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Vivimos en adelante
en la esperanza de la
Resurrección.
(S. Agustín).

La Semana Santa desemboca en el Gran Día de la resurrección de Jesucristo; la imponente ceremonia de la Vigilia Pascual; noche santa en que la iglesia vela, orante, en espera del milagro inefable de la resurrección de Jesús, nos prepara y desemboca en la mañana luminosa de la resurrección. «Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo». Tal es el núcleo de nuestra fe. ¡«Qué noche tan dichosa! Solo ella conoció el momento en que Cristo se levantó del abismo». (Pregón Pascual=PP.).

¿Cómo integrar en nuestra pobre vida, en esta cultura de muerte la imponente celebración de anoche, la Vigilia Pascual? Lo que celebramos en esa fiesta es algo que atañe a la creación entera: es el triunfo de la vida, es la nueva creación, el verdadero “año nuevo”; el comienzo de día que no “conoce ocaso”; Noche del Fuego Nuevo, del Agua lustral, del Pregón. El Cirio – “Lucero, Cristo del alba -, / que paces entre esplendores”:

«Hállelo todavía encendido el lucero de

la mañana, aquel lucero (Cristo) que

no conoce ocaso, aquel que al volver

de los infiernos, iluminó sereno al género humano». (=PP.).

¡Es el Domingo!

El sólo hecho de enunciarlo es fascinante: si la muerte tiene un poder cósmico, si la muerte nos amenaza y se refleja en el ecocidio planetario, si nos arranca a los que amamos, afirmar el triunfo de la vida en Cristo resucitado, es afirmar el fin del poder tenebroso de la muerte y saber que estamos llamados a la vida «en Cristo».

La muerte tiene muchos rostros. Se refleja en la pobreza planetaria, en el hambre y la sed que matan. Se echa de ver en el narcotráfico, tráfico con la muerte; la muerte está en la incertidumbre del desempleo, en la inseguridad, en la inestabilidad derivada de las erráticas opciones políticas. Su rostro aparece en las bandas criminales, en los jóvenes que delinquen, enlistados en las filas del crimen. En los contingentes hambrientos que huyen de la mentira social y política.

Desde nuestra fe, ¿no tenemos algo que decir aquí y ahora? La Iglesia es como la luna, no tiene luz propia, sino que refleja la luz del sol; la Iglesia no brilla por sí misma. Es radiante y hermosa en la medida que refleja la luz que recibe de Cristo; no tiene palabra propia, ha de repetir la única Palabra que salva, la Palabra eterna: Jesús. Es el destino grandioso y trágico de la Iglesia. ¿Puede, entonces, ser insustancial transmitir el Mensaje de vida y esperanza que, por lo demás no es de ella? Ello es su razón de ser. Yo creo que la única Palabra, en medio de tantas palabras, que puede liberarnos, es esa Palabra. Así, el Domingo es una profecía, «El día en que Cristo venció la muerte y nos hizo partícipes de su vida inmortal».

«Por qué vacila todavía la fragilidad humana en creer que un día será realidad el que los hombres vivan con Dios? Lo que ya ha realizado es mucho más increíble: Dios ha muerto por los hombres» (S. Agustín). La Vigilia, noche de oración y espera, culmina en esta mañana, “cuando las mujeres descubren el sepulcro vacío”.

 La Vigilia Pascual nos dice mucho al respecto. Desde la fe cristiana, sabemos que detrás del desastre está la sombría realidad omnímoda del pecado, por eso, esta Noche Santa, la Iglesia canta un himno milenario dirigido al Padre eterno y a su Hijo Jesucristo:

«Y así, esta Noche Santa

ahuyentas los pecados,

lavas las culpas,

devuelves la inocencia a los caídos,

la alegría a los tristes,

expulsas el odio,

traes la concordia

doblegas al poderoso». (PP.)

En estos versos, tan antiguos y siempre nuevos, se condensan las aspiraciones más profundas y auténticas de libertad. Esta Noche es cantada grandiosa porque es la noche:

«en que por toda la tierra,

los que confiesan la fe en Cristo,

son arrancados de los vicios del mundo

y de la oscuridad de la noche,

restituidos a la gracia

y agregados a los santos». (PP.)

Después de todo, «¿De qué nos serviría haber nacido / si no hubiésemos de ser redimidos?». (PP.).

Este es el punto focal de todo. No es casual, entonces, que la predicación y la teología hoy se centren de nuevo sobre el acontecimiento de Pascua, la resurrección de Jesús crucificado, muerto y sepultado. Nuestra fe funda nuestra esperanza. Nos hace ver el mundo y a nosotros mismos en la dependencia de Dios, Padre todopoderoso. El Dios de nuestra fe es ya, secretamente, el principio de nuestra existencia presente. Si él nos deja, dejamos de existir. El mismo Dios de nuestra esperanza será de una manera nueva y, esta vez a plena luz, el principio de una existencia renovada y radiante, a su perfecta semejanza. Tal es nuestra esperanza.

Sabemos que el deseo de una paz auténtica es un deseo de todos; todos queremos seguridad y tranquilidad en nuestras calles; no estamos seguros ni en nuestras casas, todos deseamos vivir tranquilos y en paz. Estos deseos se manifiestan públicamente en marchas y en iniciativas sociales. La sociedad en su conjunto rechaza la violencia que se manifiesta en el secuestro, en el tráfico de drogas y personas, en la extorsión, en el asesinato, cuyos autores son adolescentes muchas veces. La celebración de La Pascua es un motivo que nos ayuda en nuestra lucha para lograr el mundo que queremos. Cristo victorioso está con nosotros. Desde nuestra fe, que brota de la Pascua, los cristianos podemos aportar mucho a favor de la paz en nuestra comunidad, porque la existencia cristiana no es más que vivir el Misterio de la Pascua, el misterio de Cristo muerto y resucitado, Vencedor, él mismo, del pecado y de la muerte, que nos arranca del modo vano de vivir. Él necesita nuestra ayuda en la construcción de un mundo mejor.  

Con su resurrección, Cristo ha inaugurado el “Día sin ocaso”, «No es el día visible a los ojos del cuerpo, el día que vemos nacer y declinar; es un día que pudo nacer, pero que no puede declinar», (S. Agustín). Es el Domingo. “Es el día que hizo el Señor” «cuando Cristo, con su muerte destruyó nuestros pecados y resucitando nos devolvió la vida”, así cantará la iglesia durante los 50días de Pascua. Es Domingo y todos los domingos serán una réplica de este Gran Domingo. Los católicos deberíamos recuperar el domingo. «Si hemos resucitado con Cristo, busquemos los bienes del cielo donde está Cristo sentado a la derecha de Dios», nos amonesta Pablo, (Col.3,1-4). Esa es nuestra vocación, nuestro destino. Oseas, en el s. VIII a.C., dijo algo muy raro: “Muerte, yo seré tu muerte; infierno, yo seré tu ruina”, (13,14); con la resurrección de Jesús, ese día ha llegado: llamados a la vida, ese debe ser nuestro canto.

Quiero terminar con una bella oración de Romano Guardini: «En nuestra vida transitoria, ¡oh Señor!, presentimos tu quieta eternidad.  Las cosas empiezan, tienen su tiempo y terminan. Al comienzo del día, notamos por adelantado cómo se hundirá en la tarde. En toda dicha ya se avisa el dolor que viene. Construimos nuestra casa, hacemos nuestra obra, y sabemos que debe hundirse.  Pero, tú, Señor, vives y no te alcanza ninguna transitoriedad.

Tú estás contento en tu sagrada existencia y no te oprime necesidad ni fin.  Eres nuevo por esencia y no conoces saciedad. De nada necesitas. De nada prescindes.  Todo lo eres tú. Tuyo es el conjunto de toda soberanía.

El centro de tu eternidad está ahí donde tú, Padre, y tú, Hijo, estáis cerca uno de otro, en la interioridad del Espíritu Santo. En esta quietud está tu amor y tu paz.  En ella está tu Patria, ¡oh Dios Eterno!

Desde ahí, tú, Señor Jesús, has venido a nosotros y nos has traído noticias de lo que «ningún ojo ha visto, ningún oído ha oyó, ni ha entrado en el corazón de hombre alguno».  Cuando el tiempo se complete, ahí ha de estar también mi patria.  Hazme consciente de ello.  No dejes nunca morir en mi corazón el anhelo, para que en el mudar de la vida siga yo en el interior de lo que da medida y sentido a toda vida.  Haz que mi alma sea tocada por el soplo de tu eternidad, para que yo haga bien la obra del tiempo y pueda un día llevarla a tu reino. Amén.

¡Felices pascuas de resurrección!