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Por tu clemencia, Señor, Sácame de la angustia.
(Sal.142)

Igual, junto al salmo 142 podríamos poner las palabras sabias de uno de los grandes, S. Juan de la Cruz: “Me parece que el secreto de la vida consiste simplemente en aceptarla tal cual es”. Los que exigen demasiado a la vida, acaban suicidándose, escribe J. Vasconcelos. «El humor es, por lo tanto, una capacidad específicamente humana, porque presupone que el hombre puede reír, es más, puede reírse de sí mismo, de sus propios temores», escribe V. Frankl.  ¿Por qué a R. Williams no le funcionó el humor, a él que era uno de los mejores humoristas, a él, que hizo reír y llorar con sus inolvidables actuaciones a una generación? ¿Por qué le exigió tanto a la vida y no pudo reírse, como en sus películas, de él mismo?

Esto invita a la reflexión. ¿Dónde anida la tristeza? ¿Dónde hunde sus raíces la angustia? La tristeza ha matado a muchos, dice el Texto Sagrado. “La Vida es Bella” refleja mejor la verdad de un campo de concentración que “La Lista de Schindler”. Y, a veces, la vida se parece mucho a un campo de concentración, o puede acabar siéndolo. Pues bien, todo fracasó en la vida de Robin Williams. Y duele porque uno lo ve en sus magníficas actuaciones venciendo con humor las más inesperadas situaciones. Para él, la vida no era bella, siendo bella, muy bella, como lo es. “Si quitáis de nuestro corazón el amor a lo bello, nos quitáis el encanto de vivir” (Rousseau). Pudo retroalimentarse con los diálogos de su película “El club de los poetas muertos”. Pero no lo hizo y su horizonte quedó cerrado.

Su representante, Mara Buxbaum, fue la persona encargada de hacer pública la noticia. “Hace tiempo que luchaba contra la depresión. Esta es una muerte trágica y repentina. La familia pide respeto a su dolor y privacidad en estos momentos tan duros”, agregó. Así se anunciaba la muerte de uno de los grandes, trágicamente grandes, del cine americano, R. Williams. La enfermedad de nuestro tiempo: la depresión, la angustia, el sinsentido de la vida; luego el remedio al que se acude: drogas y alcohol. Sin esa sensación de fracaso existencial, sin esa vaga e indefinida sensación de la angustia, que como bruma lo envuelve todo, el mundo de la droga no existiría. Por último, la puerta falsa. Es dolorosa la nota escueta, como un epitafio: “Se ahorcó con un cinto”; pareciera el título de una sus comedias.

Y uno no puede menos de preguntarse, ¿qué le faltaba a este hombre, por otros conceptos, excepcional? Nos hizo gozar y reír con sus películas, su humor blanco, su versatilidad. Popularidad, fama, aceptación, dinero, una bella esposa, hijos, todo, todo lo tenía en abundancia; sin embargo, en realidad, estaba solo, vacío, destruido en su alma. Carcomido por dentro, sin rumbo fijo, como tantos triunfadores modernos que lo único que saben manejar es su vida. ¿No podemos verlo como un doloroso signo de nuestra cultura? Poseyó todo lo que nuestra cultura ofrece como máximum y, sin embargo no fue suficiente. En el mundo de R. Williams estos casos son más frecuentes de lo que solemos pensar. Y deberíamos pensar en ello.

CARPE DIEM.  Urge la meditación sobre la vida, su sentido, su belleza, la vocación de eternidad feliz, máxime en una cultura como la nuestra. Dead Poets Society es un filme que podemos verlo de nuevo en retrospectiva. Es fascinante. Al verla completa, – había visto solo fragmentos -, se ha operado en mí una regresión. En esos jóvenes me vi estudiando latín, griego, español, trigonometría en una férrea disciplina más austera que la de Welton. Nosotros por lo pronto no podíamos tener un J. Keating. Pero sufrimos un sistema educativo que no contaba con la persona del alumno; éste era solo un depósito que debía de ser llenado de conocimientos. Esta amarga película es una crítica devastadora contra un sistema social y de enseñanza apoyado en una sociedad ultra conservadora que queda de manifiesto en el “suicidio” del joven Neil Perry a consecuencia de la imposición intolerante e intolerable del sistema social que encarna en un padre autoritario quien impide a su hijo decidir, seguir la emoción de una vocación. El padre se impone con tal contundencia que le orilla al suicidio. El club de los poetas muertos es la encarnación de una rebeldía imposible. Dos mundos en paralelo, que no se entendieron y cuyos resultados habrían de ser los bandazos: de aquella disciplina rígida, sin motivación, al rompimiento de todas las barreras.

El leit motiv del filme son las palabras del poeta latino, príncipe de la lírica universal, Horacio: Carpe diem.  Pero esta sentencia de Horacio tiene veneno. Con estas palabras, Horacio, nos recuerda que la vida es corta y debemos apresurarnos a gozar de ella. Horacio se definía a sí mismo como un cerdo de la piara de Epicuro.  El epicureísmo no es más que la filosofía del placer; su principio ético es el placer, el placer en todas las formas, gozar, sencillamente por gozar. «Todo lo que hacemos lo hacemos para esquivar el desplacer y hallar la paz del alma». Horacio expone la esencia de tal filosofía en la Oda 11 del primer libro: “No te preguntes jamás/ cuando se cerrará tu vida, mi vida/ no tientes los horóscopos de Oriente/ es malo saber/ mejor aceptar lo que vendrá/ Sé sabio: llena tu copa/ renuncia a la esperanza/ … Mientras hablamos, el tiempo ya se ha ido/ como si nos odiase/ así, agarra el día (carpe diem),/ no creas en el  mañana”. Es la quintaesencia de pesimismo pagano. Solo tenemos el instante presente, y es fugaz. Esa es la filosofía que está detrás de la encantadora imagen del profesor Keating, una invitación a vivir solo el presente: “la voz del ayer se fue/ reúne botones de rosas/ mientras puedas”, aconseja a los jóvenes, el profesor. Este carpe diem aparece siempre unido a la prohibición de pensar en el mañana. Mañana, es la incerteza del futuro, es la certeza de la muerte. “vivir el tiempo, quiere decir morir”, concluye el sublime Horacio. Son los estertores de la cultura antigua, una cultura que moría falta de fe, falta de amor. No había esperanza, sus dioses se habían mostrado inciertos y  la muerte  quedaba como la única certeza. Con esta filosofía dialogaba S. Pablo cuando escribe a los corintios: “Si Cristo no resucitó, tampoco nosotros resucitaremos, y, si no hemos de resucitar, «comamos y bebamos que mañana moriremos»”. ¡Qué sublime aparece el cristianismo ante tal derrota del espíritu! Pero esta ventana estaba cerrada a la grande y agónica cultura que refleja Horacio. Esta sensación de bancarrota existencial, esta angustia neutra y universal, mal disfrazada de indiferencia, ese “sin mañana” con la muerte como único futuro, que pregona Horacio, ¿no estará detrás del hundimiento de un hombre, producto estrella, de nuestra cultura, como lo fue Robin Williams?   ¿No es la nuestra una cultura anclada en el epicureísmo?

LA ANGUSTIA. A la postre, Epicuro se enfrena con la angustia y quiere ignorarla. Pero el sentimiento de la angustia, (= a.), parece ser el más arcaico de los sentimientos negativos que acompañan al hombre. Representa el antagonista número uno del placer y la seguridad que provienen de la satisfacción de una relación interpersonal.  La a. es una nota que define al hombre, el hombre toma conciencia de sí mediante la a. Entenderla sería tanto como entender al hombre.

La a. la sentimos todos y, si no es controlada y superada por una salud mental adecuada, puede sobrepasar los estándares normales y transformarse en enfermedades llamadas de la mente.  Es la causa de la alteración de la percepción afectiva y emotiva.  Puede llegar a degenerar en neurosis o psicosis. Es importante establecer que los factores ambientales externos no son el motivo fundamental de esta enfermedad aunque la favorecen, la causa principal de este padecimiento reside en el ser humano mismo, pues hay en él una sensación negativa de las cosas que lo rodean con estrecha relación de percepción y emoción.  A una percepción distorsionada de la realidad corresponde una reacción emotiva igualmente distorsionada. La emoción exagerada del neurótico crea actitudes de ansiedad, de angustia y depresión, lo que trastorna la percepción.  El pesimismo acaba dominándolo todo.

El pesimismo constituye una interpretación de la experiencia que falsea la realidad y genera en nosotros diferentes versiones de miseria emocional: ansiedad, frustración, desaliento, desamparo, apatía, inseguridad, depresión y diferentes manifestaciones patológicas del comportamiento: el abandono de tareas y metas, la inactividad, la inercia, la parálisis de la voluntad, la indecisión, la limitación de nuestra gama de conductas.  La agresividad, es una de las expresiones inmediatas de este estado de ánimo.   Lo dicho es señal que no hablamos de un enemigo simple o superficial, sino de algo que representa una amenaza real y peligrosa que puede desviarnos de nuestros más caros anhelos. Seligman descubrió que el estilo pesimista de explicar la adversidad rumeando las ideas negativas, es un factor de riesgo de depresión, así como el colesterol elevado lo es del infarto.

PALABRA DE DIOS Y ANGUSTIA. En el pensamiento moderno cristiano nadie se ha ocupado de la angustia con la profundidad con que lo ha hecho Hans Urs von Balthasar. Después de la obra de Kierkegaard, hace más de ciento cincuenta años nadie se ha ocupado de la angustia desde la teología.  Los datos psicológicos no nos bastan, a la postre esta realidad es más profunda y por lo tanto inasible.

Si se observa, aunque solo sea de lejos, con qué frecuencia y qué claridad se habla de la angustia en la Sagrada Escritura, se dará por sentado, estos dos puntos: la Palabra de Dios no tiene miedo a la angustia. Entra en ella con el mismo poderío que en todo lo que caracteriza al hombre como hombre (y solo lo conocemos en situación de caída y de Redención, en vías de cumplimiento). Como el dolor y la muerte, la angustia no es para la palabra de Dios algo vergonzoso que deba ocultarse. Precisamente su oficio es “juzgar los sentimientos y pensamientos del corazón: ninguna creatura queda invisible ante ella; todo está desnudo y descubierto ante sus ojos.” (Hb 4,12-13). Y del mismo modo que no le atañe guardar al hombre terrenal del dolor y de la muerte, así tampoco ha venido al mundo para suprimirla sin más o ahorrarle la angustia, según intenta una filosofía y una sabiduría vital como la estoica. Menos aún el epicureísmo. Esa es la intención que descubrimos en los versos de Horacio y que el profesor aconsejaba a los alumnos.

El cristiano vive esa realidad como el ser humano que es, pero la vive desde una certeza inamovible; sabe “esperar contra toda esperanza”, como dice el apóstol Pablo. El cristiano sabe que es dueño de una esperanza que no defrauda porque no se apoya en lo simplemente humano. Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo «ni esperanza ni Dios» (Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna. La angustia y el afán de ignorarla eran su pensamiento. A pesar de los dioses, estaban «sin Dios » y, por consiguiente, se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío. « In nihilo ab nihilo quam cito recidimus » (en la nada, de la nada, qué pronto recaemos), dice un epitafio de aquella época, palabras en las que aparece sin medias tintas lo mismo a lo que Pablo se refería. En el mismo sentido les dice a los Tesalonicenses: «No os angustiéis como los hombres sin esperanza» (1 Ts 4,13). En este caso aparece también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente. De este modo, podemos decir ahora: el cristianismo no era solamente una «buena noticia», una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo «informativo», sino « performativo». Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva. (B.XVI). Sin esta certeza que, por lo demás no se apoya en la sabiduría de este mundo, ¿vale la pena vivir?

Tal vez uno de los testimonios más potentes del Nuevo testamento contra la angustia son las palabras de Pablo dirigidas precisamente a la cultura de Horacio: “¿Cabe decir más? Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en contra? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. Y ¿a quién le tocará condenarlos? ¿Al Mesías Jesús, el que murió, o mejor dicho, resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que intercede a favor nuestro. ¿Quién podrá apartarnos de ese amor de Cristo? ¿Dificultades, angustias, persecuciones, hambre, desnudez, peligros, espada….porque estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni soberanías, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes, ni alturas, ni abismos, ni ninguna otra creatura podrá privarnos de ese amor de Dios presente en el mesías Jesús, señor nuestro.(Rm. 8,31-39).

Esta serena certeza inamovible fue la que perdió Robin Williams. Y, entonces, ¿para qué seguir viviendo? ¿Cómo vemos nuestra cultura y nuestra vida desde este ángulo? ¿Dónde tiene su apoyo? ¿Tenemos esperanza? ¿Tenemos futuro? Epicuro o Cristo, es nuestra disyuntiva.

Adendum. Vi este sábado con “angustia” que ya comenzaron a partirle a M de Mexicanidad a la Plaza del mismo nombre. Incluso sabemos dónde van a estar las cantinas. Ni modo. En esos términos, tengo una propuesta: que la concha acústica se acondicione como un lady’s bar VIP. Mejor que los niños entrarán gratis.  Ciertamente eso no es “bello”, tampoco los millones.