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asuncion de la virgen

                  Introducción

 

¿Cómo ha terminado la vida de María? La historia no nos da ningún elemento sobre este particular. Es por otro camino -camino no histórico, sino dogmático, resultado de muchos siglos de meditación y oración, contemplación y profundización del misterio cristiano- como la Iglesia fue convenciéndose más y más de la verdad que Pío XII definió como el dogma de la Asunción. La definición de fe se reduce a estos términos precisos.

“Al término de su vida terrena, la Inmaculada, madre de Dios, María siempre Virgen ha sido llevada, en cuerpo y alma, a la gloria celeste.” (Constitución Munificentissimus Deus. 1 de noviembre, 1950).

El dogma

Esta verdad declarada dogmáticamente por el Papa Pío XII define formalmente la presencia actual de María, con Cristo resucitado, en la comunión de gloria. Nada más. El Santo Padre define, tras larguísima, multisecular reflexión teológica de la Iglesia, que la Madre glorificada participa ya de la vida de su Hijo glorificado. En última instancia –y de esto me ocupo más adelante- no es más que la realización, en María, de la verdad paulina según la cual “si vivimos con Él y sufrimos con Él, reinaremos juntamente con Él”.(cf. Rom. 6,5.8; 2Tim. 2,11a.). En efecto, nadie estuvo tan íntimamente unido a Cristo, Hijo suyo, como lo estuvo ella, desde el momento en que, por el anuncio del ángel y su aceptación gozosa, lo recibió en su seno, hasta el pie mismo de la cruz “mientras el Hijo colgaba”, y donde Él la entregó como Madre de la nueva humanidad, nacida del misterio de la redención. Él, el nuevo Adán; ella, la nueva Eva, si hubiéramos de alargar la comparación tan querida  para Pablo.

¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? Intencionalmente, la definición no responde a ninguna de estas preguntas. No precisa ni siquiera si María murió, como se dice ordinariamente, o si no murió. Con toda sabiduría, el Papa Pío XII ha juzgado que este hecho verosímil no pertenece en modo cierto a la Revelación. La definición ha renunciado, igualmente, a las representaciones apócrifas e iconográficas corrientes. No ha cedido ni al mito ni a la anécdota. Se mantiene, por el contrario, en el ámbito de la Revelación interpretada por el Magisterio de la Iglesia y ateniéndose a la doctrina segura de los  doctores y teólogos de la Iglesia.

Es igualmente importante notar, en el fragmento de la definición citado más arriba, los elementos mariológicos a los que el Papa hace alusión; se refiere, en efecto, a la Inmaculada, a la Maternidad divina y a la virginidad perpetua de María. A estos dogmas marianos, antiguos y tradicionales en el cristianismo, el Papa añade “la perla a la corona de la Virgen”: Asunta al cielo. Así tenemos los cuatro dogmas marianos de nuestra Iglesia.

Es muy importante, igualmente, fijarnos en la expresión “Asunción”. Este término proviene del verbo “asumir”. Si usted toma su diccionario y busca la palabra “asunción”, se va a dar cuenta que significa la “acción de asumir”; y, “asumir” significa “tomar para sí” (por ejemplo, decimos: “asumir una responsabilidad.”). De tal manera, pues, que con la palabra “asunción” estamos diciendo que Dios ha tomado plenamente consigo, ha asumido, ha reunido, ha agregado a la gloria que como Hijo le pertenece,  a la bienaventurada Virgen María. Superamos, de esta forma, una cierta concepción espacial según la cual “María fue llevada de abajo hacia arriba”, representación, por lo demás, legítima, en cuanto que tenemos que expresar con nuestro lenguaje tomado de la  experiencia las realidades trascendentes para las que no tenemos, después de todo, las palabras precisas. Podríamos decir, entonces, que Dios ha tomado consigo a María, como resultado final de la participación “de la mujer bendita entre todas las mujeres” en el misterio de la redención humana. En ella se ha cumplido, pues, la feliz esperanza que la Iglesia aguarda todavía: “Estaremos siempre con el Señor.” (Cf. 1Tes. 4, 17). La Asunción no es, pues, el final de un camino, sino el cumplimiento de una promesa.

La Liturgia

Pero, ¿qué significa esto para nosotros? ¿Cómo lee la Liturgia este dogma? La Liturgia es celebración del misterio cristiano, pero también es pedagogía, es enseñanza; la Liturgia se convierte en el sitz im leben,  es decir, en el contexto, en el ambiente vital, donde celebramos y actualizamos los misterios de nuestra fe.

Con cuánta razón el Papa Paulo VI ha escrito, en la Exhortación Apostólica «Marialis Cultus» («El Culto Mariano». 2 de febrero, 1974), lo siguiente: “La reforma de la liturgia romana presuponía una atenta revisión del Calendario General. Éste, ordenado a poner en su debido relieve la celebración de la obra de la salvación en días determinados, distribuyendo a lo largo del ciclo anual todo el misterio de Cristo, desde la encarnación hasta la espera de su venida gloriosa, ha permitido incluir, de manera más orgánica y con más estrecha cohesión, la memoria de la Madre dentro del ciclo anual de los misterios del Hijo.” (n. 2). Y respecto a la Solemnidad de la Asunción, dice el Papa Paulo VI: “La Solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al cielo: fiesta de su destino de plenitud y de bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y a la humanidad la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final; pues dicha glorificación plena es el destino de aquellos que Cristo ha hecho hermanos teniendo «en común con ellos la carne y la sangre» (Heb. 2, 14; Gal. 4, 4).” (M.C. n. 6).

En efecto, los dogmas no son verdades frías, abstractas, simples imposiciones que nada tengan que aportar a la realidad, no pocas veces dolorosa, de nuestra existencia; los dogmas, al referirse a las verdades de nuestra fe, son, por ello mismo, verdades que iluminan nuestra peregrinación de fe, verdades que contienen el mensaje consolador de nuestra fe. Por eso son bellas las palabras citadas de Paulo VI. Y no de otra manera se expresa la Liturgia de la fiesta de la Asunción.

Para empezar, tiene la categoría de Solemnidad, de una fiesta de primera clase que posee, incluso, “Misa Vespertina de la Vigilia”. En la Oración Colecta de la Misa del Día, el dogma se convierte en anhelo y expresa nuestra esperanza: “Dios todopoderoso y eterno, que has elevado en cuerpo y alma a los cielos a la Inmaculada Virgen María […], concédenos, te rogamos, que aspirando siempre a las realidades divinas, lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el cielo.” Esto constituye el núcleo de la esperanza cristiana: la esperanza de participar de la gloria de Cristo resucitado. “Cuando resuene la trompeta final, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados; porque este cuerpo corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad. Entonces, cuando esto corruptible se vista de incorrupción y esto mortal de inmortalidad, se cumplirá lo que está escrito: «se aniquiló la muerte para siempre».” (1Cor. 15, 52-54). En María, en quien el pecado no tuvo dominio un solo instante de su existencia, esta esperanza está plenamente cumplida, y se convierte para nosotros en motivo de esperanza cierta de llegar un día a la plenitud a la que ella, madre nuestra, ha llegado ya. María se convierte, pues, en signo y profecía de la Iglesia. De ahí brota la actitud que Pablo tanto recomienda a los cristianos: “Por lo tanto, si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; estad centrados en las cosas de arriba, no en las de la tierra […]” (Col. 3, 1-2).  El motivo inspirador más profundo para animarnos en una vida centrada en la esperanza de participar de la misma vida de Cristo glorioso, es contemplar a María, hermana nuestra, compañera nuestra y madre nuestra, que ha llegado ya a donde nosotros esperamos llegar.

No de otra manera se expresa el Prefacio de este día. Alabamos y damos gracias a Dios, Padre Todopoderoso, por su Hijo Jesucristo “porque hoy a sido llevada al cielo la Virgen madre de Dios; ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra.

“Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.”

Aquí tenemos los elementos esenciales de nuestra celebración. La Asunción de la Virgen es leída en la Liturgia con un valor tipológico; dado que ella es ya lo que la Iglesia entera espera ser; es “primicia y figura”, en el sentido de que ella ha sido ya glorificada en cuerpo y alma, y ha llegado a donde la Iglesia toda espera llegar. En María, por lo tanto, la Iglesia descubre con gozosa anticipación el fin bienaventurado de su historia; es más, lo ve ya realizado como en un avance: María es «la Iglesia plenamente salvada de la corrupción», convirtiéndose así -como gusta decirse hoy- «en el icono escatológico de la Iglesia».

Igualmente, María es “figura y primicia de la Iglesia” por su presencia  activa y ejemplar en la vida de la Iglesia”.  “Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles, no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente sociocultural en que se desarrolló […], sino porque en sus condiciones concretas de vida ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la Palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; porque fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene un valor universal y permanente de ejemplo.” (M. C. 35).

El segundo elemento que nos presenta el Prefacio es un argumento de conveniencia: María es la Inmaculada Madre del Autor de la vida, Jesucristo, nuestro Señor. En virtud de esta maternidad divina y en previsión de los méritos de su Maternidad divina, ella fue preservada de toda forma de pecado: ella es la Inmaculada. “Preservaste a la Virgen María de toda mancha de pecado original, para que en la plenitud de la gracia fuese digna madre de tu Hijo y comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo […]” (Pref. Solemnidad de la Inmaculada).Y, como consecuencia final,  “…. no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu Santo, concibió al autor de la vida.”  María está en este paréntesis de elección divina, de participación y glorificación final.  En María se ha cumplido, en forma cabal y por camino diferente, lo que para nosotros es la esperanza de nuestra fe. (Rom. 6,5.8a.; 2Tim. 2,11). En esto y en infinidad de textos, el apóstol Pablo nos invita a mantener viva la esperanza que nos ha dado el llamamiento de Dios en su Hijo. Lo que para nosotros es esperanza, duro camino de fe y consecuencia de nuestro bautismo, para María es ya plenitud y, en este sentido, ella es “vida, dulzura y esperanza nuestra”.

La Esperanza

La esperanza es la clave fundamental para leer esta Solemnidad mariana. Los observadores de nuestra cultura están de acuerdo en señalar una crisis de esperanza que ensombrece a la humanidad de nuestros días; la guerra, el terrorismo, la violencia, el hambre y la pobreza que atenazan a nuestro mundo, son signos desesperanzadores que determinan una crisis profunda de nuestra cultura. A este hombre debemos mostrarle la razón de nuestra esperanza tal como brilla en Cristo glorificado y en María que “hoy es llevada al cielo” como signo y primicia nuestra. “Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin límite, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea y hastío, la Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya conseguida de la ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte.” (M. C. 57).