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Domingo II de Pascua o Divina Misericordia.
Hch 5,12-16; Sal. 117; Ap 1,9-11.12-13.17-19;Jn. 20,19-31

 

 

Hch 5,12-16. El signo milagroso – El poder que Jesús tenía para vencer la muerte y todo mal ha sido transmitido realmente a los apóstoles. Era necesario convencer de ello a un público que todavía creía solo en la potencia de Dios. Pero la verdadera victoria sobre el mal no es solo el milagro: también es la presencia de una frescura que hace sonreír a un rostro contraído por el dolor, un gesto de amistad que conforta a un corazón entristecido, la voluntad de cambiar el propio ambiente y hacerlo mejor, un compromiso serio de la propia conversión. Todo esto vale más que un milagro para hacer evidente la presencia del resucitado en el mundo de hoy.

 

 Sal. 117; Ya envié un sencillo comentario al salmo 17. Esta en el sitio web de la parroquia: wwwJesusmaestro.tk.

 

Ap 1,9-11.12-13.17-19; El día del Señor – Juan, desterrado en Efeso, escribe a los cristianos perseguidos por la autoridad política. Un día se le aparece Cristo bajo la imagen del «Hijo del hombre» (es decir: el juez de los últimos tiempos), de sacerdote verdadero (la túnica larga hasta los pies), y de Rey (el rostro de oro). Él, lo ve sobre todo como Señor de la iglesia (en medio a los siete candelabros que representan las iglesias). Es el mismo Cristo, Señor, Rey, Sacerdote, Juez que nos encontramos todos los domingos en la lectura del Evangelio y en la celebración Eucarística.

 

Jn. 20,19-31. Saber mirar – Jesús resucitado se aparece a los discípulos y les da la paz y la alegría del Padre. Solo entonces comprenden el motivo y el valor de su muerte: de hecho, es de su costado herido y de sus manos traspasadas de donde les viene la paz del Espíritu. La insistencia con la que Juan habla de las manos y del costado de Cristo reclama la predicción profética que no se había realizado para los apóstoles bajo la cruz, a causa de su cobardía: «Verán a aquel al que traspasaron» (Jn.19,37). Es una mirada que cancela todo el pasado como el miedo, el dolor y la cobardía misma, y hace brotar el grito de la confianza total en el amor: «Señor mío y Dios mío».

 

(Para un comentario del pasaje de Tomás ver el envío de la semana pasada).

 

Este domingo, segundo de Pascua, la Palabra de Dios, en el Evangelio de Juan, nos propone tres temas de fundamental importancia: el tema de la paz, el tema de la Iglesia, y el tema de la duda.

 

Jesús resucitado da la paz a sus apóstoles. Con su victoria sobre la muerte ha traído la paz al mundo. Es difícil imaginarse la paz que Dios nos da. Dietrich Bonhoffer se fija en algunas imágenes: «Conocéis la paz de un niño adormecido, también la que experimenta un hombre en sí mismo cuando encuentra a la mujer amada; conocéis la paz que reposa en ciertos rostros maduros a la hora de la muerte; de la paz del sol vespertino, de la noche que lo cubre todo y de las estrellas perennes…» Pero todo ello, afirma este malogrado teólogo luterano, hay que tomarlo «como signo caduco, como símbolo pobre de lo que puede ser la paz de Dios».

 

También sabemos que nuestras agitaciones y ansiedades aumentan cuando vivimos en la inseguridad. Nos pasa cuando, en un vuelo, el aparato se tambalea y nosotros desconocemos si es normal que así sea, o ante una intervención médica en la que no sabemos qué puede suceder. Por eso en el mundo hay una turbación que no pocas veces se resuelve en la precipitación y también en el pecado. Los discípulos – nos dice el evangelio – estaban en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. La falta de paz también es paralizante. Si comparamos su situación con la que describe la primera lectura, vemos que todo ha cambiado. Ahora los encontramos en medio del pueblo. Y los fieles se reunían de común acuerdo en el pórtico de Salomón.  Son los no creyentes, quienes no se atrevían a juntárseles. Temían estar con ellos porque no conocían a Jesucristo resucitado.

 

La paz, pues, nace de la certeza de que Jesucristo vive para siempre. La paz es el saludo del resucitado, del Jesús vivo que es capaz de entrar a los ambientes cerrados por el miedo, los apóstoles están encerrados atrancados por miedo. El miedo paraliza. Donde existe el miedo no existe la paz. Esta idea tendría muchas cosas que decirnos en nuestra situación de Ciudad. Una Ciudad dominada por el miedo, en una parálisis casi total por la inseguridad, porque el miedo nos domina.

 

Una de las preguntas más angustiantes en este momento, en nuestro México, en nuestra propia Ciudad, es la pregunta sobre la paz. Cómo y dónde encontrarla. En esta búsqueda, a veces frenética, lo primero que perdemos es precisamente la paz. Buscamos la paz, pero nos olvidamos que la paz tiene que comenzar en nuestro corazón. La paz es el saludo pascual de Jesús que esta mañana nos dirige también a nosotros: «paz a vosotros».

 

La paz es simple y llanamente don del Resucitado. La paz no es el resultado de nuestros esfuerzos ni de nuestras estrategias; lo que nosotros hacemos, y lo hacemos muy bien, es la guerra. La paz por el contrario, es un don que tenemos que acoger, acogerlo primero en nuestro propio corazón, hacer de nuestras familias escuelas para la paz y de paz, y de ahí, lentamente, irradiarla a círculos cada vez más amplios.

 

La paz es simple y llanamente el don del Resucitado. En esa paz que él nos da está comprendida la gran reconciliación que abarca al mundo entero. Pablo dice que: “Dios nos ha reconciliado consigo mediante la sangre de la cruz, poniendo en paz todas las cosas, las del cielo y las de la tierra”. Nos dice también Pablo: “Él es nuestra paz”. (Col 1,20). Esto quiere decir que su muerte y su resurrección han operado un cambio radical en la vida del mundo. La paz del Resucitado es la realización del crucificado; es decir, que sólo ha sido posible por sus padecimientos y su muerte. Es la paz que brota del sacrificio de Jesús, de su compromiso en el más fatídico de todos los conflictos: el sin igual combate entre la vida y la muerte, como cantamos en la Secuencia. Este conflicto mortífero en grado sumo recibe, en la Biblia, el nombre de Pecado; con ello se indica la cerrazón aislante y segregadora del hombre tanto frente a su fundamento existencial, Dios, como frente a sus semejantes. Por ello, la victoria pascual de Cristo sobre el mundo que nos congrega, que congrega a la Iglesia, apunta desde su ser más íntimo a una superación del conflicto de los conflictos. Si el resucitado habla de paz, es que la reconciliación está con ello lograda activamente. (J. Blank).

 

De aquí deriva, queridos amigos, que la paz es primordialmente un don que tenemos que recibir del Cristo victorioso haciendo nuestro el sermón de la montaña en el que Gahandi inspiró su vida y su acción.

 

En la segunda lectura, san Juan nos describe al Señor en su gloria. Dice que vio una figura humana, que es Jesucristo con su humanidad, quien no ha abandonado a los hombres. Se presenta como aquel en manos de quien está el destino de toda la historia (Yo soy el primero y el último), y por tanto nada hemos de temer. También dice: Yo soy el que vive, señalando que la verdadera vida está en él, ya que tiene las llaves de la Muerte y del Infierno. Esa vida nueva se va a mostrar en la historia de la Iglesia, ya que él sigue presente en medio de nosotros. Así, en la primera lectura se nos describen los prodigios que realizaban los apóstoles, continuando la obra salvadora de Jesucristo.

 

Vemos, pues, que la paz verdadera hay que buscarla en Jesucristo. Como dice el salmo, él es la piedra angular, sin la cual nos tambaleamos y caemos. Por la fe en el Señor resucitado encontramos esa paz. San Juan nos señala que la revelación tuvo lugar un domingo, al igual que las apariciones a los discípulos. Oyó una voz y se volvió para ver quién hablaba. También a nosotros se nos invita a volvernos hacia el Señor para reconocerlo victorioso y experimentar la paz de su misericordia y su perdón.

 

Cuando uno mira el rostro de los santos y el mismo caminar de la Iglesia en la historia, reconoce que toda su fecundidad es posible por esa paz que vive en su interior. Nada hay que temer. Como hace el vidente de Patmos, se trata de escribir lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde. Todo está en manos del Señor, que nos invita a abandonar todos nuestros temores y a descansar en él, que perdona nuestras faltas y nos da las fuerzas necesarias para que nuestra vida alcance su plenitud.

 

Tips.

Tomás no interesa aquí como personaje histórico, sino como tipo de una determinada conducta, según lo atestigua el conjunto de la narración. Aquí hace el papel de antagonista, que pone en duda la resurrección de Jesús, y que al final, mediante su encuentro con el Resucitado, llega a la confesión de fe en el Señor viviente.

 

Tomás representa a los que necesitan pruebas materiales, científico-positivas para creer en Dios. En este pasaje apremia la pregunta de si la presente historia con sus distintos elementos no ha desempeñado un papel decisivo en el desarrollo de la conciencia moderna. Ahí está la duda, que más tarde se convertirá en la duda metódica; ahí late además el deseo de una comprobación empírica, científica, positiva. El veneno del racionalismo. ¿No aparece, por así decirlo, este Tomás, como el primer cartesiano antes de Descartes, como un hombre abiertamente moderno? Tomás encarna una determinada actitud fundamental junto con una precisa comprensión de la realidad; le preocupa el poseer una certeza palpable y efectiva del resucitado.

 

El desarrollo de la historia no sucede desde luego como a menudo suele expresarlo una exégesis distraída, pues, bien analizado, resulta que Tomás no recibe la seguridad palpable que él deseaba. Tomás nunca metió la mano en el costado de Jesús ni los dedos en los agujeros de los clavos.

 

En el fondo, en este relato, los que interesan son los destinatarios del Evangelio de Juan. Las últimas palabras de este evangelio son precisamente eso: un reproche a Tomás: «Tú has creído porque has visto»; y una alabanza a todos los discípulos de Jesús que habrían de venir en el futuro: «Bienaventurados los que no vieron, y han creído». En un sentido amplio, pertenecen a ese número de destinatarios, todos los cristianos de las generaciones subsiguientes que se encuentran en la misma situación. Para ellos vale, en conclusión, la bienaventuranza que constituye la cumbre del relato: «bienaventurados los que no vieron, y han creído».

 

UN MINUTO CON EL EVANGELIO

Marko I. Rupnik. Sj

 

Los textos pascuales hacen ver que Cristo, después de la resurrección, es reconocido precisamente por las heridas. Las heridas son el testimonio por excelencia del amor con el que él se ha entregado en nuestras manos; revelan que el sacrificio de uno mismo en el amor hace pasar de la muerte a la vida. Por eso, Cristo vuelve entre los discípulos a los que precisamente su amor ha unido en comunidad.

Tomás quiere ver las heridas, quiere meter el dedo en sus  llagas, no se fía de los hermanos. Él, desenganchado de algún modo de la comunión con los hermanos, quiere llegar a la certeza de Cristo resucitado, pero la obra de la redención de Cristo une de modo definitivo el amor y la fe. No se puede acceder a Cristo si no es junto a los hermanos. Se puede ver, pero no entender aún, mientras que quien ama conoce.