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Me ha inspirado esta entrega la lectura de una conferencia magistral de la doctora en derecho Mary Ann Glendon sobre el catolicismo en Estados Unidos. La doctora Glendon es profesora de derecho y derecho internacional en de Harvard, escribe y enseña en los ámbitos de los derechos humanos, el derecho comparado, el derecho constitucional y la teoría jurídica.

Su conferencia me impactó porque es la expresión de una católica practicante dolida “por la poca importancia que los católicos dan a los temas relacionados con su fe”. No se trata de una fanática, pues los fanáticos no critican la institución, ni de una persona menos ilustrada, todo lo contrario.

Cree que el problema del catolicismo es su situación de diáspora, de dispersión, dice; ya no son “la gente-llamada-a-estar-unida” capaces de imprimir su sello en el mundo que les toca vivir; dispersos, han perdido la capacidad de interpelar. Ya no son esos mensajeros que van de pueblo en pueblo, de comunidad en comunidad anunciando y recordando como forma de preservar la identidad. Presenta como ejemplo la experiencia de los indios de la amazonia peruana que describe Vargas Llosa en “El hablador”. (1987).

Lejos ha quedado en la iglesia católica cualquier rastro de fundamentalismo; dos mil años de experiencia, de reflexión y contemplación del misterio han surtido su efecto y en los gloriosos Pontífices del siglo XX y en lo que va del XXI, – por hablar de nuestra época -, la iglesia ha tenido un ejemplo claro de sereno y decidido compromiso y llamadas constantes a vivir y compartir los valores cristianos. No ser fundamentalistas no equivale a perder posiciones, a abandonar la misión de evangelizar la familia, la cultura y los ambientes. Igual, tenemos que superar la trampa mortal de confundir iglesia con la jerarquía. La jerarquía es una parte de la iglesia.

La conferencia de la Doctora Glandon refleja el catolicismo laical de los Estados Unidos y presenta una sugestiva y breve historia del catolicismo en ese país, habla de la situación de persecución, de minoría, de rechazo y de dificultades permanentes para establecerse. “Aunque la sociedad se secularizaba a pasos agigantados, algunos elementos del protestantismo se mantuvieron tan o más fuertes que nunca: individualismo radical, intolerancia con los que opinaban de manera distinta, dirigida hacia la disidencia de los dogmas seculares que remplazaron al cristianismo como sistema de creencias de muchos y una hostilidad permanente hacia los católicos. Para el católico que progresaba, integrarse en esta cultura significó ceder a un anticatolicismo en un grado que hubiera sorprendido a nuestros antecesores inmigrantes”. Afirma la doctora.

Cita al jesuita Andrew Greeley, de George Town, que afirma: «de todos los grupos minoritarios de este país, los católicos son los menos preocupados por sus derechos y los que menos conciencia tienen de la discriminación persistente y sistemática en las altas esferas del mundo corporativo e intelectual»

“Hasta que mi marido, afirma la Doctora, que es judío, me hizo reflexionar sobre este tema, siento decir que soy un vivo ejemplo de ello. En los 70s, yo daba clase en la Facultad de Derecho de Boston Collage; durante las vacaciones de verano, alguien quitó los crucifijos de las aulas. Aunque la mayoría de los miembros del profesorado éramos católicos y el decano era un sacerdote jesuita, ninguno protestó. Cuando se lo conté a mi marido, no se lo podía creer. Me dijo: «¿Qué les pasa a los católicos? Si alguien hubiera hecho algo parecido con los símbolos judíos, habría habido un escándalo. ¿Por qué los católicos aceptáis estas cosas?»

Ese fue un momento de cambio para mí. Empecé a preguntarme: ¿Por qué nosotros los católicos aceptamos este tipo de cosas? ¿Por qué les damos tan poca importancia a temas relacionados con la fe por los que nuestros antepasados hicieron tantos sacrificios?

En muchos casos, la contestación tiene su base en la necesidad de progresar y de ser aceptados. Pero para la mayoría de los católicos de la diáspora (situación de dispersión) americana, creo que el problema es más profundo: ya no saben hablar sobre lo que creen o por qué creen. La «gente-llamada- a estar unida» (los católicos) ha perdido su identidad y no sabe a qué está llamada, concluye. Los grupos llamados genéricamente cristianos – suena a similares – parecen más compactos.

Parece, también, que los católicos han perdido muchas cartas. Uno se pregunta: ¿Cuántos católicos laicos han leído cualquiera de las cartas que los Papas les han enviado a lo largo de los años?, ¿cuántos católicos saben dar una explicación sobre temas elementales acerca de lo que enseña la Iglesia en materias cercanas a ellos, como la Eucaristía, – que es vital para la fe -, la familia o sobre el valor de la vida. ¿qué decir del apostolado laico? Si son pocos los que pueden hacerlo, no será por falta de comunicación del magisterio de los papas.

Entre nosotros el problema es diferente. Nosotros provenimos de una matriz netamente católica y la inmensa mayoría del país se confiesa católica. Se antojaría que un número así de católicos pudiéramos influir para que la realidad fuera mejor. Pero el número es engañoso. Si nos atenemos a los registros parroquiales quizá el 90% de los mexicanos serían católicos; de los que se profesan católicos tal vez un 10% a nivel nacional va a misa los domingos, y por lo menos no han perdido la conexión con el misterio central de la fe. Y de éste presumible 10%, los que se comprometen a crecer en su fe, a servir, a vivirla en sus ambientes y en sus familias a partir de su inserción en las parroquias, ¿le gusta un 2%? Si alguien posee otros datos yo le agradecería nos ilustrara con estadísticas. Como dijo alguien: “yo tengo otros datos”. En tales circunstancias es imposible que se refleje una influencia positiva, desde la fe cristiana, en la sociedad.

Cabe advertir que la reserva de fe del pueblo mexicano, que constituye por sí misma un milagro tras más de siglo y medio de laicismo anticatólico, está profundamente arraigada a grado tal que, si bien no hay una práctica constante, la fe cristiana no deja de informar gran parte de nuestra vida. Tal vez el problema está en el hecho de que nos han convencido de que la fe ha de tratarse como un asunto estrictamente privado. La presión cultural actual nos enseña a avergonzarnos de manifestarnos creyentes.

Sin embargo, a este nivel cultural resulta cierto lo que afirma la Doctora Glendon, que más allá de la situación de diáspora, es decir, de dispersión, aislamiento e incomunicación en el catolicismo norteamericano, existe un problema más profundo: “los católicos ya no saben hablar sobre lo que creen o por qué creen. La «gente-llamada-a estar unida» (los católicos) ha perdido su identidad y ya no sabe a qué está llamada”.

La doctora se cuestiona sobre el laicado católico norteamericano de la siguiente manera: “¿están los aproximadamente 63 millones de católicos – y que representan más que un quinto de la población – evangelizando la cultura, tal como ha de hacer cada cristiano, o la cultura los está evangelizando a ellos?”.

La misma pregunta cabe hacerla del laicado católico de México. Para mí es claro que los grandes problemas del país ya no pueden ser resueltos con categorías meramente socio políticas; los graves desequilibrios, las carencias y desigualdades sociales abrumadoras – México es uno de los países con la peor distribución de la renta – las injusticias flagrantes contra las minorías étnicas, contra los campesinos, el horror patológico de la violencia, la historia de una tierra obligada a berber a diario la sangre de sus hijos, requieren, para su solución, muchísimo más que ocurrencias sexenales y revolcar gatos en harina. Mientras el egoísmo, personal o de grupo, siga siendo la norma, la situación es irreversible. El fantasmal sub Marcos dijo en cierta ocasión: “los partidos políticos tienen a México en la desgracia”. Necesitamos, pues, otras categorías que nos inviten a sacar del fondo de nosotros mismos actitudes mucho más constructivas. (continuará).