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IX DOMINGO ORDINARIO C.

1Re 8,41-43; Sal. 116; Ga 1,1-2.6-20; Lc. 7,1-10

 

Retomamos la lectura del evangelio de Lucas, el evangelio de la misericordia. En diciembre pasado compartí con ustedes una perspectiva de este evangelio desde “la misericordia”. El lema, lo sabemos, del Año de la Misericordia son las palabras de Lucas: «Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso» (Lc. 6,36); estas palabras están en el contexto del «discurso de la llanura»; Lucas prefiere hablar de misericordia que de “perfección”, como lo hace Mateo. Cierto, la única perfección evangélica es el amor. En esta línea podremos leer a lo largo del año, con el favor de Dios, el evangelio de Lucas.

 

1Re 8,41-43 – El principio de comunión – Las súplicas expresadas por Salomón respecto al templo, deben ser también actitudes de la asamblea cristiana, que es el nuevo templo de Dios. Gozar de privilegios y decidirse a compartirlos; saberse escuchados por Dios y desear que escuche también a los demás; admitir que el extranjero, que el migrante que ora junto a nosotros presente a Dios necesidades diversas a las nuestras, quitar el tabú y las leyes de la segregación, a fin de que todos se sientan como en su casa delante de Dios, porque él es el Dios de todos, que hace bajar la lluvia sobre los justos y los injustos.

 

Sal. 116 – Salmo minúsculo, con todas las piezas típicas: introducción de carácter universal en el primer verso; motivo de alabanza en el segundo. En consonancia con el tema de este domingo, el salmo puede ser leído como la expresión de la voluntad salvífico-universal de Dios.

 

Ga 1,1-2.6-20 – El evangelio de Pablo – Pablo se presenta como el mensajero de Jesús. Él no predica un evangelio “sobre pedido”, sino que anuncia a Dios que trabaja en el mundo, mediante su Hijo. El encuentro con Dios pasa necesariamente a través de la fe en Jesús, no a través de las prácticas rituales ni la observancia de mandamientos, aunque hubiesen sido transmitidos por ángeles. Pablo es el defensor de la libertad del hombre en búsqueda, y repudia las prácticas tranquilizantes y estandarizadas. El Vat. II ha citado este evangelio, cuando a invitado a superar las deformaciones ritualistas de la liturgia, el legalismo de la moral, el absolutismo de la autoridad, la esclerosis de las fórmulas fijas.

 

 Lc. 7,1-10 – La audacia de la fe – En toda misa, antes de la comunión, repetimos la confesión del centurión romano, la confesión de un pagano. Cuando él la expresa por primera vez, Jesús descubre en ella una fe que no ha encontrado en ninguna otra parte. El centurión es bastante audaz en el considerar a Jesús a la manera de un general celestial que puede mandar a sus ángeles, igual que él da órdenes a sus soldados. Es la primera vez que un hombre intuye la personalidad divina de Jesús. Y es por esto, sin duda, que el centurión puede prescindir de los ritos de curación propios de la época, judíos o paganos, para no confiar en otra realidad que no sea la palabra de Dios, eficaz y transformadora.

 

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La solemne oración de Salomón para la consagración del templo de Jerusalén (1Re. 8) es uno de los más altos intentos de la teología del A.T. para ilustrar el tema del templo y de la presencia de Dios en las coordenadas espacio-temporales.   El Infinito no puede ser, ciertamente, reducido a la prisión de un espacio finito, el templo queda sólo como «la tienda del encuentro» donde las dos libertades, la infinita y perfecta de Dios y la limitada y frágil del hombre deciden entablar un diálogo. Ahora bien, esta súplica solemne contiene un septenario de casos en los que se ejemplifica el diálogo entre Dios y el hombre.

 

Entre estos casos está colocado, probablemente la época post excílica, el fragmento de la primera lectura de hoy cuyo tema esta límpidamente expresado en la frase esencial: «El extranjero, si viene a orar en este templo, tú, oh! Señor, escúchalo».  Se abre, así, el horizonte de la entera liturgia de la palabra de este domingo. La humanidad entera, sin distinciones raciales o culturales, es invitada a acceder a la comunión con Dios.  Es este uno de los motivos ampliamente presentes en el A.T. no obstante la impresión contraria que se puede descubrir a primera vista. Bastaría leer el delicioso librito de Jonás o meditar algunos textos de Isaías y Ezequiel o todavía más recordar la promesa hecha a Abraham: “En ti serán benditas todas las naciones de la tierra”. (Ge. 22,18). Y ni qué decir del III Isaías: «También de entre las naciones yo, el Señor, tomaré sacerdotes y levitas». (66,21).

 

Resulta obvio que este horizonte, liberado de la escoria nacionalista, llega a ser por medio de Jesús el horizonte normal y Lucas está particularmente atento para señalar el universalismo de la salvación aunque sea a causa de sus destinatarios de su obra, – Lc. y Hch. -,   tal vez los romanos, a quienes dedica su obra.  La figura del pagano se convierte, incluso, en un emblema de la libre y gozosa aceptación del Reino (el Centurión al pie de la cruz, el Centurión Cornelio, el Samaritano que usa de misericordia con su prójimo). Es el caso del Centurión de Cafarnaúm cuya fe innata y total domina completamente la perícopa evangélica: «Yo os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande». (7,9) Èl es el que se confía totalmente a la palabra de Cristo, a su eficacia bien diversa de aquella de las palabras aun cuando sean autorizadas como la de los oficiales de la religión. No busca pruebas, ni signos confortantes, ni promesas, ni premisas, él se abandona a la bondad y al amor de Cristo.  Y precisamente por ello, es que éste acto no solo obtiene el don deseado sino, más aun, la inserción en el verdadero pueblo de Dios. Ahora la inscripción en el Reino no sucede bajo la base de registros raciales, como había querido en el post exilio Esdras, ni sobre la base de tradiciones y prácticas religiosas habituales. (cf. Lc.13,26-27) La fe es el canal único e indispensable para la comunión con Cristo y con el Padre y la fe pasa sólo a través y en los confines de los corazones.

 

Solo en dos ocasiones en el evangelio se dice que Jesús se ha maravillado, y en ambos casos, su admiración se refiere a una actitud conectada con la fe. En Nazaret, entre sus paisanos, Jesús no ha podido realizar ningún milagro, «y estaba asombrado (admirado) de su incredulidad» (Mc. 6,6). Ahora, en Cafarnaúm, admira la fe fuera de lo común de un centurión: «ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande». Es necesario analizar bien el diálogo de los personajes.

 

Este tema es central a la carta a los Gálatas cuya lectura litúrgica iniciamos hoy. Es muy discutido el origen, la fecha, los destinatarios, sin embargo, esta carta es el primer esbozo del mensaje fundamental paulino que tendrá su grandioso desarrollo en la monumental carta a los Romanos. A la comunidad de Galacia, probablemente la parte septentrional de la Asia Menor, Pablo le advierte el riesgo que corren, el «de pasar de un evangelio a otro» (6,1). (este punto es un gran motivo para nuestra homilía). De hecho, los judeo-cristianos con su actitud integrista amenazaban con encerrar el cristianismo entero en los confines estrechos de una secta judía despojándolo de todo su contenido universalista, espiritual y liberador. Toda esta carta se trasformará, entonces, como ya se echa de ver en el primer párrafo de apertura que leemos hoy, en un «canto al evangelio» de Cristo, verdadera fuente de salvación, en un canto a la fe, verdadera raíz de nuestra salvación. El evangelio recibido y proclamado es, al mismo tiempo,  la base de la seguridad y la confianza del Apóstol y de todos los apóstoles posteriores.

 

El criterio de fuerza de todo anunciador está en el contendido cristológico y en la gracia del evangelio, «la persona del apóstol aparece aquí completamente subordinada y de ahí deriva su legitimidad. El apóstol nunca va por cuenta propia ni apoyado en sus propias fuerzas y recursos. En otras palabras, no es el apóstol el que acredita el evangelio, sino a la inversa. Por lo demás, Pablo está segurísimo de su predicación porque tiene la certeza de fe que Cristo constituye la única y última posibilidad de la salvación de los hombres. ¿No será esto lo que nos está faltando a los evangelizadores de hoy y que queremos suplirla con técnicas, con pastorales, con proyectos y reuniones, pero sin la fe, sin la conciencia de que es el evangelio por sí mismo, aceptado y vivido en la fe, a la manera del grano sembrado que germina por sí solo, sin que el agricultor sepa cómo, (cf. Mc.4, 26-29) lo que causa la salvación del mundo?». (Gianfranco Ravasi).

 

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“Es posible que infravaloremos la gracia de Cristo que opera en la iglesia, pero puede también dominar en nosotros la convicción de ser los elegidos, la certeza de que aquellos que están en la iglesia son también los hijos del reino. Por esto Jesús nos amonesta: «Sed hombres que reconocen sin prejuicios de parte, la verdad, el bien, la honestidad, la grandeza, la fidelidad, el valor donde quiera que se encuentren. No seáis parciales. Donde haya luz, debéis verla. Donde quiera se puede ser luz, sin que esto perjudique la verdad de la iglesia».

 

La fe nos enseña que la gracia de Dios no se limita a la iglesia visible, sino que recorre todos los caminos del mundo, y puede encontrar donde quiera corazones en los que realiza la salvación sobrenatural. Nosotros, católicos, por lo tanto, no tenemos absolutamente el derecho de pensar, por el hecho de que somos hijos de la iglesia, que la gracia y la caridad divina se encuentren únicamente en nuestros corazones. Por el contrario, debemos saber aceptar oír que nos dicen que los hijos del reino pueden estar entre aquellos que son rechazados, mientras otros, que provienen de  los lugares más diversos, y que aparentemente no estaban llamados, serán los elegidos.

 

Debemos sentirnos doblemente impulsados a la humildad por la gracia de pertenecer a la iglesia. Por un lado, porque debemos decirnos: no somos completamente como deberíamos de ser si esta gracia viviera y actuara verdaderamente en nosotros. Por otro, porque la pertenencia a la iglesia no nos garantiza la elección. Por lo tanto, la gracia que hemos recibido sea más bien para nosotros un motivo de humildad, de modo que, a través de lo que nos ha sido dado, demos verdadero fruto para la vida eterna”.

(Karl Rahner. Predicaciones bíblicas).