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Hch. 4,8-12; Sal. 117; 1Jn. 3,1-2; Jn. 10,11-18

 

 

Hech. 4,8-12. El poder del nombre de Jesús – A través de Pedro y los Apóstoles se prolongan las acciones y el destino de Jesús: los mismos milagros y las mismas acusaciones ante el tribunal, la misma liberación como obra del Padre. Es la prueba que Jesús está vivo y que los últimos tiempos han comenzado. Refiriéndose a la profecía de Joel (3,5), Pedro inaugura la predicación del nombre de Jesús: Creer en su nombre quiere decir creer que su victoria sobre la muerte y sobre el pecado continúan también hoy; ser bautizados en su nombre significa colaborar en la salvación ofrecida a todo hombre; pronunciar su nombre significa que él está siempre cerca de nosotros.

 

Sal. 117. Remito al II Domingo de Pascua.

 

1Jn. 3,1-2. Verdaderos hijos de Dios – Como la resurrección de Cristo no es una cosa evidente para todos, sino sólo para el que cree, así, la vida nueva del cristiano no es para todos una realidad concreta y tangible y aquellos que se niegan a creer en Cristo, se cierran también a la posibilidad de reconocer la vida de Dios presente en los creyentes. Sin embargo, mucho depende de nosotros: si verdaderamente vivimos como hijos de Dios, manifestemos el amor del Padre e invitemos a los otros a reconocerlo.

 

Jn. 10,11-18. El Buen Pastor – Lo que queda claro en esta lectura es el celo y la premura del pastor, y no la docilidad dudosa e inconsciente de las ovejas. Jesús no nos invita a renunciar a nosotros mismos o a practicar una ciega sumisión. Él es el Buen Pastor, en oposición a todos aquellos que se proclaman guías del Pueblo, líderes y capos, pero son simplemente actores en busca de su propio provecho. Esto es muy frecuente en el campo político, pero de ninguna manera los sacerdotes estamos exentos. Cristo no es un líder que manipula la multitud: propone a cada uno la amistad del Padre. Y no está de acuerdo con tantos de nosotros, que pretendemos hacer un rebaño cerrado y perfecto: él va a buscar la oveja perdida.

 

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Según el Libro de los Hechos el período de 40 días (Hc 1,3) que va de la Resurrección de Cristo a su Ascensión es capital en la formación de los Apóstoles. El Resucitado convive con sus discípulos para resarcirlos del trauma del viernes santo, enseñándoles a confrontar el Evangelio con el A.T.  De esta manera se ve la unidad del plan divino de salvación. A Dios nadie le frustra sus planes.  Por esta razón Lucas subraya que el Resucitado “les explica las escrituras y les abre el entendimiento para que las comprendan” (cf. Lc. 24,47).  Toda la sagrada escritura tiene su centro de gravedad en Cristo; decía San Agustín: “El Antiguo Testamento como promesa, el Nuevo como realización.” El libro de los Hechos, todo él, es una hermosa catequesis de esta verdad: en la iglesia continúa realizándose el proyecto de Dios que ha culminado en el Misterio Pascual de Cristo.

 

En la lectura de hoy, leemos el «signo» de la curación de un paralítico y la explicación que de él hace ante el Sanedrín el Apóstol Pedro.  La curación del paralítico tiene la función de «signo»: “con el poder de quién o en nombre de quién han curado a éste paralítico”, les preguntan las autoridades.  Quede bien claro para ustedes y para todo Israel que ha sido por obra de Jesús Mesías, el nazareno a quien ustedes crucificaron”, (Hc. 4,7ss), responden los apóstoles. De esta forma el milagro más allá de un hecho portentoso se convierte en un «signo». “Todos alababan a Dios por lo sucedido; ya que el hombre curado por el milagro tenía más de 40 años enfermo” (4,22). Los 40 años que los hijos de Israel pasaron en el desierto durante el Éxodo. Dios hace andar a ese pueblo que está prisionero en el desierto.

 

La curación del paralítico no es solamente un hecho histórico que se impone a la observación de todos, sino, al mismo tiempo, es un hecho religiosamente significativo bajo un triple aspecto: “teológico, cristológico y soteriológico”. La curación del enfermo es signo de una intervención de Dios en la historia que los miembros del Sanedrín no pueden negar y el pueblo reconoce expresamente. (cf. 4,22). Dios actúa en la historia por medio del Nombre de Jesús. Como Dios ha levantado a Jesús de entre los muertos, así, por medio del Nombre de Jesús ha levantado al paralítico y le ha permitido caminar. (3,7). La curación del paralítico es por lo tanto signo de la glorificación de Cristo resucitado (3,15). La curación, en fin, es signo de la salvación radical que Cristo resucitado ofrece a todos los hombres mediante el perdón de los pecados.  El autor de Hechos, fiel a la tradición sinóptica, atribuye a los milagros el valor simbólico que les es propio, les atribuye una función simbólica e ilustrativa, es decir, de la salvación eterna. Así como levanta a los muertos y cura a los enfermos físicamente, de la misma manera nos libra del pecado que es la fuente de todo mal, de toda esclavitud y de la muerte misma.  En la homilía podemos muy bien desarrollar este tema y subrayar que es en la iglesia, en la liturgia, en los sacramentos, donde Cristo continúa realizando su poder salvador. También sigue curando nuestras enfermedades físicas.

 

Salmo 117. Respecto al salmo hace ocho días, mandaba una pequeña explicación; también para el Domingo de Resurrección y la Octava de Pascua, les compartí dos sermones de nuestro padre Agustín sobre el salmo 117.

 

La segunda lectura es una joya del N.T.  Una nota de estupor, de admiración, de asombro ante algo inusitado e inmenso, ante algo que nos es completamente ajeno e inesperado, como si se tratase de algo que no pertenece a este mundo y viene de otra parte: ídete, es el imperativo admirativo griego, fíjense, noten, en el lenguaje coloquial diríamos: chequen el dato.  ¿Qué es lo que debemos admirar y notar? La magnitud del amor que nos ha dado el Padre, un amor tan grande que nos ha hecho hijos suyos.  Es tan extraño este amor que el mundo no lo conoce porque no ha conocido a Jesús, revelación de ese amor.  Ese amor se concretiza en la adopción filial; vivir esta realidad, hacerla que impregne nuestra vida en toda circunstancia, que se convierta en el leit motiv de nuestra vida, es la vida cristiana. Dios nos ha amado para que nosotros lo amemos, comenta S. Agustín.

 

Jn. 10, el Buen Pastor.

Ahora venimos al texto evangélico de hoy. Se trata del capítulo 10 de San Juan. Este capítulo presenta una característica muy peculiar; existe en él una “revoltura”, un desorden, como si algún copista, en un momento dado, y por motivos desconocidos, hubiera alterado el orden lógico del capítulo. Esto ha obligado a los biblistas, como a J. Blank, a presentar el posible orden original del capítulo. Sólo entonces se da uno cuenta que el capítulo es una polémica intensa de Jesús con el judaísmo respecto a la naturaleza del Mesías. Mientras los judíos esperan un mesías poderoso, Juan presenta a un mesías pastor, es decir, un mesías que está al servicio de su rebaño por el cual ha de dar la vida.

 

Se trata de un discurso polémico de revelación. Su tema principal lo forman sus afirmaciones «Yo soy», «la puerta», «Yo soy el Buen Pastor». Ambas afirmaciones expresan algo definitivo, una cumbre real, a saber: la exclusividad de la revelación y de la mesianidad de Jesús.  Con la imagen de El buen Pastor, se perfila la idea peculiar que Juan y su círculo tienen del Mesías. En esa imagen se manifiestan el modo y el origen de la mesianidad de Jesús tal como la entiende Juan frente a las concepciones del mesianismo judío. Las diferentes afirmaciones de estos textos, que apuntan a la muerte y resurrección de Jesús, y que tienen nexos con los discursos de despedida explican el carácter kerigmático de esta sección. En pocas palabras, mediante la imagen de El Buen Pastor, que vela, que cuida, que va adelante, que conoce y al que conocen, y que está dispuesto a dar la vida por sus ovejas, que ha venido para tengan vida abundante, se expresa lo que Jesús es para su comunidad, para cada uno de nosotros y para la humanidad entera.

 

Si se lee todo el capítulo bajo esta óptica se verá que no se trata de una imagen idílica, bucólica, al estilo de la literatura clásica española, sino de la expresión de un compromiso hasta las últimas consecuencias. Cierto, para nosotros, flores de pavimento, para la gran parte de la población que jamás ha visto una oveja,  el desconocimiento de la técnica del pastoreo, es muy difícil comprender esta imagen. Necesitamos traducirla a la gente. Hay entre nosotros un movimiento catequístico llamado El Buen Pastor, pero los niños (¿las catequistas?), no conocen las borreguitas, no saben qué es un rebaño, un pastor, un redil, la puerta del redil, los verdes pastos abundantes y el agua fresca. Entre los jóvenes de confirmaciones, están los que se llaman «pastorcitos». No entienden el hecho maravilloso de que las ovejas conozcan a su pastor, oigan su voz y los sigan ni que el pastor las conozca a cada una de ellas, y las llame por su nombre.

 

Entre nosotros es más común la ganadería mayor cuyo cuidado, atención y seguimiento es muy diferente al pastoreo de ovejas. Así, por ejemplo, tratándose de ovejas, el pastor va delante de ellas y lleva en sus manos un bastón cuya función es alejar las alimañas, generalmente víboras que pueden morder y matar a las ovejas. Las ovejas no son arriadas, siguen a su pastor y lo conocen y conocen su voz y no siguen la voz de otros pastores. Esto es literalmente cierto. En el Quijote se nos narran escenas de pastores; éstos, de noche o de día, solían juntarse para pasar momentos juntos, platicar, comer buenos requesones y vaciar algunas botas de vino. Mientras tanto, los rebaños de los distintos pastores pastaban juntos y en paz. Al momento de despedirse y tomar cada uno de los pastores su propio camino, las ovejas solas se iban con sus respectivos pastores, conocían su voz, «el silbo amoroso» del que habla San Juan de la Cruz. Juntas, pero no revueltas.

 

Otra de las características del pastoreo es la convivencia del pastor con su rebaño. Las ovejas son muy vulnerables y fácilmente se acobardan ante el peligro de un lobo, de un coyote o simple perro, se acalambran y se echan y ahí pueden ser devoradas, además tienen otra característica, suelen amontonarse apretadamente lo que lleva a las que están más en el centro a morir asfixiadas. En este caso, el pastor que convive con ellas tiene que meterse por entre ellas e irlas separando para evitar que algunas de ellas mueras aplastadas. Eso y mucho más están detrás de la imagen de El buen pastor que para los oyentes de Juan y Jesús era algo perfectamente inteligible. Simplemente venía su mente toda la tradición bíblica: cuidará a las débiles y recién paridas y tomará en sus brazos a los corderillos, al fin y al cabo, él es nuestro pastor y nosotros ovejas de su rebaño.

 

A nosotros nos toca hoy aplicar el cuidado, la presencia, el conocimiento, el compromiso, el amor, el cuidado solícito del pastor, por sus ovejas.  El discurso de El buen Pastor, esta metáfora prolongada, adquiere toda su densidad si leemos 10,11-15. 16-18. 27-30; si unimos este fragmento para leerlo cobra sentido todo el capítulo. Ahí Cristo se presenta como El Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, en contraste con el asalariado, el que no es dueño de las ovejas que apenas ve el peligro y las abandona y sale huyendo porque al asalariado las ovejas lo tiene sin cuidado. Yo soy el Buen Pastor, yo conozco mis ovejas y mis ovejas me conocen. Como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre; yo doy la vida por las ovejas.

 

Pero no termina aquí el trabajo del pastor. Hay ovejas que no están en este redil y es necesario buscarlas; no puede haber más que un solo rebaño bajo la guía del único pastor. «Por eso el Padre me ama: porque yo doy mi vida para volver a tomarla» y porque saben del amor y entienden del amor y el amor es el lenguaje obligado, las ovejas conocen la voz de su pastor. En una sociedad tan plural y relativista, ¿cuál es nuestra preocupación por la unidad del rebaño? Se nos informa que miles y miles de “católicos” abandonan la iglesia, rebaño de Jesús, ¿cómo es posible esto?, ¿qué hacemos al respecto?, ¿cuál es nuestra responsabilidad? También hay muchas ovejas descarriadas, perdidas, siguiendo cada uno su propio camino. El apóstol Pedro escribe: «Porque en sus llagas, (del buen Pastor) han sido curados, porque ustedes eran como ovejas descarriadas, pero ahora han vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas». La palabra que aquí se traduce por «guardián», en griego se usa «epískopos.

 

Todo esto nos ofrece materia no solo de predicación sino de una reflexión seria sobre nuestro propio pastoreo.  ¿Somos esos pastores de los que habla este capítulo?  A partir del domingo XXIV al Viernes XXV, en el Oficio de Lectura, leemos, caso único en el oficio, por buenas dos semanas, el excitante sermón de San Agustín sobre los pastores. Con provecho podríamos volver sobre él.

 

El oficio del pastoreo está profundamente arraigado en la cultura mediterránea hasta convertirse en metáfora de la vida. La metáfora de El Buen pastor, esta bella y seductora imagen, tal vez como ninguna otra, atraviesa toda la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, nos presenta al Cordero inmolado y Pastor de nuestras almas. ¡Altísimo Señor! / que supisteis juntar / a un tiempo en el altar / ser Cordero y Pastor.

 

En este capítulo encontramos la frase que resumen todo el evangelio: Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia. (10,10)

 

Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

 

Cristo no es pastor, él es el buen Pastor; considera que las ovejas son más valiosas que su propia vida. Se ofrece, da su vida por las ovejas. Con este gesto, Cristo se convierte en un criterio de discernimiento infalible, su entrega se convierte en la medida de todo pastor. La Iglesia es el pueblo de Dios que camina en la luz, en la seguridad de la vida, porque tiene al buen Pastor que, para custodiar a los suyos, ofrece constantemente su vida. Hubo y habrá profetas, maestros y predicadores de todo tipo que hablen con palabras dulces que se escuchan con gusto y que parecen encajar en el oído, pero que quedan desenmascaradas en el momento de la Pascua: la enseñanza que no es testimoniada con la Pascua es un discurso de impostores. La Iglesia es la única realidad que constantemente participa en esta historia sagrada de la Pascua; por eso tiene palabras de buen Pastor para todo hombre.