los que intentan ridícularizar la doctrina de Jesús sobre la resurrección de los muertos apoyándose en la ley del levirato (Dt 25,5ss).  Es una forma de fundamentalismo bíblico. La ley no cuenta con la resurrección de los muertos, por ello    puede dar lugar a ese caso grotesco hipotético del que hablan los saduceos. Según la ley, en la que habla Dios, no puede haber resurrección. Pero también se puede interpretar mal la ley y abusar de ella. La clave para leer la escritura, es Jesús y su Palabra. Hemos escuchado la explicación que da Jesús.  Todo en esta vida es pasajero, también el matrimonio. Si el objetivo es la vida, el matrimonio tiene sentido en cuanto es el medio natural y seguro para la transmisión de la vida. Pero el que da la verdadera vida es Dios, y al llegar a la inmortalidad, la muerte ya no mermará a los habitantes, no habrá necesidad de reposición, se habrá llegado a la plenitud, y por lo tanto también, el matrimonio con su función principal que es transmitir la vida para conservarla, habrá cesado. Es necesario destacar las  palabras del evangelio: los que hayan sido encontrados dignos de la resurrección… Luego, se trata de una vida nueva, serán como ángeles de Dios. Una realidad cuya novedad  escapa totalmente a nuestra experiencia. Y, argumentando con la Escritura, Jesús concluye que «Nuestro Dios es un Dios de vivos, no un Dios de muertos».

 

El problema de fondo es la «vida», ¿qué es y quién la otorga? No se trata de una vida marcada por la muerte; esa no es vida, en última instancia. La única vida es la que Dios da, él es la única fuente de la vida, es él quien ama y da la vida, el único Viviente. Roland Meynet comenta de forma interesante el pasaje de Lucas que leemos este domingo. Lo comparto contigo.

 

a)   El Dios de los padres. El pueblo elegido, la casa de Jacob no lleva el nombre de Abraham sino el del hijo de su hijo, Jacob-Israel.  El triple nombre de Dios que se revela a Moisés es el de una triple generación, es el nombre de una vida recibida y transmitida a pesar de la esterilidad y la muerte, es el nombre de aquellos que han recibido la vida de Dios generación tras generación. Siendo lo propio de la vida comunicarse, ¿se perdería al comunicarla? Esto sería tanto como decir que Dios, que da la vida, la pierde. La vida no se pierde cuando se transmite. Se conserva cuando se da. (Dios ama y da la vida, una vida que no conoce la muerte, el fin, la vida verdadera)

 

b)   Los hijos de Dios. Ante el caso de una paternidad siete veces frustrada y que termina ocho veces en la muerte, Jesús responde invirtiendo la problemática. Si no hay resurrección, no será tomando esposa o marido como se impida la muerte, de la misma manera que no será teniendo hijos lo que impida que el hombre desaparezca. Solo vivirán aquellos que pongan su confianza en Dios, el verdadero Viviente. Aquellos que vivan como hijos recibirán todo de Dios, ellos no morirán. De lo contrario, tendríamos que decir que Dios no es un Dios de vivos. Negar la resurrección, además de negar la vida, sería negar la existencia de Dios. Si Abraham, Isaac y Jacob están vivos no es tanto porque engendraron hijos cuanto por haber sido, por ser siempre engendrados por Dios. En la resurrección, es decir, en el orden de Dios, la mujer, como cada uno de los hijos de Adán no se identifica por su relación de esposa ni por su eventual maternidad, sino por la sola relación de filiación, la única que es original y que no será abolida. Es la relación misma que define a los ángeles.