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El filme de M. Gibson, constituye un hito en la historia del cine, en general, y del cine religioso en particular. Mucha gente, apática o indiferente, desconocedora del tema o agnóstica, incluso atea, ha visto renacer su interés religioso. “I just knew I have to make it. I wanted to help people understand and experience the suffering of Christ”, dice el autor.

 

La lectura de la Pasión de Gibson, responde, no sólo a la investigación histórica de los hechos, sino, sobre todo, a la consideración mística de los mismos. ¿Por qué fueron las cosas así? ¿Por qué la intensidad y crueldad de los sufrimientos? Tales son las preguntas definitivas. The Passion, es la lectura de su autor  y requiere exégesis propia. En dos entregas quiero destacar la Oración del Huerto tal como aparece en el filme; para mí, una de las escenas mejor logradas.

 

Obertura.   

La película inicia en el Monte, de los Olivos, envuelto en la fosforescente luz de la luna llena. Se trata del huerto de Getsemaní,  lugar que se puede todavía visitar hoy, en Israel, exactamente al Este de las murallas que rodean la vieja Jerusalén, a unos 20 min. del lugar donde tuvo lugar la Ultima Cena.  Los evangelios narran que Jesús y sus apóstoles conocían Getsemaní muy bien, que con frecuencia pasaban allí sus noches en oración ó durmiendo. Se trata de un lugar famoso, familiar para todo cristiano, pues en ese lugar  comenzó la Pasión de Cristo.

 

La primera escena desconcierta  al espectador presentando a Jesús  de espaldas, bañado por la luz de la luna llena; también, porque  los rasgos de Jesús no se aprecian con claridad. Todos tenemos ya una imagen mental de Jesús. Inconcientemente, los espectadores se preguntan si ese Jesús estará a la altura de las circunstancias. ¡Tan débil y tambaleante, se ve! La cámara no permite ver la cara de Cristo en un primer momento, sólo su espalda envuelta en la oscuridad. Las ideas preconcebidas acerca de Jesús, son suprimidas; una nueva experiencia está a punto de comenzar.

 

LA AGONÍA. La oración de Cristo en Getsemaní es uno de los acontecimientos más misteriosos transmitidos por los evangelios, y para mí, la escena mejor lograda del filme. Los cristianos han meditado y reflexionado en ello por siglos;  su riqueza espiritual es inagotable.

 

La palabra Getsemaní literalmente significa “prensa de aceitunas”, el lugar donde las aceitunas cosechadas son prensadas para extraer su aceite, uno de los artículos básicos más  usados e importantes en el mundo antiguo. En Getsemaní, Cristo va a ser aplastado por una profunda crisis espiritual y emocional. Los evangelios describen este estrujante momento como el momento de “una tristeza mortal, “comenzó sentir tedio”, (=estar muerto en vida. Fromm), la “agonía”, (Mt 26,38; Mc 14,34; Lc 22,43. (No debemos entender “agonía” en el sentido habitual; en el griego clásico, significa la tensión y el sudoroso esfuerzo extremo, con que el atleta cubre su ruta). Fue tan horrendo su mortal sufrimiento, que su sudor se convirtió en lágrimas de sangre que rodaban hasta el suelo (Lc 22,44). La medicina moderna confirma esta descripción como ejemplo de un estrés  severo, que abre los vasos capilares de la epidermis mezclando la sangre con el sudor de la ansiedad. En ninguna parte en los evangelios, Jesús se ve en un estado tal de debilidad y tensión; en ningún otro momento pidió a sus apóstoles velar y orar con él, como si  estuviera pidiendo apoyo.

 

La película capta la paradoja en un hiriente contraste. La fuerza y la viril presencia física de Jesús, en su agonía, como en un estado emocional de indefensión, se hace evidente en la intensidad vibrante que caracteriza su oración. El contraste nos introduce rápido en ese estado anímico, cuando la película recurre a un motivo visual. Ver la robusta y dominante figura de Jesús reducida a la impotencia por el hombre, (o fuerzas), que, obviamente son más débiles, moral y psicológicamente, intensifica la tragedia de sus sufrimientos. Sin embargo, el contraste también contiene cierta lógica. Sorprendentemente, también desde el principio, el espectador sabe que Jesús permite que eso suceda. Tiene que haber una razón para ello.

 

EL RELATO DE LOS DOS JARDINES. Pero, ¿Cuál es la causa, la razón  por la que Jesús soporta esos sufrimientos, y para que los permita? Esta pregunta resuena en la mente de los espectadores, como un silencio contenido, a lo largo de toda la película. Aflora a la superficie solamente una vez, durante la flagelación. María  aparta la mirada de su Hijo sufriente, levanta los ojos al cielo y se pregunta, con un lamento que parece un suspiro: “Hijo mío… ¿cuándo, dónde, y cómo escogiste entregarte a esto?” En este momento, María (y el espectador), cuestionan en voz alta la razón por la cual, este extremo sufrimiento físico de Jesús, ha de tener lugar. El sufrimiento que comienza en Getsemaní es diferente, es devastador. Jesús ha comenzado a ser triturado por un sufrimiento moral y espiritual, – la tortura física no ha comenzado aún. Pero la pregunta permanece: ¿Por qué?

 

Los evangelios no ofrecen explicaciones detalladas. Describen los hechos: Jesús sufre; sufre más de lo que un hombre normal puede imaginarse; sufre interiormente y también sufre física y violentamente, más de lo que la película presenta. La doctrina cristiana explica que Jesús sufrió por los pecadores, por cada pecador. Esto es cierto. El por qué el sufrimiento fue tan intenso, es menos claro.

 

La película funde las ricas corrientes de la reflexión cristiana sobre el sufrimiento de Cristo en Getsemaní en dos evocativas imágenes, ambas tienen un denominador común: el combate. El Jardín de Getsemaní, es el nuevo Jardín del Edén, el lugar bíblico de la prueba y la tentación, el lugar de la batalla espiritual descrita en el Génesis capítulo 3. En el Jardín del Edén, Adán (el padre bíblico de la raza humana) falló en la prueba; ante el Tentador, y desconcertado  ante la amenazante voz del Maligno, permitió que la confianza en su Creador muriera en su corazón. Arrogante, abusó de su libertad; Adán desobedeció a Dios. Fue una crisis de fe, de confianza, lo que llevó a la familia humana a la rebelión contra Dios; esto es lo que la tradición judeocristiana suele llamar “pecado original”, ó “la caída”. Este pecado, como falta de fe, de esperanza y amor, introduce el mal y el sufrimiento en la historia humana; de una manera misteriosa el pecado sometió a la familia humana al poder del orgullo y del pecado, la sometió al poder del maligno.

 

Después de la rebelión, Dios prometió enviar un Redentor, un salvador que liberara a la humanidad caída de la opresión del mal. Para realizarlo, el Salvador tendría que revertir la desobediencia de Adán. Ante la tentación, en presencia del Tentador, ante su atrevida y amenazante propuesta,  Jesús, conservó su confianza plena en Dios. Él obedeció amorosamente a su Padre, sin importar lo que pidiera.

 

Jesús, según los cristianos, es el Redentor. Su Pasión es el clímax de este misterioso combate contra el antiguo enemigo que derrotó a Adán y esclavizó a la raza humana en el pecado. La Pasión de Jesús es el momento definitivo en la dramática e histórica batalla entre el bien y el mal.

 

NATURALEZA DE ESTE COMBATE. A lo largo de la Pasión, el combate toma la forma de la disyuntiva entre  obediencia y desobediencia. El “poder de las tinieblas” lanza un primer asalto a la interioridad  de Jesús, – aquí, en el Monte de los Olivos -, y después, en su vida física y relacional: tortura física, burlas, incomprensión, y abandono en las manos de aquellos que él ha venido a salvar. Tales sufrimientos intentan  quebrar la confianza de Cristo,  lograr que él dé la espalda a su Padre, como Adán lo hizo en el Edén. Sus verdugos, crueles, aumentan progresivamente, la intensidad de  los tormentos: el poder del mal hizo todo lo posible para lograr que Cristo dijera: “!Padre, tu voluntad no puede realizarse, es demasiado dura; deja que se haga, mejor, mi voluntad”! La Biblia nos recuerda que todos los descendientes de Adán han tomado la palabra en esa rebelión, siguiendo los pasos de su primer padre. Si Jesús pudo enfrentar la peor tentación y el sufrimiento, mejor que la humanidad, y permanecer fiel a la voluntad de su Padre, confiar en Dios, demostraba, entonces, ser más fuerte que el Príncipe de las Tinieblas. Él inicia la nueva creación, una nueva era de reconciliación con Dios.

 

En la “La Pasión de Cristo”, es esto, precisamente, lo que está en juego. Por esta razón, el N. T., y Cristo mismo, hablan de la pasión como de la hora de los enemigos de Dios: «pero ésta es la hora del Mal y del poder de las tinieblas» (Lc 22,53). En el evangelio de Juan, Jesús es más explicito al hablar,  directamente de Satanás, como aquél que, desde el desastre en el Edén,  mantiene bajo el sufrimiento y el pecado a la raza humana: “Ya no les diré muchas cosas”, dice a los suyos en la última cena, “el Príncipe de este mundo ha llegado, pero él no tiene poder sobre mí” (Jn 14,30).

 

UNA BATALLA CÓSMICA. La película expone este combate, sugestivamente, mediante una doble secuencia de imágenes. La primera imagen es sutil, subliminal. Hay una extraña tensión que fusiona los elementos de la naturaleza en cuanto aparece el Jardín de los Olivos. El filme, abre con un relámpago y el trueno. Es de noche. Se oye el perturbador graznido de un ave nocturna, pero no se ve.  Se ve la luna cubierta por las nubes;  después brillar  intensa,  luego parcialmente oscurecida y, por último, oscurecida del todo; con toda intención, la coreografía está hecha para reflejar la batalla interior de Jesús, mientras ora; De pronto, una serpiente deslizándose,  silenciosa, amenazante, hacia Jesús, tratando de entrar en su espacio vital; en la tradición judeocristiana es el símbolo de Satanás, el Príncipe de las tinieblas. La serpiente primordial, la llama el Apocalipsis.

 

La escena se convierte en una encarnación, en miniatura, de la inmensa batalla entre el bien y el mal; se recurre a un pequeño truco para lograrlo. ¿Cómo podría representarse esta descomunal batalla en el pequeño espacio cinematográfico, y hacerla creíble? Una posibilidad era poner una rápida sucesión de las horribles imágenes de nuestro mundo: la aniquilación atómica de Hiroshima, el terrorismo, los campos de concentración, 400 mil fetos humanos congelados; los asesinatos y secuestros en Juárez; en fin, todas las atrocidades cometidas, a consecuencia del pecado humano. Pero tal acercamiento documental hubiera quebrado la tensión dramática haciendo que se perdiera la emoción. En cierto sentido, hubiera sido tanto como empobrecer la escena, haciéndola perder emoción.  

 

Esta escena, tenía que comunicar la trascendencia del conflicto, e introducir la más grande batalla sin romper la intimidad personal del momento en el espectador. Cuando Cristo llama desesperadamente a Dios, su Padre, su grito se convierte en parte de una misteriosa conversación con los fenómenos naturales que están sucediendo a su alrededor; todo entra en el combate interno de Jesús: la luna, las nubes, la tierra bajo él. Los ruidos de la noche. Es una vasta e insondable batalla en la que Jesús está atrapado, sudando gotas de sangre sobre la tierra.

 

Los elementos cósmicos insinúan que la agonía va directamente al alma de Jesús. Teólogos y escritores espirituales están de acuerdo en que, en esta batalla, existieron tres dimensiones esenciales, tres causas principales del sufrimiento de Jesús en Getsemaní.

 

EL AMARGO SABOR DEL PECADO. En primer lugar, el sufrimiento de Cristo en el Huerto fue una única e interna experiencia del pecado. Jesús  estaba libre de pecado. Él jamás cayó en la tentación, en el orgullo de la autosuficiencia; él permaneció fiel a la ley natural y a la voluntad de Dios a lo largo de  su vida. Esta ausencia de pecado es una característica especial del Salvador, prefigurada en el requisito de los sacrificios ofrecidos en el A. T. en reparación por los pecados, según la cual, los animales a sacrificar “serían animales sin defecto” (Ex 29,1). En Getsemaní, sin embargo, el mal del pecado se ha derramado en el alma de Jesús. Él se ha convertido en “el chivo expiatorio”, (en el sentido estricto que esta imagen tiene en el A. T.), de todos los pecados cometidos por el hombre y la mujer, y de todos los que habrían de cometerse en el futuro. Isaías habla de un personaje misterioso, al que llama «mi siervo»; de él dice: «Mi siervo justificará a muchos, porque cargó sobre sí los pecados de ellos, [….]  Porque se entregó a sí mismo a la muerte y fue contado entre los malhechores; el tomó sobre sí los pecados de la muchedumbre e intercedió por los pecadores» (53,11b-12).

 

En efecto, Él tomó sobre sí la responsabilidad de cada traición e infidelidad, de cada injusticia; de la desobediencia de cada hombre y de toda la raza humana, a la voluntad de Dios. Incluso la gente que está acostumbrada a la vida de pecado, siente el remordimiento de la agonía cuando se enfrenta con la verdadera naturaleza y  consecuencias de sus acciones pecaminosas. El asumir el peso de la culpa, el dolor, se intensificó más allá de lo imaginable, en el alma pura del Salvador, primero por su perfecto amor a Dios, despreciado por el  pecado y, segundo, por la multitud y atrocidad de los pecados que él  asumía como propios. El N.T. intenta describir ésta verdad, en sí misma indescriptible, mediante una paradoja: “Al no conoció pecado, (a Cristo), Dios lo hizo pecado por nosotros: para que nosotros seamos justicia de Dios en él” (II Cor 5,21).

 

Mas tarde, san Pablo explica esta paradoja con mayor amplitud, uniendo lo que sucedió en Getsemaní con la totalidad de la pasión de Cristo. «Ustedes estaban muertos en sus delitos, pero Dios los vivificó juntamente con él y les perdonó todos sus delitos. Canceló la nota de cargo que había contra nosotros, y la quitó de en medio clavándola en la cruz». (Col 2,13-14). En su pasión, que comienza en Getsemaní, Cristo tomó sobre sí la responsabilidad y consecuencias del pecado humano.

 

Para nosotros, pobre  raza caída, el pecado es un hecho común y un compañero familiar, pero, para Cristo, el pecado es “la esencia y la ponzoña de la muerte”. La sola idea de pecado era absolutamente rechazada por Jesús. Pero no se trata de una simple idea; se trata, más bien, de una solidaridad, o una identificación espiritual con la responsabilidad de los culpables de todos estos pecados. Así, pues, para Jesús, esto significó un cruel y profundo tormento. (continuará).