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¿Enfermedad o don de sí?

Lo que te cuides,

eso durarás

(mi abuela Delfina).

 

Muerte inesperada.

De forma intempestiva y fulminante hemos perdido a un hombre muy valioso, a un sacerdote querido cuya significación va más allá de las fronteras religiosas en cuanto que el trabajo realizado, a costo de vida, ha tenido un valor social de primer orden. La actividad del padre Carlos en la parroquia de Nuestra Señora de la Paz ha sido impresionante, no solo por el ambiente de oración que propició, sino por el impacto que tuvo en el ámbito juvenil, ámbito crucial de la sociedad. Miles de jóvenes han pasado por esa parroquia y han quedado marcados fuertemente por el signo del Evangelio y por la alegría del padre Carlos. Una alegría, no obstante, que escondía una salud quebrantada.

Pero la muerte, a nuestros ojos temprana, ha puesto fin a una vida preciosa. La palabra más elocuente sobre la persona y la vida del padre Carlos, a mi juicio, ha sido el llanto de cientos de jóvenes que velaron su cuerpo. No es frecuente ver llorar a los jóvenes por un motivo así. Al ver en sus rostros las lágrimas yo me conmoví profundamente y recordé las palabras dichas por los presentes ante la tumba de Lázaro: “mirad cuánto le amaban”. Recordé también a Don Quijote que dice a su escudero: “lloré yo, Sancho, que no suelo ser muy llorón”.

Si no se ha de caer en el cinismo, el sacerdocio no puede ser vivido más que con una fuerte dosis de dramatismo. El sacerdote sabe, o ha de saber, que la aurora de su vocación es al mismo tiempo el ocaso de su destino. Un destino que ha de cumplirse, muchas veces, en la incomprensión y en la soledad de la cruz; nunca se ha de olvidar que en última instancia somos discípulos y testigos de un condenado a muerte. En el sacerdote ha de cumplirse literalmente lo que D. Bonhoeffer escribía desde el campo de concentración: “cuando Cristo nos llama, nos llama a morir con él”. Después de Cristo es muy difícil ser original. Él mismo entendió su muerte como la prueba más grande del amor que se tiene a los amigos, la entendió como la condición imprescindible para que haya un verdadero fruto, para que existan la libertad y el amor, el fruto, a la manera del grano de trigo que cae en tierra que tiene que morir para ser fecundo. Pablo, que como nadie entendió la palabra de Cristo, podría escribir, de sí mismo y de todo discípulo: llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Cristo por todas partes. En nosotros actúa la muerte de Cristo para que en ustedes se manifieste la vida. También nosotros gemimos en nuestro interior aguardando la redención de nuestro cuerpo. El padre Carlos tensó al máximo su resistencia física. Y el corazón no resistió más.

Burn out.

Apenas el sábado anterior al tránsito del padre Carlos, recibí el último número de la revista que editan los jesuitas, en su Facultad de Teología, en Bruselas, una de las más prestigiosas del mundo en su género. Un artículo me llamó poderosamente la atención: «¿El burn out: une maladie du don?»; en el título, el autor, presenta el problema de si la entrega de sí mismo, el darse, puede convertirse en una enfermedad a grado de provocar el derrumbamiento de la persona. El burn out, para hablar breve e incompletamente, es el derrumbe, el agotamiento profesional de alguien sometido a una sobrecarga de trabajo y de tensión; la psicología, la sociología y la antropología la consideran una enfermedad que afecta a un porcentaje impresionante de la población occidental. Esta enfermedad ha sido objeto sostenido de las ciencias sociales durante los últimos 40 años (más de diez mil estudios le han sido consagrados), la materia se presta para consagrarle regularmente grandes semanarios y suscitar un interés, aún incipiente pero real, de las instituciones mismas. Esta enfermedad está detrás de muchos hombres y mujeres que tienen grandes responsabilidades y terminan destruidos física o psicológicamente. Si usted me dispensa el atrevimiento, yo traduciría burn out como estar “hecho birria”, destruido. ¿Quién no nos hemos sentido así, alguna vez? Esta enfermedad está directamente relacionada con quienes tienen que tratar con gente. Piense usted en la persona que tiene que responder unas 300 llamadas telefónicas al día para dar informes.

El autor dice que su intención es ofrecer una lectura inédita de esta enfermedad, interpretándola como una patología del amor-don; la aplica a la pastoral de los sacerdotes, que tal vez sea uno de los sectores más expuestos a esta enfermedad y uno de los más olvidados. Él dice que por lo menos en Francia, pero si así están en Francia, ¿cómo estaremos aquí?

Pero, la disyuntiva es verdaderamente inquietante: ¿hasta dónde ha de ser la entrega a los demás, de un hombre o una mujer, cuya vocación es el servicio? ¿Dónde están los límites? El sacerdote está condicionado poderosamente por las palabras y el ejemplo de Jesús: “yo no he venido a ser servido sino a servir y a dar mi vida por el rescate de todos”. El que quiera, que me siga y que tome la cruz. Y los santos, auténticos intérpretes del Evangelio, han encarnado, hasta sus últimas consecuencias, la consigna y el ejemplo de Jesús. Marcos nos trasmite la escena según la cual Jesús dice a sus discípulos: “vámonos a un lugar apartado a descansar un poco. Porque era tanta la gente que los buscaba que no le dejaban tiempo ni para comer”. Pero, ¿esto quiere decir que no debe reservarse un tiempo para el descanso personal? Y las instituciones ¿habrán tomado nota de esta enfermedad y de lo expuesto que están sus miembros a ella? El autor citado, Pascal Ide, reflexiona sobre esta enfermedad en una sociedad sobresaturada, estresada, en la que cabe preguntarse si ése don de sí, más que una donación de amor, puede degenerar en una enfermedad.

Desde el lunes en la tarde, ante el derrumbamiento del padre Carlos, me di prisa en leer este artículo. Y no he dejado de preguntarme, fijando los ojos en el Crucificado, si sería una simple coincidencia, o si Dios ha querido decirnos algo al respecto. En la misa exequial, el obispo se preguntó: ¿qué quiere decirnos Dios a través de este acontecimiento? Pregunta que requiere una respuesta válida. Para nadie es un secreto el trabajo que desempeñaba el padre Carlos. El simple manejo de una parroquia de esas dimensiones me llevaba a preguntarme sobre la forma de manejo, el tiempo y el esfuerzo que requería, la cantidad de gente que giraba en torno a él; los jóvenes que por su propia naturaleza son demandantes y enormemente participativos. Y sobre esto un trabajo de primer orden y responsabilidad en el ámbito diocesano. Y quienes trabajamos y atendemos personas, en la oficina o en la ventanilla, sabemos el desgaste que este tipo de trabajo significa.

El burn out puede dispararse tanto si se cumple la función como si no se cumple. En este caso dispara los sentimientos de frustración, de decaimiento, de abandono, de un sentimiento de despersonalización. Y si ese trabajo ha de hacerse, todavía peor, bajo presiones de todo tipo, un afán competitivo, por ejemplo, o agobiado por incomprensiones y rivalidades, envidias y sospechas; no es raro, entonces, que sobrevenga el derrumbe. Paradójicamente, en tales circunstancias, con el afán de demostrar lo contrario, buscando reconocimiento, se dispara la hiperactividad. Se desarrolla, entonces, un espíritu de competitividad a todas luces maligno.

La salud del padre Carlos, estaba minada; se manejó de una forma muy discreta. Y podríamos preguntarnos si esto no es también una falla organizacional. Una institución tiene que cuidar a sus miembros. Una institución sabe cuándo sus miembros requieren de un alivio, de una disminución en el ámbito de las responsabilidades, para bien, incluso, de la misma institución. Hemos perdido un miembro muy valioso para nuestra comunidad toda, católica y no católica. Tal vez de haber conocido estas grandes teorías socio-psicológicas y haberlas aplicado convenientemente podríamos tener todavía entre nosotros al padre Carlos. Pero todavía es tiempo. Y el primero que debe darse cuenta de esta situación es el propio implicado, y pedir ayuda. Bajo esta luz reconsidero la renuncia de B.XVI. ¡Qué ilustrativa! Sintiéndose agotado por los años y el peso de la responsabilidad, antes que la ola lo arrollara, decidió renunciar: «no tengan miedo; la iglesia no es mía, no es de ustedes. Es de Cristo», dijo unas horas antes de abandonar el Vaticano. Y mire los resultados.

El autor del citado artículo presenta 22 síntomas de esta enfermedad, entre otros: 1. Me siento vacío, nervioso en mi trabajo, 2. Al fin de un día de trabajo, me siento deshecho, 3. Me siento fatigado cuando me levanto en la mañana y debo afrontar un reto del día, 4. Trabajar todo el día con otras personas es para mí una fuente de tensión, 5. Me siento completamente tallado (en el sentido como la lejía talla la ropa) por mi trabajo, 6. Me levanto y voy al trabajo, pero a las nueve ya tengo sueño. Y así otros muchos. Todo se resume en tres grandes estados psicopatológicos: un agotamiento emocional, un sentimiento de despersonalización que perturba las relaciones y se concreta en críticas sistemáticas y amargas, y tercero, en una reducción de la realización personal. He aquí la enfermedad de nuestro tiempo. No es obviamente una enfermedad exclusiva de los sacerdotes; todos los que han de tratar con personas, desde el que está en la ventanilla, el médico, el político, el empresario, el director, el sacerdote.

Una vía de solución.

Para enfrentar el problema, él propone un don-amor (una entrega por amor al servicio de los demás), rimado por tres momentos: recepción, apropiación y donación. No podemos darnos hasta quedar vacíos. El autor cita un sermón de S. Bernardo de Claraval, con el ilustra su respuesta más amplia desde la piscología: “Un canal recibe el agua y la distribuye inmediatamente. Una vasija, por el contario, espera a estar llena y, solo entonces, comunica de su sobreabundancia sin hacerse daño. La caridad ha de abundar para si misma a fin de poder compartir con todos de su riqueza. Ella ha de guardar para sí misma lo que sea necesario (quantum sufficiat)». (Sermón sobre el Cantar).

Todos hemos visto un canal cuando se ha agotado el agua que había transportado; queda seco, lleno de cardos y basura. Muere. S. Bernardo aconseja que debemos, a la manera del cántaro, llenarnos de la caridad divina y, solo entonces, de esa abundancia que se desparrama, comunicar a los demás. Lo contrario es muy peligroso. San Bernardo (1090-1153), se adelantó algo a la psicología moderna; responde al problema del burn out. Error mortal es atacar este mal con medicamentos cada vez más agresivos. En un segundo artículo, el autor aplicará esta teoría a la pastoral de los sacerdotes que tal vez sea uno de los sectores más afectados por esta enfermedad, y sin embargo, uno de los más olvidados.

Ustedes son mis amigos.

Pasamos muy de prisa por la Palabra de Jesús. La noche última de vida en la tierra, en aquella cena de despedida, cuando dicta su testamento moral a los suyos, los invita a «permanecer en su amor». Esta es la norma básica, fundamental, imprescindible. Jesús no quiere trabajadores mal pagados, él quiere amigos que compartan con él en la alegría plena un trabajo difícil. «Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena». “La fuente de la alegría cristiana es la certeza de ser amados por Dios, amados personalmente por nuestro Creador”. (B. XVI).

 

Nadie tiene amor más grande por los amigos, les dice, que el que da la vida por ellos. Y la frase que sigue es desconcertante, raya en lo increíble: «Y ustedes son mis amigos»; amigos porque son los destinatarios de la revelación del amor incondicional e irreversible de Dios. Porque ahora saben que Dios los ama con un amor absoluto. Solamente en éste ámbito se puede asumir la aventura tremenda a la que nos invita Jesús: seguirlo hasta la cruz. Por eso concluye dictando la norma sin la cual es imposible pertenecer a su comunidad: «Ámense unos a otros». «Como yo los he amado, así ámense ustedes». Tal es el único y absoluto mandamiento de Jesús.

Y el amor no quiere más recompensa que el amor. Por su amor Dios no quiere otra cosa de nosotros que el nuestro. (von Balthasar). El amor no puede ser entendido como algo funcional, como medio o impulso para un fin humano, el amor de Dios es personal y absoluto. Por eso, el que no ama no conoce a Dios. Él no nos pide obras; en todo caso, un amor que actúa. Él no nos pide sino que nos dejemos amar. “En el atardecer de la vida, vamos a ser juzgados según el amor”, no qué tanto hemos hecho, sino cuánto hemos amado.

Entonces y solo entonces, evitaremos el intento peligroso del afán prometeico. No seremos víctimas del burn out, sino testigos radiantes de la esperanza y de la alegría que tanto necesita nuestro mundo.