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Resulta fácil descalificar a Judas como alguien completamente malo, como el paradigma absoluto de la corrupción. En realidad, todos tenemos que enfrentar disyuntivas, la vida es una disyuntiva. Muchas veces no es tan clara la dimensión religiosa de una opción; así, por ejemplo, cuando la conciencia de uno aconseja resistir al placer, al dinero fácil o al éxito brillante; pero hay también un impulso que aconseja la fidelidad a las cosas que realmente importan, las cosas que duran: la amistad, la familia, la fe, la justicia, el amor a la patria. Con frecuencia, la opción parece vulgar, insignificante, olvidamos que nuestra vida está tejida de “pequeñas decisiones”. Con frecuencia no medimos las consecuencias de esas pequeñas decisiones. Por ello, considerar a Judas como el paradigma de la corrupción, puede llevarnos al autoengaño quitando peso de las decisiones morales que tenemos que hacer todos los días y tranquilizar nuestra conciencia. Judas es un personaje complejo y por ello actual.

Dentro de la historia de la pasión de Jesús, siempre que no se entienda como la ilustración de un drama universal, a la manera de la tragedia griega, hay muchas pequeñas historias de hombres y de mujeres que han entrado en el radio de su luz o de su sombra con plena libertad. Mucho tenemos que aprender de Anas y Caifás, que hacen de la religión cuestión de poder, dinero y prestigio; de Pilato, político que se olvida del derecho y la justicia y defiende “el hueso”; de Herodes, degenerado y lascivo, vano; está también el cireneo, las mujeres, la actitud del pueblo y de la policía militar de ocupación. Todos tienen mucho que decirnos. La más trágica de ellas es la de Judas Iscariote. Es uno de los pocos hechos atestiguados, con igual relieve, por los cuatro evangelios y por el resto del N.T. La primitiva comunidad cristiana reflexionó mucho sobre el asunto y nosotros haríamos mal a no hacer lo mismo. Tiene mucho que decirnos.

Judas aparece en la lista de los Doce desde el principio. Lucas escribe: «Judas Iscariote que “llegó a ser” el traidor» (Lc 6, 16). Por lo tanto, Judas no nació traidor y no lo era en el momento de ser elegido; ¡llegó a serlo! Estamos ante uno de los dramas más sombríos de la libertad humana. ¿Por qué Jesús lo toleró en su círculo íntimo y, ni siquiera en el final, lo denunció? Es más, pareciera que siempre le dejó la puerta abierta para el retorno.

¿Por qué llegó a serlo? En años no lejanos, cuando estaba de moda la tesis del Jesús «revolucionario», se trató de reivindicar la figura de Judas. Procedente de la filas zelotas, los de extrema siempre ha existido, tal vez Judas estaba decepcionado por la manera en que Jesús llevaba adelante su idea de «reino de Dios» y que quería forzarle para que actuara también en el plano político contra los paganos. Es el Judas del célebre musical «Jesucristo Superstar» y de otros espectáculos y novelas de la época. Un Judas que se aproxima a otro célebre traidor del propio bienhechor: ¡Bruto que mató a Julio César para salvar la República!

Los evangelios —las únicas fuentes fiables que tenemos sobre el personaje— hablan de un motivo mucho más a ras de tierra: el dinero. Juan hace notar, sin más: “era un ladrón y, dado que tenía la bolsa, cogía lo que echaban dentro» (Jn 12,6). Su propuesta a los jefes de los sacerdotes es explícita: «¿Cuánto estáis dispuestos a darme, si os lo entrego? Y ellos fijaron treinta siclos de plata» (Mt 26, 15).

El film de Gibson ofrece, genial, la escena. Incluso cuando aparece ante los líderes religiosos para cerrar el trato vil, aparece inseguro y visiblemente ansioso. Los sacerdotes judíos, Caifás y Anás, no le muestran ninguna compasión; ellos solo quieren tener a Jesús en sus manos, aunque reconocen que la traición de Judas es un hecho poco honorable. Consumada la traición, el traidor estorba. Ellos no dan el dinero en la mano a Judas; se lo tiran como el hueso a un perro. Un movimiento lento de la cámara capta en el aire las monedas de plata, símbolo de todo el glamur mundano, el placer, y la influencia que el dinero hace posible; las monedas que se estrellan contra Judas, quien no puede agarrarlas, como acosado por ellas, manifiestan, tanto la atracción de la gloria terrena como su insustancialidad. Las monedas brillan, pero son frías, duras; se oye el golpe del metal rebotando en las piedras del piso y desparramarse por el suelo. Cuando Judas se precipita a juntar las monedas, se hacen evidentes su ambición y su ansiedad. Pero también su inseguridad. Al ser rodeado por los guardias, Judas se detiene momentáneamente y los mira preocupado, es la imagen perfecta del remordimiento de conciencia. Comienza a sopesar el alcance de su acción. ¿Qué he hecho?

Pero ¿por qué extrañarse de esta explicación y encontrarla demasiado banal? ¿Acaso no ha sido siempre así en la historia y no lo es todavía hoy? El dinero, no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia; literalmente, «el ídolo de metal fundido» (cf. Éx 34,17). Y se entiende el porqué. ¿Quién es, objetivamente, si no subjetivamente (es decir en los hechos, no en las intenciones), el verdadero enemigo, el competidor de Dios, en este mundo? ¿Satanás? Pero ningún hombre decide servir, sin motivo, a Satanás. Quién lo hace, lo hace porque cree obtener de él algún poder o algún beneficio temporal. Jesús nos dice claramente quién es, en los hechos, el otro amo, al anti-Dios: «Nadie puede servir a dos amos: no podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). El dinero es el «Dios visible» [W. Shakespeare, Timón de Atenas, acto IV, esc. 3.], a diferencia del Dios verdadero que es invisible. Vea lo Lobos de Wall Street. No obtuvo nominación alguna.

En la mitología, el dios dinero era llamado Mammona; este ídolo es el anti-dios porque crea un universo espiritual alternativo, cambia el objeto a las virtudes teologales. La fe, la esperanza y la caridad ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se opera una siniestra inversión de todos los valores. «Todo es posible para el que cree», dice la Escritura (Mc 9,23); pero el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». Y, en un cierto nivel, todos los hechos parecen darle la razón, escribe Fr. Cantalamessa.

El apego al dinero es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Detrás de cada mal de nuestra sociedad está el dinero o, al menos, está también el dinero. Es el Moloch de bíblica memoria, al que se le inmolaban jóvenes y niñas (cf. Jer 32,35), o el dios Azteca, al que había que ofrecer diariamente un cierto número de corazones humanos. ¿Qué hay detrás del comercio de la droga que destruye tantas vidas humanas, detrás del fenómeno de la mafia y la corrupción política, del comercio de armas, e incluso —cosa que resulta horrible decir— a la venta de órganos humanos extirpados a niños? ¿Qué está de tras del narcotráfico, de la extorsión, el secuestro, la trata de personas, de la pornografía, la prostitución, de las gigantescas quiebras programadas globales, de las crisis financieras que sumen en la miseria a millones de seres humanos, de las economías dirigidas, de la esclavitud en el mundo obrero, de las manipulaciones sindicales, de la proliferación de sectas y religiones?, ¿no es debida en buena parte a la «detestable codicia de dinero», (S. F. de Asis), por parte de algunos pocos? Judas empezó sustrayendo algún dinero de la caja común. ¿No dice esto nada a algunos administradores del dinero público? (cf.ibid).

Lo que Jesús pensó de Judas. Con todo, hasta el final Jesús le tendió la mano de la amistad al que lo había traicionado. En el Huerto de los Olivos. Cuando Judas ve a Jesús y a los otros apóstoles su primera reacción es huir, según el filme de Gibson. Judas estaba obviamente avergonzado de él mismo ante sus amigos, ante los otros apóstoles que conocía muy bien. Pero los guardias obligan a Judas a seguir adelante con el plan.

Conforme se mueve hacia Jesús, vemos close ups de Juan y Pedro, , viendo a Judas con intensa sorpresa. En contraste, el rostro de Jesús es de bienvenida, cálido, y sincero hasta el fin. Su respuesta a la traición, cuando él dice tristemente: “Amigo, ¿a esto has venido?, es más una amorosa llamada al arrepentimiento que una punzante acusación. La película enfatiza la misericordia y el amor de Jesús en la siguiente escena: Jesús y Judas se encuentran otra vez, de una manera sorprendente, después del arresto. Judas está escondido en una cueva bajo un puente. Cuando Jesús es conducido a la ciudad, encadenado, los soldados lo arrojan del puente, y su cara herida y contorsionada se dirige a Judas que está temblando en la cueva. Incluso entonces, Jesús da, no un signo de condenación, no una indicación de coraje o resentimiento. Incluso ahí, él está abierto, invitando a Judas al arrepentimiento.

Pero nadie puede huir de la verdad; no se puede escapar de ella. Judas termina yendo precisamente al lugar donde él había estado cara a cara con Jesús. Jesús es la verdad. Cuando Jesús es arrojado por el puente y Judas lo ve, por un momento se ve cómo Judas trata de decir algo, como pidiendo perdón, tratando de explicarse. Su boca intenta decir unas palabras pero éstas no salen. Él se niega a admitir su error, se niega a aceptar la verdad. De esa manera, la oportunidad del arrepentimiento pasa, los soldados levantan a Jesús que colgaba puente abajo.

Después de esto, de repente, Judas ve un demonio, una criatura monstruosa, es una manifestación del remordimiento de su conciencia y el tormento del demonio que se vuelca sobre él. Él no puede ver de nuevo esa criatura monstruosa. Desaparece de repente. Desde este momento, el espectador sospecha que el demonio ya no se apartará de Judas. Él ha abandonado la libertad que brota de una vida en armonía con la verdad; la libertad lo ha abandonado. Está en poder del demonio.

El fin trágico de Judas. La siguiente vez que Judas aparece en escena es durante el juicio de Jesús ante los líderes judíos en Jerusalén; mirando de tras de la multitud. Judas se siente cada vez más perturbado por la suerte de Jesús. Cobijado por la oscuridad, busca al Sumo Sacerdote Caifás para devolverle las treinta monedas de sangre y exigir la libertad de Jesús. “He pecado entregando la sangre de un justo”; pero es la mitad del camino. Judas acepta su responsabilidad y se estanca. Judas pudo volver a Jesús en cualquier momento, pudo llorar su pecado y Jesús lo hubiere perdonado. Pero él no volvió.

Se trata de algo muy importante en relación con la libertad humana. Dios no quiere imponer su amor; Judas pudo haberse sentido orgulloso de aceptar sus faltas y el perdón que necesitaba. Dejarse amar, incluso cuando uno es indigno de ese amor, exige humildad. Mucha gente, como Judas, simplemente rehúsa dar este paso. «Tal es la tragedia real de Judas, no tanto haber traicionado a Cristo, cuanto no haber confiado en el perdón de Cristo».

La traición de Judas continua en la historia y el traicionado es siempre él, Jesús. Judas vendió al jefe, sus imitadores venden a Cristo en su cuerpo, que son los pobres, lo sepan o no. «Todo lo que hagáis con uno solo de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40). Pero la traición de Judas no continúa sólo en los casos clamorosos que he mencionado. Pensarlo sería cómodo para nosotros, pero no es así.

Se puede traicionar a Jesús también por otros géneros de recompensa que no sean los treinta denarios de plata. Traiciona a Cristo quien traiciona a su esposa o a su marido, quien traiciona la confianza y la amistad. Traiciona a Jesús el ministro de Dios infiel a su estado, o quien, en lugar de apacentar el rebaño que se la confiado se apacienta a sí mismo. Traiciona a Jesús todo el que traiciona su conciencia. Hay mucho de Judas en mí. “Si todos los judas nos ahorcáramos, nos faltarían árboles” (J.V. Indología). Judas tenía un atenuante que yo no tengo. Él no sabía quién era Jesús, lo consideraba sólo «un hombre justo»; no sabía que era el hijo de Dios, como lo sabemos nosotros.

El final. Las fuerzas del mal, guiadas por Satanás, atormentan a Judas impidiendo su arrepentimiento a través de una humilde y madura penitencia. El uso de unos niños demoníacos es otra forma, otra técnica de la película para manifestar la concepción del mal como algo bueno que se va a convertir en una terrible equivocación. Los niños connotan fidelidad, docilidad, inocencia; el giro demoníaco connota la pérdida de inocencia, de fidelidad y de docilidad, pérdida que Satán usa para llevar a Judas al borde de la desesperación. Cuando llega el momento de la decisión el demonio desaparece, los niños desaparecen, y Judas se queda solo, libre también, para dar el último paso en su frenética e inútil huida de la verdad, o bien, a su absoluta desconfianza en la misericordia de Dios. Lo único que él ve es el cadáver de un burro infestado de gusanos, sus dientes blancos brillan con el sol de la mañana, (es una alusión explícita al infierno, al que el N. T. se refiere como el lugar “del rechinar de dientes, y donde los gusanos no mueren”. (Mt. 13,50; Mc. 9.47). La visión empuja a Judas al final. Él comienza a sollozar y luego se aferra a la desesperación. Esta es una de las escenas más cautivantes de la película. Tal vez las escenas mejor logradas comparten las características de esta escena: hay escenas donde todo es comunicado mediante una mirada, una visión, se olvidan los diálogos y los conceptos abstractos y somos confrontados con la cruda experiencia humana. Cuando vemos que Judas comienza a sollozar luego de la toma sucesiva del rostro angustiado de Judas y la cabeza agusanada del burro, sabemos ya que Judas se ha alejado definitivamente de la esperanza.

Tomó muy poco tiempo presentar el drama exacto en esta escena. Al final, Luca Leonello (el autor que caracteriza a Judas) recibe la señal de mirar el cadáver agusanado del burro, con gusanos y moscas que llenan su nariz e imagina que la bestia agusanada ha tenido más suerte que él. Piensa que hubiera preferido ser aquél burro, antes que lo que es ahora. Solamente entonces el autor interpreta la escena. En la siguiente toma Judas comienza a gritar y las lágrimas comienzan a correr.

En su carrera frenética termina ahorcándose con la soga que tenía el burro muerto.