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La avaricia.

Por estos días los medios nos han dado a conocer la danza de millones y millones que giran en torno a la gestión política; venimos a saber, incluso, lo que ha costado cada voto, los sueldos y prebendas de los actores en el ámbito político, el costo, no solo económico sino social, del sindicalismo y un largo etcétera en este rubro. Pareciera una búsqueda febril de dinero y más dinero, lo más fácil posible. Y frente a esto una pobreza evidente oculta solo, tal pareciera, para el discurso oficial.

Y hay que cuadrar los números. Primero Riva Palacio y después en El País nos alertan de que el cambio de director en el INEGI tiene la finalidad de cuadrar los números, de darnos unas cifras alegres según las cuales la pobreza ha sido, prácticamente, abatida. Mediante un puente aéreo diseñado por Meade fueron atendidos el 90% de las comunidades oaxaqueñas hambreadas por el bloqueo de los llamados maestros. Tal puente sería una envidia para los mejores ejércitos en zonas de guerra. “El vicepresidente de la Junta Directiva, Félix Vélez, admitió que en la institución ha sabido siempre de esta laguna de imprecisión en los datos sobre los ingresos de los mexicanos, pero decidieron corregirla cuando notaron que la disparidad entre sus números y los de las Cuentas Nacionales era demasiado grande”. Hay que cuadrar los números. Hay elecciones en puerta. Obviamente, se han disparado las protestas en Conaval.

El nuevo presidente de un partido nacional, declara un patrimonio de más de dos millones de dólares. Enrique Ochoa presenta en su declaración de transparencia unos ingresos anuales de 190.000 dólares, tres inmuebles, una colección de arte y una flota de 50 coches. Ambos personajes son del club de Videgaray. Hechos como este, dadas las circunstancias, cancelan el efecto que pudo haber tenido el arrepentimiento del Presidente, para mí, por lo demás, innecesario. Hay mucha pobreza en México, hay mucho dolor acumulado, hay demasiado “mal humor”; y esto ya quedó de manifiesto.

Creyentes o no, la Biblia es el libro que conoce mejor que nadie la naturaleza humana, al hombre. Jeremías (s. V a.C.) decía: ¡Qué abismo tan profundo es el corazón humano! ¿Quién podrá comprenderlo? En ella, la avaricia es considerada un terrible pecado porque somete al hombre a un error de perspectiva fatal. La vida, lo más valioso, no depende de los bienes que tengas. Vivir para acumular millones, caiga quien caiga, no es un buen objetivo de vida. Basta con observar cómo engordan y crecen las grandes corporaciones. Ellos son los que dicen: “Mi trabajo es ganar dinero, el más listo es el que más gana; hay que inventar trampas para ganar más. ¿Por qué me voy a regular?”. “En la tierra hay suficiente para satisfacer las necesidades de todos, decía Gandhi, pero no tanto como para satisfacer la avaricia de algunos”. La avaricia está detrás de los grandes y profundos desequilibrios de nuestro tiempo. La avaricia es la esterilización del dinero y, si Dios no lo remedia, el próximo presidente de EE.UU. será un perfecto ejemplar del avaro.

La Biblia no condena la previsión, el orden, el cuidado que debemos tener con las cosas que Dios nos da. Pero nos advierte severamente de no entregarles el corazón. “Los hombres no son más que un soplo, / los nobles son apariencia: / todos juntos en la balanza subirían / más leves que un soplo. / No confiéis en la opresión, / no pongáis ilusiones en el robo; / y aunque crezcan vuestras riquezas, / no les deis el corazón. (Sal. 62). Y esto porque “nadie vivirá sin bajar a la tumba y sus riquezas no bajarán con él”. “Hay quien se afana trabajando toda su vida y luego tiene que dejar sus riquezas a otro. Esto también es vanidad”.

La avaricia consiste en darle al dinero más importancia de la que tiene. Convertir un medio en un fin. El dinero no es más que dinero, por eso es considerado un pecado capital, (capital deriva de cáput = cabeza), porque de él derivan muchísimos pecados más. Los pecados capitales son como bombas de racimo, como granadas de fragmentación, por ello, el texto sagrado advierte severamente sobre este pecado. Detrás de nuestra desgracia no están simples errores, cálculos mal hechos, fatalismos, sino la simple avaricia humana.

Hay un texto hermoso que nos legó el Carpintero de Nazaret. Es una bella alegoría. Patrimonio de la humanidad, todos la conocemos. Un rico terrateniente obtuvo una gran cosecha y se dijo: ¿dónde voy a almacenar tanta cosecha? Ya sé lo que voy a hacer; derribaré los graneros y haré otros más grandes, ahí guardaré todos mis bienes y entonces podré decirme: tienes bienes asegurados para muchos años: recuéstate, come, bebe y date la buena vida. Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te van a reclamar la vida. Lo que has acumulado, ¿para quién será? (cf. Lc. 12, 13-21).

Cuando el pueblo acude a Jesús con sus miserias del cuerpo y del alma, lo encuentra dispuesto a socorrerle. En cambio, el hombre que se presenta con su pleito hereditario tropieza con una repulsa. ¡Hombre! Aquí, esta palabra suena áspera y dura. Jesús no quiere ser juez ni árbitro en asuntos de herencias.

El relato lucano tiene la finalidad de brindar la oportunidad de una enseñanza de Jesús sobre las riquezas. La comunidad cristiana de todos los tiempos, tienen en este episodio la lección de Jesús sobre el particular. Toda ansia de aumentar los bienes es enjuiciada como un peligro del que han de guardarse bien los discípulos. El ansia de poseer descubre la ilusión de creer que la vida se asegura con los bienes o con la abundancia de los mismos. La vida es un don de Dios, no es fruto de la posesión o de la abundancia de bienes de la tierra y de la riqueza. De hecho, no es el hombre el que dispone de la vida, sino Dios.

La narración de un ejemplo presenta gráficamente lo que se ha expresado con la sentencia: la vida no se asegura con los bienes. El rico labrador revela su ideal de vida en el diálogo que entabla consigo mismo: vivir es disfrutar de la vida: comer, beber y pasarla bien; vivir es disponer de una larga vida: para muchos años; vivir es tener una vida asegurada: ahora descansa. ¡Ética del bienestar! ¿Cómo puede alcanzarse este ideal de vida? Almacenaré: hay que asegurar el porvenir. Varían las formas de esta seguridad. El labrador edifica graneros. El hombre moderno, el hombre de negocios, ¿qué métodos de seguridad emplea? La economía de este labrador no tiene otro sentido que el de asegurar la propia vida. Los métodos pueden variar, la actitud es la misma. Aquel labrador afortunado le apuesta a la carta equivocada.

Vivimos la cultura del proyecto; todo está sometido a las leyes de la prospectiva. Y está muy bien; incluso, de lo que nos quejamos, en muchos casos, es de la falta de un verdadero proyecto de vida. Lo malo es que queremos proyectar más allá de donde podemos. O sobre cimientos falsos. Hablamos del futuro de la ciudad, hay multitud de grupos de estudio que buscan y trazan planes para el desarrollo de la ciudad. Dios no entra en ese proyecto. No es invitado. Entonces, la entera forma humana de proyectar flaquea. El hombre no tiene en su mano la vida como dueño y señor.

No puede contentarse con hablar consigo mismo como el rico labrador: en el relato lucano, Dios interviene también en el diálogo. Este hombre debería también tratar con otros hombres, pero le importan tan poco como Dios mismo. El hombre es insensato si piensa de ese modo, como si la seguridad de su vida estuviera en su mano o en sus posesiones. El que no cuenta con Dios, prácticamente lo niega, y es insensato. Que nuestra vida no se asegura con la propiedad y con los bienes lo pone al descubierto la muerte. Te van a reclamar tu vida: los ángeles de la muerte, Satán, por encargo de Dios. ¡Esta misma noche! El rico había contado con muchos años…

La riqueza que el hombre acumula para sí, con la que quiere asegurarse la existencia terrena, no le aprovecha nada. Tiene que dejarla aquí, en manos de otros. «El hombre pasa como pura sombra, por un soplo se afana; amontona sin saber para quién» (Sal. 38,7). Sólo el que se hace rico ante Dios, el que acumula tesoros que Dios reconoce como verdadera riqueza del hombre, saca provecho. El querer el hombre asegurar nerviosamente su vida por sí mismo lleva a perder la vida, sólo si la entrega a Dios y a su voluntad la preserva. Lo que verdaderamente tiene valor para mí, es aquello que lo conserva tres días después de mi muerte. Lo demás aquí se queda. ¿Qué tan ricos estamos de lo que vale en la presencia de Dios?

Así concluye Jesús: ¡Háganse ricos, también, de lo que vale en la presencia de Dios! La avaricia, pues, cierra el propio corazón a los hermanos y a Dios.