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Hace más de dos mil años aconteció en nuestro mundo la más maravillosa intervención divina, penetrando y marcando nuestra historia en dos eras: un antes y un después. Lo más portentoso y extremo que pudiera experimentar el universo entero, ocurre. La infinitud se hace a sí misma limitante. La eternidad se hace temporal. Lo perfecto asume la condición de lo imperfecto. Es la locura del amor verdadero en su máxima expresión: total, infinito, extremo… en plena y excelsa acción. Es el Verbo divino que, en un hermosísimo y desquiciado designio de amor por su criatura, irrumpe en su historia.

Es el Verbo divino que, en su proyecto incomprensible de pasión por su creación más sublime, el ser humano, soporta sobre sí no sólo la experiencia de lo contingente, sino el mismo sufrimiento, la humillación, el dolor, y la muerte… y una muerte de cruz.  Acontecimiento que incita a millares de vidas a entregarse en testimonio -martirio- por una persona, por un mensaje, por un Dios. Es Jesús de Nazaret,

«El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús – toda rodilla se doble – en los cielos, en la tierra y en los abismos, – y toda lengua confiese – que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre» (Fil 2,6-11).

El Creador del universo asume la naturaleza humana para que el ser humano pueda ser partícipe de la naturaleza divina. El Todopoderoso se hace hijo del hombre para que el hombre pueda llegar a ser hijo de Dios. ¿Se puede decir algo más grande?

¡Feliz Navidad!