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El tiempo perdido

los santos lo lloran.

 

Llegamos al final de un año más. ¡Que rápido pasa el tiempo! O, más bien, la vida. Somos un año más viejos, tal parece ser la única verdad incontestable. Azorados sobrevivientes. El hombre experimenta el tiempo, es consciente del tiempo; siempre ha tratado de medirlo y ello es una forma de conciencia. Los astros o un reloj de precisión sirven lo mismo. El tiempo huye. Y, a determinada edad, parece que la velocidad de la fuga es mayor. Para los animales no existe el tiempo.

El tiempo como medida sólo es posible para el ser espiritual que lo experimenta como realidad “interior”. Los filósofos distinguen entre un tiempo exterior, físico, objetivo, vacío, y un tiempo interior, un tiempo personal. El punto de partida para alcanzar un concepto de tiempo no puede ser el tiempo físico, objetivo, el tiempo exterior. Mi reloj o mi calendario no me dice qué es el tiempo; lo que es el tiempo lo sé en mi conciencia; su valor, su trascendencia, su importancia sólo la mido con mi propia vida porque mi vida, lo más valioso que poseo y principio de mi realización, sólo es posible en el tiempo, al menos mientras no entre en la eternidad; mientras tanto, somos seres en el tiempo. Pero aún la eternidad sólo es inteligible en relación con el tiempo. La verdadera medida del tiempo es el hombre que experimenta su propia realización en el tiempo. Por ello, perder el tiempo es perder la vida, fragmentar la vida, hacerla pedazos.

El hombre, como criatura, como ser corporal y espiritual al mismo tiempo, se realiza en ese arco de tiempo que va desde su comienzo hasta su llegada a la consumación irrevocable e irrepetible de su ser. Entre su nacimiento y su defunción, el hombre puede realizar y realizarse. El tiempo, pues, es sólo la unidad de esos dos momentos, el comienzo y el final. En ese arco de “tiempo interior”, de conciencia de ser, el hombre pone en juego sus capacidades, sus talentos, sus recursos, en pocas palabras, pone en juego su libertad, decide y lucha, proyecta y organiza. Sabe, además, que “el tiempo interior” es limitado; el “tiempo exterior”, “objetivo”, puede continuar, pero para mí, “mi tiempo” se va agotando inexorablemente.   Una vez que el telón cae se termina cualquier posibilidad de acción. Lo hecho, hecho está, y lo que quedó sin realizarse, también queda ahí, inconcluso. ¡Qué importancia adquiere, desde esta perspectiva, el tiempo! No es extrañar, entonces, que los hombres que han dejado huella, que han hecho obra trascendente, hayan aprovechado el tiempo al máximo posible. JV., hombre de inmensa acción y producción, al final de su vida pedía perdón a Dios por tanto tiempo y talento perdidos.

El ser personal, hace posible que la existencia no sea una dispersión, una serie de momentos inconexos, desarticulados que se evaporan en el tiempo, sino que sea una unidad que se despliega en el tiempo; existe un “yo” que permanece y presta sentido y unidad a lo que llamamos tiempo; por ello, puedo hablar de “mi vida”, de “mi historia”. No se trata de una serie de estados sucesivos que vayan desapareciendo, sino que éstos tienen una conexión interna, una relación mutua que les presta unidad. Mi vida será, a la postre, el resultado final de mis decisiones tal como se hicieron en el tiempo que me fue dado. De tal manera, pues, que la duración de la existencia humana se halla caracterizada por la temporalidad interna, por “el tiempo interior”. Y cada existencia creada esta puesta de antemano bajo la ley de su comienzo y de su fin.

Pero al hablar en estos términos de valoración, no nos referimos sólo, ni principalmente, a un aprovechamiento del tiempo que nos rinda frutos materiales, más bien se trata de la persona; se trata de preguntarnos con valentía si después de tantos más cuantos años, de tanto mas cuanto tiempo transcurrido, somos mejor persona. No podemos valorar el tiempo solo por la adquisición de bienes materiales, sino principalmente, y diría yo, esencialmente, por la valoración en la calidad del ser. Al terminar este año viejo, ¿puedo decir que he sido mejor padre o madre de familia?, ¿mejor ciudadano?, ¿mejor sacerdote?   Esta es la pregunta decisiva. Si la respuesta fuera negativa, habríamos perdido el tiempo.

Decía más arriba que cada existencia creada está puesta de antemano bajo la ley de su comienzo y de su fin. Esta ley impone a nuestra vida un proceso. Hay cosas, arte-factos, que ahí quedan ya hechos, terminados. Son cosas.  Pero hay otras que se van haciendo en un proceso continuo. En concreto, la vida humana. No la vida biológica, sino la vida consciente y libre. El hombre tiene como tarea primordial hacerse, es responsable de sí mismo. La tarea es constante, y dura hasta el término de la vida. El hombre consciente y libre tiene que planear con tiempo, y realizar con fidelidad y tomar decisiones rápidas.  Esta es la principal fatiga y la principal gloria de ser hombre: ser artesano de su vida; “ártifex sui”. Y para lograrlo, tenemos un tiempo, ciertamente limitado, “Veo al final de mi rudo camino / que yo fui el arquitecto de mi propio destino”, dice el poeta.

San Agustín. Su experiencia existencial del tiempo fue decisiva en su vida: “Creía devorar el tiempo, pero el tiempo me devoraba a mí”. De ahí parte a una valoración en el ámbito de la filosofía y de la teología.  San Agustín fue el primero en abordar a profundidad la cuestión del tiempo. Y comienza en forma poco prometedora: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pregunta, no lo sé”. (Conf. XI, 14).  Parte Agustín de la valoración ontológica del tiempo según las tres fases en que se divide: presente, pasado y futuro.  Y descubre, que en sí mismo, el futuro todavía no es, mientras que el pasado ya voló y no existe más, de tal manera que pasado y futuro, en sí mismos, no poseen ninguna existencia. La poseen solamente gracias al presente que conserva el pasado y anticipa el futuro. Esto sucede gracias al hombre y a sus facultades cognoscitivas: la memoria que retiene el pasado, la previsión que anticipa el futuro y la intuición que atrapa el presente. Y llegamos a la misma conclusión: el tiempo no existe fuera del hombre, sino sólo en el hombre.  “Es en nuestra mente donde se encuentran, en algún modo, estos tres tiempos, mientras que en otra parte no los veo: el presente del pasado, es decir, la memoria, el presente del presente, la intuición, y el presente del futuro, es decir, la espera”. (Conf. XI, 20). Es, pues, en la mente humana donde el tiempo encuentra la razón de su medida. “Es en ti, oh alma, donde yo mido el tiempo. La impresión que las cosas dejan en ti, y que en ti quedan cuando ya pasaron eso es lo que yo mido, cuando mido el tiempo”. (ibid)

A ti se acoge, Señor, el tiempo en su caída.  Y es que el tiempo necesita, igualmente, de la redención para dejar de ser el círculo infernal del eterno retorno, del eternamente lo mismo, y convertirse en proceso ascendente hacia la plenitud. El tiempo queda redimido cuando la “Eternidad entre en el tiempo”, “Cuando el Único y Eterno Día entera en nuestro breve día”, cuando llega a su pléroma, (plenitud), mediante la Encarnación del Hijo de Dios; entonces se abre un camino y el tiempo se convierte en gracia, en posibilidad; en ascensión, en  oportunidad, gracia y posibilidad de un encuentro con el “Otro” que convencionalmente bien podemos llamar Dios, y de esta manera el tiempo es preludio de eternidad dichosa y adquiere valor infinito que no nos es lícito desperdiciar.  Por ello, el viejo refranero nuestro acuña la sentencia: el tiempo es oro; y más que oro, diría yo.  De ahí, “la dicha inicua de perder el tiempo”. Y “la sabia virtud de conocer el tiempo”.

Por ello, al llegar este final de año debemos hacer un balance: ¿cómo he aprovechado el tiempo? ¿He desperdiciado el tiempo?, ¡cuánto tiempo y cuántos dones desperdiciados!  Nada de extraño tiene que en este final de año pidamos perdón por el desperdicio del tiempo, por el mal uso de este don, pues cuando no lo empleamos para lo que debemos emplearlo, lo desperdiciamos.  ¡Feliz Año Nuevo!

+ Este 26 de diciembre he cumplido 21 años en El Diario; Gracias a mis lectores por sus comentarios, a la Dirección del periódico por esta oportunidad y a los amigos que me ayudan con sus sugerencias.

Tras una temporada de intenso trabajo agotador, es conveniente un descanso; si las musas no disponen otra cosa, nos leemos dentro de quince días.