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Mal. 3, 19,20; Sal. 97; 2Tes. 3,7-12; Lc. 21,5-19

                                                                                                                                                             Cantad al Señor un cántico nuevo

su diestra le ha dado la victoria.

(Himno al Señor Rey)

 

“El más allá, – decía ya en su tiempo Soren Kierkegaard -, se ha convertido en una broma, en una exigencia tan incierta que no solo ya nadie respeta, sino que ni siquiera se formula; hasta tal  punto de que se bromea incluso  pensando  en que había un tiempo en que esta idea transformaba la existencia entera”. Sin embargo nosotros creemos en “el mundo futuro”; «vitam venturi seculi». Algo difícil, en verdad. Este tema se apodera de los últimos días del año litúrgico traduciéndose en oportunidad de catequesis. Incluso, deberíamos implementar retiros con nuestras comunidades con este tema.

A pesar de todo, la historia de los hombres va siempre adelante polarizada por una grande esperanza: un mundo más justo y más fraterno, donde la alegría y el amor se nos ofrezcan en plenitud. ¿Pero no será esto una utopía? Para los cristianos es una esperanza. Mirando el futuro, los cristianos adivinan un final luminoso, fundado en la promesa divina que no defrauda. Es esta desembocadura final lo que, a su término, nos proyecta el año litúrgico. Será el gran día del Señor.  Todo pasará trámite el juicio que pondrá cada cosa en su lugar (1era lectura).

Será, al mismo tiempo, un momento terrible de crisis: Jesús, uniéndolo a la destrucción de Jerusalén lo encuadra en un escenario bíblico que nos hace pensar en una catástrofe cósmica. En realidad, será el triunfo definitivo de la justicia. Ante este final se impone una exigencia fundamental: la perseverancia. Es el único modo de acceder a la salvación (evangelio). Sin embargo esta espera no suprime el compromiso con las realidades terrenas, sino que lo hace más urgente. No puede ser un estímulo para la falta de compromiso, como lo hacían los tesalonicenses, si no un estímulo para el trabajo. “El que no trabaje que no coma” (2ª Lec).

El día del Señor, es un tema recurrente a lo largo de la Biblia. Primero es visto como una intervención del Señor a favor de su pueblo. Bien pronto el horizonte se alarga: se convierte en el día final de la historia entera, esa historia que Dios guía hacia su plenitud. Después del acontecimiento de Cristo, la espera de ese evento toma una nueva coloración: será Jesús glorificado el que ha de venir bajo los rasgos del hijo del hombre de Daniel. En él, todo el fluir de la historia encuentra a un tiempo su sentido y su plenitud. El tiempo también es redimido y deja de ser el eterno retorno.

La grandeza y el horror de aquel acontecimiento son descritos con imágenes tomadas de los profetas y con un sabor apocalíptico intenso: habla de violencia, persecución, destrucción. Parecen confluir ahí  los sufrimientos de todos los tiempos. Aparece como una catástrofe inmensa en la que el mundo como una vieja carcasa se derrumba. Estos elementos forman parte de un lenguaje tradicional, llamado apocalíptico que no se ha de tomar al pie de la letra; en todo caso es sólo el fin de un mundo. De sus cenizas nacerá uno nuevo, maravilloso: los cielos nuevos y la tierra nueva de que habla el profeta Isaías y cuya idea retoma el Apocalipsis. Sobre todo, un mundo viejo, cerrado a Dios será destruido. Para aquellos que han aceptado la propuesta de vida divina, será un nuevo nacimiento: el ingreso a un mundo nuevo, el mundo del Resucitado.

El comentario de Roland Meynet a este pasaje de Lucas me parece muy sugestivo y lo comparto contigo.

a)   ¡Atención! No se dejen engañar.

Ciertamente el templo es bello y Jesús no lo niega. Pero advierte a sus interlocutores de no dejarse atrapar por las apariencias porque éstas son efímeras. Sin duda ellos no han comprendido el sentido de las palabras de Jesús que anuncian el fin del templo, porque Jesús no responde a sus preguntas. No dice cuándo sucederá esto ni cuáles serán los signos que anuncien su llegada. Por el contrario, él los pone en guardia contra todo lo que podría ser interpretado como signos del fin. Las preguntas hechas a Jesús no son correctas, de la misma manera que la admiración ante la suntuosidad del templo no es pertinente. Ahí están  las guerras y todas las catástrofes: ciertamente se darán muchas cosas de este género, (pensemos en  el tifón que arrasó Filipinas), ciertamente, también el templo será destruido. Por lo tanto, hay que tener cuidado de creer que esto indica el fin de la historia como lo anunciaron los falsos profetas.

b)   Reconocer la «Presencia».

La apariencia puede cubrir la realidad, la belleza de las piedras y del templo pueden acaparar la mirada e impedir ver lo único importante. ¿Qué es lo que cuenta, la casa o aquél que la habita? Si el anuncio del fin del templo presenta un cierto interés, ¿no es precisamente porque hace volver la mirada a lo esencial, a la «Presencia»?  El final no debe hacer olvidar al «Presente», de la misma manera que, el presente perecible no ha de impedir contemplar a Aquél que no pasa. De la misma manera que el porvenir no debe apartar de lo que nos ha sido dado ahora. ¿Es necesario ver los acontecimientos, aun los más espantosos, guerras, terremotos, pestes, hambrunas, es necesario esperar lo peor de sus profetas, para escuchar la voz que ahora habla y llama? No es el momento en que han de escucharse estas voces y las voces futuras. Lo que cuenta, es la voz del que habla ahora, (Jesús), la única que puede decir la verdad. “Soy yo” o “Jesús”.  Es ahora y no mañana cuando “el momento se acerca”.  No hay nada más tras lo que debamos ir.

c)   El testimonio.

Los discípulos serán perseguidos a causa del nombre que llevan. Ellos van a sufrir, incluso serán llevados a la muerte, no por alguna idea, por alguna doctrina sino por adhesión y fidelidad a la persona de Jesús. Una persona por la que ellos están prestos a sacrificar todo lo demás, su libertad, incluso los lazos más queridos de la amistad y del parentesco y hasta la propia vida. En la prueba sufrida por su pertenencia a Cristo, ellos saben que pueden contar con el apoyo de Aquél en quien han puesto toda su fe y su esperanza. El testimonio que ellos dan seré el mismo de Aquél por el cual ellos sufren la contradicción. Ellos reciben la certeza de que Jesús mismo hablará por boca de ellos, que él será el testigo irrefutable al centro del testimonio de ellos. En ellos y por ellos, Jesús continuará testimoniando ante los hombres el amor, sosteniendo y testimoniando Aquél que es la fuente de toda sabiduría, Aquél en quien, como su Hijo,  ha puesto toda su confianza.

Excursus.

Al final del año la liturgia toma una coloración netamente escatológica. La escatología como lo sabemos, viene de la palabra griega eskaton que quiere decir «último». La escatología es la doctrina cristiana de los últimos tiempos, o el más allá de esta vida y de la historia.

Esto reviste una importancia decisiva, simple y sencillamente decisiva en la fe bíblico-cristiana, y la liturgia irá haciéndose eco de esta dimensión propia de nuestra fe. La eucaristía misma tiene una dimensión profundamente escatológica en su estructura y en su significado. La palabra de Dios abordará este tema, tanto los domingos que nos restan, como en la misa diaria. De hecho el año litúrgico se corona con la visión de Cristo Rey, del Pantokrator, del Christus Victor que es el término final de la historia, la consumación, la realización plena del proyecto divino que ha tenido su culmen en el Misterio Pascual. Durante estos días, las verdades finales, tales como la muerte, y la vida después de la muerte (dom. XXXII) como el juicio del que resultará la salvación o la condenación definitiva (dom. XXXIII) y el triunfo definitivo de Cristo serán el objeto de nuestra reflexión. A este propósito comparto con ustedes una síntesis apretada (y moderna) de estas verdades apoyándome en el libro  de Bernard Sesboüé “Creer”. Invitación a la fe católica para las mujeres y hombres del siglo XXI.

 

LA VUELTA DE CRISTO Y

LA RESURRECCION GENERAL.

 

El segundo artículo del Credo no acaba con la resurrección y la Ascensión de Jesús. Proclama igualmente su retorno en gloria para el juicio final. Podemos relacionar este retorno con la mención de la resurrección de los muertos del tercer artículo.

1.- «Volverá en gloria para juzgar a los vivos y a los muertos»

El regreso de Jesús al final de los tiempos es anunciado con frecuencia en el N.T. Se designa con el nombre de Parusía, término griego que significa «presencia o llegadas» con esta afirmación y las que vienen después entramos en un terreno delicado, porque se trata del futuro y de una intervención divina en nuestro mundo. Se nos habla pues de ello a partir  de diversas imágenes. Su origen bíblico explica su referencia al mundo pastoril y agrícola. Tiene igualmente rasgos muy antropológicos. Este registro corresponde a nuestra mentalidad cultural.  Lo único que cabe hacer es extraer su sentido con modestia para nutrir nuestra esperanza. Sabiendo que siempre defraudará nuestra curiosidad.

Uno de los lugares capitales de este mensaje se encuentra en el llamado «discurso escatológico» de Jesús que hallamos con variantes en los evangelios sinópticos. (p. ej. Mt. 24,4-44)  La escena es apocalíptica, es decir, que anuncia una larga fase de trastornos sociales y religiosos en la humanidad, la venida de falsos profetas y falsos mesías, tribulaciones, pruebas y perturbaciones cósmicas, antes de la aparición del «Hijo del hombre», es decir, de Cristo. ¿Cómo descodificar este mensaje? Parece decirnos que ocurrirá con el mundo como con la persona de Jesús. As como este se enfrentó hasta la muerte con las fuerzas del mal e hizo la experiencia del paroxismo de este combate en el momento de su fin, así también algo análogo volverá a producirse a escala de su iglesia y del mundo. Se evocan a través de estas imágenes los últimos sobresaltos de violencia de un mundo pecador.

Pero hemos de guardarnos de toda interpretación apresurada de los signos de nuestro tiempo y de todo cómputo cronológico a la luz de estas descripciones. Intentos de este tipo resurgen periódicamente en ciertos movimientos religiosos o sectarios, y los períodos de cambio de milenio parecen ser particularmente favorables para ello. Ahora bien, Jesús dice a sus discípulos: «No sabéis ni el día ni la hora» (Mt. 25,13), y declara ignorar él mismo cuándo llega el fin. (Mt. 24,36)

También para san Pablo la vuelta del Hijo del hombre supondrá un tiempo de pruebas (1Tes 5,3), que desembocará no obstante en la victoria  definitiva de Cristo sobre todos sus enemigos, el último de los cuales será la muerte. (1Cor 15,26)

Salvación y juicio.

La vuelta de Cristo está ordenada al paso definitivo de la humanidad al mundo de Dios y al cumplimiento último de la salvación aportada por la primera venida de Jesús. Pero esta salvación pasa por un juicio que le da valor dramático al fin de los tiempos. El compromiso y el riesgo inherente a toda existencia humana, el compromiso y el riesgo de su libertad, se concentran en  este último día. En el A.T., el anuncio del «día del Señor» parecía algo terrible. Con la venida de Jesús, este se convierte en el «día de nuestro Señor Jesucristo». (1Cor 1,8) Aunque sigue manteniendo en parte el antiguo aspecto del «día de la ira», (Rom. 2,5), es ante todo un día de salvación. No obstante, esta salvación da lugar a un juicio, puesto que Dios entregará a su Hijo «el poder para juzgar, ya que es el Hijo del hombre». (Jn. 5,27)

La parábola del juicio final, narrada en el evangelio de Mateo (Mt. 25,31-46), hace de él una descripción solemne: se trata de un tribunal celeste y glorioso en el que toda la historia de la humanidad comparece simbólicamente delante del Hijo del hombre. Este hace la separación entre los buenos y los malos. Jesús se negaba rotundamente a realizar este discernimiento en el transcurso de la historia: había que esperar a la siega de los últimos tiempos para separar la cizaña del trigo. (Mt. 13,29)

Lo más interesante de este juicio es el criterio con que se llevará a cabo. Cada uno será juzgado por su caridad en obras hacia sus hermanos, los pequeños, los hambrientos y los sedientos, los extranjeros y los marginados, los que están desnudos, enfermos y en la cárcel. Curiosamente, no se hace referencia a ningún criterio de fe doctrinal: en el último día de la  caridad mantiene su primacía sobre la búsqueda de la verdad, aunque la incluye. Pero la razón profunda, que todo el mundo puede entender después del testimonio dado por Jesús, es que este se identifica voluntariamente con todos estos pequeños: «¡A mí me lo hicisteis!»

Se trata de una parábola, es decir, de un relato ficticio que tiene por finalidad advertir a unos y otros del alcance eterno de las decisiones de su libertad. Un gran «si» condicional atraviesa toda la escena: si no tenéis ninguna generosidad con los pequeños, los pobres y los marginados, si no tenéis ninguna generosidad con los pequeños, los pobres y los marginados, si no hacéis nada por vuestros hermanos y hermanas, entonces estaréis renegando de mí y esto es lo que puede ocurrirnos.

La resurrección de los muertos(o de la carne)

El conjunto de los problemas de fondo planteados por la idea de la resurrección de los muertos se ha tratado ya a propósito de la resurrección de Jesús. Abordamos entonces la cuestión de la naturaleza del cuerpo resucitado. Pero nos queda por explicar el vínculo entre la resurrección de Jesús y la nuestra.

El regreso de Cristo irá acompañado de la resurrección general de los muertos, formalmente anunciada por Jesús en los evangelios. Esta resurrección era ya objeto de debate entre las diversas tendencias judías. Un día, los saduceos, que no creían en la resurrección de los muertos, trata de pillar a Jesús en una trampa planteándole el ridículo caso de conciencia de una mujer que se casa sucesivamente con siete hombres. ¿De quién será mujer cuando llegue la resurrección? Jesús les contesta que no han entendido nada. Porque en el mundo de la resurrección «no se toma esposa ni marido» (Mt. 22,30;Lc 20,35) La ley de la sucesión de las generaciones quedará entonces abolida, porque corresponde a la universalidad de la muerte en nuestro mundo. En el evangelio de Juan, Jesús anuncia igualmente la resurrección de los muertos vinculada al juicio (Jn. 5,28-29) y proclama solemnemente a propósito de la eucaristía: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día». (Jn. 6,54)

Este mensaje tuvo dificultades para calar en el mundo griego. Pablo escribe a los tesalonicenses, a los que quería consolar ante las pruebas de la muerte:

«Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado, así también reunirá consigo a los que murieron unidos a Jesús. Ved, pues, lo que os decimos como palabra del Señor: nosotros, los vivos, los que estamos todavía en tiempo de la venida del Señor, no precederemos a los que murieron. Porque el Señor mismo, a la señal dada por la voz del arcángel y al son de la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los muertos unidos a Cristo resucitarán los primeros. Después nosotros, los vivos,  los que estemos hasta la venida del Señor, seremos arrebatados juntamente con ellos entre nubes por los aires al encuentro del Señor. Y ya estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras». (1Tes 4,13-18)

Se trata de una lección de esperanza dirigida a cristianos turbados por la persistencia de la muerte. El apóstol proclama que la resurrección de Jesús implica nuestra propia resurrección, que es lo esencial. Finalmente presenta la descripción de una escena de tipo cósmico de la resurrección general. Hay que entender estas imágenes simbólicas como las anteriores.

La resurrección de Cristo es «por nosotros».

La resurrección de Jesús abre a una realización de la salvación que va de su cuerpo a los nuestros, con objeto de conducirlos a la resurrección final. Ella es la promesa en acto de la resurrección de la carne. «Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicias de los que mueren»(1 Cor 15,20)

El segundo artículo del credo niceno constantinopolitano pone toda la existencia de Jesús bajo el signo:«por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación»; bajó del cielo, se encarnó, fue crucificado por nosotros, y resucitó al tercer día según las Escrituras. Así pues, ha resucitado también por nosotros, «por los que viven» (2Cor 5,15), «por nuestra justificación» (Rom 4,25), dice san Pablo. Este «por nosotros» se actualiza en el tercer artículo del Símbolo, en el que la resurrección de los muertos es atribuida inmediatamente al Espíritu Santo «que da la vida», pero sigue estando en correspondencia con la resurrección de Jesús. Porque es Cristo resucitado quien ha dado el Espíritu a su Iglesia. La resurrección de Jesús es pues por nosotros; es nuestro futuro. «Simboliza» nuestra salvación, que consiste en la plenitud de una vida definitiva, en comunión de vida y amor con el mismo Dios y con nuestros hermanos. Constituye al mismo tiempo su modelo ejemplar y su causa.

De la encarnación a la resurrección de la carne.

Por su parte, la encarnación de Jesús está ordenada a la resurrección de toda carne. «Si la carne no hubiera de salvarse – escribe Ireneo -, el Verbo de Dios no se habría hecho carne». ¿Por qué, en efecto, habría asumido una humanidad carnal, si debiera abandonar la humanidad a la corrupción? Asimismo, sigue diciendo el obispo de Lyon, «¿qué motivo habría tenido para curar los miembros de la carne y restablecerlos en su forma primitiva, si lo que curaba no había de salvarse?». Pone de relieve aquí la lógica profunda que une los diferentes aspectos del misterio cristiano. De la encarnación a la resurrección, hemos visto funcionar toda la economía de los sacramentos, especie de «cuerpo a cuerpo» entre Cristo y nosotros.

Tertuliano, el primer teólogo de los sacramentos, pone en jugo toda su elocuencia y su pasión para mostrar que la encarnación no puede permitir que la carne del hombre sea abandonada a  la perdición: «Esta imagen que Dios modeló con sus manos a su propia imagen, que animó con su aliento a semejanza de su poder vital, que estableció para que habita en toda su obra, gozara de ella y mandara sobre ella, que revistió de sus misterios y de sus enseñanzas (…), esta carne, ¿no había de resucitar, después de haber sido tantas veces cosa de Dios? ¡Fuera! ¡fuera, la idea de que Dios pueda abandonar a la destrucción eterna la obra de sus manos, el objeto de los cuidados de su inteligencia, el envoltorio de su aliento, la reina de la creación, la heredera de su liberalidad, el sacerdote de su religión, el soldado que da testimonio de él, la hermana de Cristo. Sabemos que Dios es bueno. Su Cristo nos ha enseñado que él es el único óptimo. Él es quien manda el amor al prójimo, a ejemplo suyo; él hace por tanto lo mismo que manda hacer: ama la carne, que es su prójimo en tantos sentidos».

Este texto lleva la marca de los acentos cordiales de un cristianismo de comienzos del siglo III: nuestra «carne» es la hermana de Cristo. Se salvará en la resurrección como la suya, con el mismo derecho que todo lo que forma parte de nuestra condición concreta, y con la misma continuidad y la misma discontinuidad entre nuestro estado presente y nuestro estado futuro.

El N.T. anuncia incluso una «nueva creación» (Mt. 19,28), es decir, la transformación de nuestro mundo en «una nueva creación» (Gal. 6,15). El creador del mundo en los orígenes será de algún modo su «re-creador». El visionario del Apocalipsis de Juan dice lo mismo: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido; y el mar ya no existía (..). Y no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido». (Ap. 21,1-4)

 ¿Se puede seguir creyendo en este «final de los tiempos»?

He hablado antes de lo «creíble disponible» en una cultura dada para afirmar que la idea del fin del mundo se inscribe a nuestros ojos en una perspectiva razonable. Pero, ¿se puede decir lo mismo del conjunto del menaje cristiano relativo a este fin y al más allá en el que desemboca? Aún operando una purificación radical de las  representaciones y de las imágenes evocadas, ¿podemos seguir creyendo hoy en tales perspectivas? ¿No se sienten a este respecto los mismos cristianos muy inseguros? Los resultados de algunos sondeos sobre estas cuestiones son sorprendentes.

¿No estaríamos engañándonos y tomado nuestros sueños por realidades?  ¿No es en este sentido en el que habría que acusar a la religión de ser «el opio del pueblo»? ¿No tiene esta esperanza por objetivo consolarnos artificialmente  de las miserias del tiempo  y de la historia? Y de la muerte. Lo que hacemos es proyectar en el futuro un deseo siempre frustrado de felicidad sin límites.

Estas dificultades son reales y por eso rehuimos pensar en ellas la mayoría de las veces. Un duelo nos vuelve a poner periódicamente frente a este misterio. Algo profundo y fuerte protesta en nosotros contra la idea de una caída de la persona amada en la nada. Pero, ¿qué vale esta reacción íntima al lado de una realidad que nos parece ineluctable? Somos remitidos, en fin, a nosotros mismos ya nuestra propia actitud ante la muerte, a nuestra angustia y a nuestras dudas.

Es claro que no podemos creer en estas promesas si no es en virtud de la venida de Cristo, de su vida, de su muerte y de su resurrección. En el mensaje cristiano la fe en la resurrección de Jesús lo determina todo. Ella es la que nos permite esperar. Porque las cosas del fin son al mismo tiempo objeto de fe y objeto de esperanza.

La esperanza es la virtud cristiana que corresponde a lo que la experiencia común llama expectativa. La expectativa de un futuro mejor la tenemos arraigada en el cuerpo desde que somos niños, con todos los proyectos de futuro que nos hacemos y condiciona nuestra existencia más cotidiana. Un ser desesperado, por el contrario, es el que ha descendido a lo más bajo de la escala del sufrimiento, el que no tiene futuro y no quiere seguir viviendo. El hoy es intolerable cuando no se puede esperar nada del mañana. Pierde todo sentido, simplemente porque carece ya de dirección. Un hombre desesperado es un ser que no tiene ya con qué orientar su existencia. Entonces hay que agorar la existencia de cualquier forma. Este nihilismo está a la base de la violencia irracional y fratricida que envuelve nuestra cultura.

La necesidad de esperar no debe justificar las ilusiones. Pero tampoco se puede rechazar a priori un mensaje que da tanta importancia al futuro definitivo de los hombres. El anuncio cristiano del fin de los tiempos es capital, no puede separarse de la fe en la persona de Cristo, porque nos vuelve hacia el futuro y orienta el presente. El mensaje cristiano no está aferrado al pasado. Está inscrito en el pasado, concierne al presente y nos abre al futuro. Nuestro Dios no está detrás de nosotros; está delante de nosotros y, en la persona de Cristo, viene hacia nosotros. Como decía San Pablo, «si lo que esperamos de Cristo es sólo para esta vida, somos los hombres más desgraciados». (1Cor 15,19)

Estas descripciones del fin serían un opio del pueblo si tuvieran como finalidad, o simplemente como consecuencia, el apartarnos de las tareas temporales. Pero, por el contrario, nos impulsan a construir nuestras múltiples ciudades de aquí abajo, porque nos revelan la dimensión eterna de la más mínima realización en el orden de la justicia o de la caridad, del descubrimiento científico o de la proeza técnica, de la belleza artística o de la simple felicidad de un niño. Confieren un fin a los ojos de Dios, a todo lo que está en gestación, a menudo dolorosa, en nuestro presente. Es Cristo que vuelve ya y nos hace señales.