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El peso de nuestra fragilidad hace que nos inclinemos del lado de las realidades de aquí abajo; el fuego de tu amor, Señor, nos eleva y nos lleva hacia las realidades de allá arriba. Subimos hasta ellas por el impulso de nuestro corazón cantando los salmos de la subida. ¿Adónde nos haces subir de esta manera? Hacia la paz de la Jerusalén celestial. Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor. Tan sólo el deseo de permanecer allí eternamente puede hacernos llegar hasta ella. Mientras estamos en nuestro cuerpo caminamos hacia ti. Aquí abajo no tenemos ciudad permanente; buscamos sin cesar nuestra morada en la ciudad futura.

 

Que tu gracia, Señor, me conduzca hasta el fondo de mi corazón para cantar allí tu amor, a ti, mi Rey y mi Dios. Acordándome de esta Jerusalén celestial, mi corazón subirá hasta ella: hacia Jerusalén, mi verdadera patria; Jerusalén, mi verdadera madre. Tú eres su Rey, su luz, su defensor, su protector, su pastor; tú eres su gozo inalterable; tu bondad es la fuente de todos sus bienes inexpresables, tú, mi Dios y mi divina misericordia. (San Agustín. 354-430)