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«Decíamos ayer» que ‘Todo lo que en el hombre y en su condición existencial es equivocado, e impide que sea verdaderamente hombre, es malo. Esta brusca interrupción de la “hominización” ha acumulado mucho dolor innecesario. Inaudito, increíble. (Lo comprobamos fácilmente en los terribles asesinatos de esta semana). El mal, decíamos, está referido a lo que hay de objetivamente equivocado y desordenado en las cosas, en las estructuras, en las condiciones existenciales y en las actitudes de los demás ante nosotros y de nosotros ante los demás. Y decíamos que el mal hay que verlo desde Dios, de lo contrario nos aplasta. A través de esta parábola es necesario que nos ajustemos al pensamiento de Dios, que veamos con sus ojos, que sometamos nuestra inteligencia a su sabiduría. En todo caso, el mal que vemos, oímos y leemos puede tener una vertiente saludable en cuanto nos convence de la necesidad de una salvación que ciertamente no está en nuestras manos y que debemos implorar y con la que debemos comprometernos. Solo Dios puede sacar bien del mal, transformar la muerte en aurora de vida.

Jesús responde al enigma del mal con la parábola del “trigo y la cizaña”. Él sabe que tiene un enemigo que aparecerá siempre como un antidios, un antiproyecto, que nos planteará alternativas mejores; alguien que buscará siempre frustrar la siembra de Dios. «La clave es esta: El que Dios deja subsistir la cizaña, siembra de otro, al lado de su Reino, tal es el misterio, dentro de las miras de la parábola». Nosotros, nerviosos, ansiosos y desesperados, como los labradores, queremos arrancar de una vez por todas la cizaña. Esa no es la política del Reino.

Se trata de una situación paradójica. Dios ha sembrado trigo, buen trigo. Y permite que urdan la intriga: han entrado en juego unas fuerzas que hacen peligrar la cosecha. Y esto origina un conflicto, – que está en el centro de la parábola -, representado por la actitud del dueño y la actitud de los trabajadores. ¡Cuántas cosas nos dice esta parábola! A nivel personal, y en nuestros trabajos, ¿no seremos como esos labradores, imprudentes, precipitados, ansiosos? ¿No habremos perdido la confianza en Dios intentando ser nosotros los que hagamos el discernimiento, el juicio, que compete solo a Dios al final de los tiempos?

Sin embargo, la realidad, que no es nueva, nos hiere. Un profeta del s. IV. A.C., trae esta denuncia: «!Ay de la ciudad rebelde, manchada y opresora! Sus príncipes en ella eran leones rugiendo; sus jueces, lobos al atardecer, sin comer desde la mañana; sus profetas, unos fanfarrones, hombres desleales; sus sacerdotes profanaban lo sacro, violentaban la ley. En ella está el Señor justo, que no comete injusticia. Cada mañana dicta sentencia, al alba sin falta; pero el criminal no reconoce su crimen» (Sof. 3,1-5). Esta denuncia es más actual que las noticias del próximo mes. El mal, en todas sus formas, subsiste, está ahí, dolorosamente presente. Peor aún, está dentro de nuestro corazón, ahí anida, se conserva tibio en forma de rencor, de odio, de avaricia, de murmuración, de habladurías. Sí, la cizaña también está dentro, muy dentro de nosotros. ¿Cómo es que queremos arrancarla?

Pero nos queda una pregunta: ¿qué tenemos que hacer con el mal?, ¿cómo debemos entenderlo y enfrentarlo, el que está dentro de nosotros y a nuestro derredor? Es necesario comprender el pensamiento de Dios y no querer imponer el nuestro. Será preciso, entonces, que armonicemos dos actitudes que a primera vista parecen contradictorias: una «intransigencia radical» frente a una obra que no es la de Dios; y una «paciencia inquebrantable» para conservar nuestro optimismo.

+ Intransigencia radical. Clemente de Roma, (s.I), el tercer papa, escribe: «No tengamos, pues, ninguna debilidad, ninguna complicidad con el mal: Si queremos servir a Dios y al mundo, será con perjuicio nuestro. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? El mundo presente y el mundo futuro, el nuestro, son enemigos entre sí. El mundo presente recomienda el adulterio, la corrupción, la avaricia, el fraude, mientras que el mundo futuro renuncia a estos crímenes. No podemos, por tanto, ser amigos de los dos. Es preciso renunciar al primero y vivir del segundo. Creemos que es preferible odiar las cosas de este mundo, porque tienen muy poca importancia, son efímeras y caducas; y amar las otras cosas, las que no fenecen».

Así hablaba el 3er. papa cuando el Imperio Romano era la encarnación del mal, cuando ser cristiano era traer prestada la cabeza sobre los hombros. Fue el tiempo de los mártires, no el peor ni el más sangriento, (esto lo fue el s. XX). Hoy nos asombramos de la hostilidad del mundo y deberíamos asombrarnos, más bien, de la descristianización de nuestros ambientes, el ateísmo práctico; de que se haya hecho posible vivir como si Dios no existiera, de la muerte de Dios, y no en el sentido nietzschesiano, sino en el sentido de que simplemente ya no nos importa si sí o si no. El número de asesinatos en nuestro Estado en un corto tiempo, – escalofriante -, no nos deja mentir y lo más grave que ya nos acostumbramos a ello, no nos afecta, no pasa nada; seguimos oyendo palabras y más palabras y solo palabras. Se limpia la sangre y continúa la orgía.

+ Y la paciencia. Hay que dejar siempre un lugar para la paciencia. Y hemos de estar sobre aviso para no acabar de hundir al hermano: porque puede suceder que el que hoy está corrompido mañana se arrepienta y se ponga a defender la verdad. San Pedro Crisólogo, (406-450), nos deja estas hermosas palabras: “La cizaña de hoy puede cambiarse mañana en trigo; de esa manera el hereje de hoy será mañana uno de los fieles; el que hasta ahora se ha mostrado pecador, en adelante irá unido a los justos. Si no viniera la paciencia de Dios en ayuda de la cizaña, la Iglesia no tendría ni al evangelista Mateo – a quien hubo necesidad de llamar de entre los publicanos”. En efecto, este Miércoles hemos rezado: «tú, Señor, te compadeces de todos y no aborreces nada de lo que has creado, aparen tas no ver los pecados de los hombres para darles tiempo para que se arrepientan, porque tú eres el Señor, Dios nuestro. (Sab. 11,23.24.26).

Sin la paciencia de Dios no tendríamos ni a Pablo – al que fue preciso coger de entre los perseguidores -, a Justino, Agustín, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Claudel, Frossard o C. de Foucauld, todos ellos parecían cizaña y resultaron un trigo de lo mejor. La parábola nos enseña a ver el mal desde Dios. De lo contrario, nos deprimimos.

Jesús mismo desmonta la parábola y la convierte en alegoría cuando la explica: El sembrador de la buena semilla es el Hijo del hombre, el campo, el mundo, la buena semilla son los ciudadanos del reino, la cizaña, los partidarios del Malo. Entonces en el Reino coexisten ambos: los ciudadanos del Reino y los secuaces del Malo; ello determina el verdadero y profundo drama de la historia. El enemigo que siembra la cizaña es el “Diablo”, él es envidioso y asesino desde el principio. Y ante esto hay que estar atentos y vigilantes ya que tiene sus secuaces. Los segadores son los ángeles. Nótese que la buena semilla, aquí, no es la Palabra, sino los “ciudadanos del reino”. Al final, solo al final, en Hijo enviará a los Ángeles para la crisis última: «Arrancarán, entonces, del Reino a todos los corruptores y hacedores del mal y los arrojarán al horno encendido. Ahí será el llanto y el rechinar de dientes». Entonces y no antes se podrá conocer quien es trigo y quien fue cizaña. Dios es incompatible con el mal. En su momento, habrá de aniquilarlo. Al pecador le da tiempo. “Y así como recogen la cizaña y la queman al fuego, así sucederá al fin del mundo”. La crisis-separación del bien y el mal, tendrán lugar solo al final de los tiempos. Dios es el único que puede hacer tal separación.

Así pues, el tiempo actual es el de la paciencia de Dios y el de nuestro arrepentimiento. Meditar esto es la mística de la Santa Cuaresma. Conservemos la cabeza lúcida en medio de los torbellinos pasajeros que debilitan la tierra, en medio de la alharaca que llena los noticieros, que se multiplican por millones, y que nos aturden y nos desorientan. Después de todo, si Dios nos llamara a cuentas esta noche, ¿quién estaría preparado?

Esta parábola, (Mt.13. 24-30. 36-43), nos dice que Dios ama y mira con amor por encima de eso que llena las páginas de los periódicos o propaganda de ondas de por todo el mundo. Dios no teme a la competencia de los satélites artificiales. Lo que Dios mira y lo que él ama es el trigo, es decir, su palabra que ha germinado en unos corazones y se ha hecho en ellos contemplación, amor, santidad, sacrificio; su palabra, que debe aún crecer, encarnada en la santidad de las familias cristianas igual que en el martirio de tantos hermanos nuestros, hoy día; su palabra que hará madurar el entusiasmo de nuestros jóvenes bellos y saludables.

¿No dedicaremos demasiado tiempo a la cizaña, al mal, al escándalo, a la truculencia y muy poco a ver el trigo dorado que mece el viento? El buen agricultor sale por las tardes a ver sus campos. Y se complace en ellos. Dios ve más que nosotros.