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Lo que Dios unió, que no

                 lo separe el hombre.

                                             (Mc.10,9).

 

Que muchas ha de tener. Pero el matrimonio y la familia, son prioridad. Lo que Dios unió … todo pareciera partir de aquí. «Al principio no fe así; en el “principio”, Dios los hizo hombre y mujer», reza el texto sagrado. Y concluye: «Lo que Dios unió que no lo separe el hombre». Lo que hay que resolver es la cuestión de si, a esta pareja concreta, la unió Dios o lo hicieron por su cuenta y riesgo, sin contar con él. Por cuenta propia quiere decir que la unión se consumó sin contar con Dios, de quien se tiene una vaga referencia ambiental, o se ha buscado una convalidación por la iglesia, por costumbre, presión social, caché o cosas de ese jaez. También puede ser por capricho, por despecho, vanidad o conveniencia; por simple inmadurez, la causal más socorrida; para salirme de casa o por un atontejamiento palmario que solo el interesado(a) no ve. Me caso con este(a) aunque le pese al mundo, puede ser otra razón. Eso, como canción mexicana vale, pero en la vida real es un suicidio. Entonces, ¿qué mejor que el matrimonio por la iglesia para cohonestar el hecho? Creemos poner a Dios ante un hecho consumado.  En tales casos – que se dan en abundancia -, ¿podemos afirmar con certeza que Dios los unió? El matrimonio por la iglesia es indisoluble; sí, pero ¿cuál? ¿Todos, sin más? Si la cosa fuera así, no existiría la posibilidad del juicio de nulidad. Éste se apoya en la posibilidad real de que a “este” matrimonio no lo “unió Dios” lo que queda demostrado por vicios que invalidan el consentimiento. Esto va para los canonistas romanos.

 

El derecho canónico es minimalista. Para que el matrimonio sea válido, dice el tal derecho: “Saltem non ingnorent”, que, al menos no ignoren, refiriéndose a los fines propios del matrimonio por la iglesia. Pero, aun ateniéndonos a este minimalismo, preguntemos a las jóvenes parejas cuáles son esos fines y creo que nos llevaremos una gran sorpresa. El rito mismo “presupone” que conocen “el plan de Dios sobre el matrimonio y la familia”, pero la presunción cede a la verdad. (Derecho Romano). “Pidamos a Dios que bendiga a estos jóvenes para que realicen en su vida lo que conocen por la fe”. Ufff! ¿Quién responde por ello?
El hecho ha preocupado bastante a papa Francisco. “En la Iglesia de nuestros días, la situación de los divorciados y vueltos a casar civilmente se presenta con un verdadero desafío pastoral”. En esto no hay novedad alguna, como lo sabemos los curas que estamos en el frente y que sentimos y compartimos el inmenso dolor que el problema suscita en muchas parejas-familia o pretendientes. Mejor que los jurisconsultos lo sabemos nosotros que tratamos el problema diariamente. Las palabras del papa no son más que la constatación de una realidad que, él, como obispo porteño, vivió. Le preocupa. Nótese que habla de “desafío pastoral”.

 

Pero el problema, me atrevería a sugerir a papa Francisco, no son solo los divorciados vueltos a casar, sino el simple hecho del incremento del divorcio. El asunto se está focalizando solo en los vueltos a casar. Y más aún, que puedan “comulgar sacramentalmente”. Tiene que ampliarse el espectro. El hecho de la “plaga del divorcio”, (JP.II), en sí, es el problema. El problema no es, al menos en primera instancia, jurídico, es pastoral y cuestiona, además, nuestra cultura con las falsas imágenes del hombre y de la vida, del sexo, del matrimonio y la familia que se vierten masivamente en nuestros ambientes. Nuestras familias, sistemas educativos, sociedad y cultura, ¿están preparando a los jóvenes para asumir un compromiso de la importancia y trascendencia, como es el matrimonio? ¿Quién no conoce un matrimonio en crisis? Dicho por estudiosos de talla mundial, hemos creado una generación débil. Cierto, si un hombre o una mujer han fracaso en su primera unión, ¿por qué se les va a condenar a la soledad, a la “periferia de la existencia”, a la “excomunión? ¿No cuenta la iglesia con ellos para todo?

 

Cierto, entre el tratamiento pastoral y el frío tratamiento jurídico, hay una buena distancia. Y se ha privilegiado el aspecto jurídico lo que ha provocado un sentimiento negativo, alejamiento y decepción; existe lentitud, falta de personal calificado y formas más expeditas para resolver en los tribunales eclesiásticos. Me sucedió a mí. Una señora fue engañada, dado que su “esposo” actual se había casado por la iglesia anteriormente; ella presentó los documentos fehacientes: el acta del matrimonio anterior vigente y el documento posterior, con ella. Sin lugar a dudas. No había qué discutir. Fue al tribunal, la recibió una secretaria, de no muy buen humor, que le dijo que eso no valía y que tenía que instaurarse un proceso de nulidad en toda forma. Le dijo también que no anduviera consultado a los párrocos, que para eso estaba el padre x. La señora regresó conmigo, llorando. Eso es lo que el papa no quiere que suceda más. Ni siquiera les hemos dicho que quienes se encuentran en esta situación no está “excomulgados”, no son de segunda, que pueden y deben participar en la misión de la iglesia, que tienen todo el derecho y el deber de hacerlo. Ni siquiera la información suficiente se les ha dado.

 

Ante esta realidad, puede darse el que algún fundador de sectas y negocios, todo al mismo tiempo, diga a los interesados: aquí no hay problemas. Vente con nosotros y todo arreglado. Y esto es más grave, aún, porque oscurece completamente el plan de Dios sobre el matrimonio y la familia, sobre el hombre, en última instancia. Se trata, entonces, de un falseamiento abominable del dato revelado. Por otra parte, urge a la iglesia hablar clara y pastoralmente sobre el problema. No podemos quedarnos en la instancia jurídica que solo es negativa. La letra continúa matando. Si nos quedamos solo en el aspecto jurídico permanecemos en un impasse. ¿Cómo salir de estas dialécticas de oposición, del todo o nada, de un consenso puramente formal o disciplinario? ¿Podemos salvar el amor humano? ¿Cómo lo podemos salvar?

 

En una intervención, dijo el papa: “No podemos reducir el problema a la simple cuestión de quiénes pueden recibir la sagrada comunión y quiénes no; poner la cuestión en estos términos no permite comprender el problema real (….) Se trata de un problema serio que se refiere a la responsabilidad de la Iglesia hacia las familias que viven esa situación (…) La Iglesia, ahora, debe de hacer algo para resolver el problema de la nulidad matrimonial”. Y enfatizó: «“this is a real existential periphery”. Situación que determina una “periferia existencial”; frase interesante, en verdad. En efecto, cuando se viven situaciones especiales sentimos que, existencialmente, habitamos en la periferia de la vida, de la existencia. Se da una especie de marginación existencial. Lo cual es absolutamente falso.

 

El papa Francisco instituyó el sábado 20 pasado, una comisión que estudiará cómo volver más ágil el proceso de nulidad matrimonial católico. Lo informó en una nota la oficina de prensa del Vaticano, precisando que además servirá para “salvaguardar la indisolubilidad del matrimonio”. El papa Francisco quiere reglas más sencillas para la nulidad matrimonial, y para ello creó una comisión especial que se ocupará de la reforma del derecho matrimonial canónico. El objetivo es simplificar el procedimiento de los procesos de nulidad matrimonial salvaguardando “el principio de indisolubilidad del matrimonio”.

 

El papa ha puesto manos a la obra. En octubre tendrá lugar el sínodo extraordinario, reunión de los obispos del mundo, representados por los presidentes de las conferencias episcopales, además de los peritos, para tratar sobre el tema. A su vez, este sínodo preparará el sínodo ordinario del 2015, sobre el mismo tema. Esto nos da una idea de la importancia que el tema matrimonio-familia tiene para la iglesia y para la civilización.

 

Muchas son las intervenciones del Magisterio de la Iglesia sobre este punto. Podríamos decir que, si existe, en verdad, un problema al que haya privilegiado siempre el pensamiento católico, en el que haya profundizado, aún más, durante los últimos 70 años, es seguramente el de la familia. Pero, en nuestros días, cuando cunde la plaga del divorcio, la atención se centra en esta situación irregular, uno de los mayores retos para la acción pastoral en la Iglesia. Pero, insisto; desde mi punto de vista, no solo la situación de los bautizados divorciados y unidos de nuevo civilmente, sino del simple hecho del divorcio.

 

Sin embargo, creo que el problema está ahí y que es muy grande, pero no creo que este dato puntual deba absorber la totalidad del problema. Me explico: al momento de solicitar el matrimonio por la iglesia, ¿revisamos a fondo la situación religiosa y de madurez de los solicitantes? El Derecho es minimalista, repito: que sean hombre y mujer, bautizados y no exista ninguno de los impedimentos, la edad, por ejemplo; la edad mínima requerida es, ella de 14 y él de 16 años, ¿hágame el favor? Eso es todo; de tal manera, que si llegan a mi parroquia un par de jovencitos que exudan inmadurez por todos lados y cuya experiencia religiosa es casi nula, pero cubren los requisitos elementales, pues no hay forma de impedirlo. Máxime si alguna, o las dos mamás, andan en el enjuague. En este caso, no hay cura ni Derecho Canónico que puedan detener la boda. (ni la impartición de otros sacramentos). Si la niña está embarazada, olvídese. Fast track. En estos casos, los curas sabemos que debemos andar, con cuidado, condescendientes, porque de lo contrario vamos a oír de todo y de fea forma.

 

Un colega nos decía, durante unas conferencias que, si los curas tuviésemos genio literario, sacaríamos un best seller por mes; y no lo dudo, pero no tenemos ni genio ni tiempo. Llegan a mi oficina un par de jovencitos que venían a que los casara. Eran de esos inmaduros que podemos catalogar de fluorescentes, porque hasta en lo oscuro se les nota. A ver, hijitos, ¿cómo está el problema? Verá usted, padre, me dijo ella, somos novios y me fui de mi casa porque mis papás no me dejaban andar con él, mientras señalaba con el dedo gordo al muchacho que tenía el gesto de quien trata de entender lo que está pasando. Ahora, ¿donde viven?, pregunté a la muchacha, que llevaba la voz cantante. Vivimos en la casa de la familia de éste, dijo, apuntando con el dedo gordo al jovencito, que se sentía cada vez más incómodo, con los codos apoyados en las rodillas y mesándose el pelo. Y, ¿cuánto hace que te saliste de la casa de tus papás?, le pregunté; hace tres días; y mi mamá me anda molestado, porque quiere que regrese a la casa. La cosa era bien simple: ella quería presentar a la mamá el acta de matrimonio por la iglesia para ponerla ante el hecho consumado. Con esto, y con todas las variantes imaginables, tratamos todos los días. ¿Dónde está el problema?

 

Una señora, más o menos a la mitad del camino de la vida, llegó un día, casi en estado de shock, para decirme: Padre, casi todas mis amigas se están divorciando. ¿Y Ud. qué espera?, le dije, solo para bajarle presión. Así las cosas, ¿dónde está el problema? La situación de los divorciados vueltos a casar, son una parte del problema que, obviamente, ha de atenderse con todo lo que se tenga a mano. Pero es solo una parte; si no se atiende todo el proceso, sería tanto como estar poniendo clínicas para adictos sin atacar el problema de la oferta y consumo de drogas. Unos venden droga y otros ponen centros de desintoxicación; y bajan recursos. Es el cuento de nunca acabar. Así nosotros, casando en plena inmadurez y sin práctica religiosa, y luego a atender el desastre.

 

Se trata de un verdadero reto pastoral; la preparación al matrimonio, – por aquello de que, vale más prevenir que remediar -, es, en primer lugar, remota, es decir, que inicia en la propia familia. Si los jóvenes no tienen un ejemplo, un punto de referencia fijo en su propia experiencia familiar, respecto al ente familiar, es muy probable que no logren reproducir en su propia vida la realidad matrimonial y familiar, tal como aparecen en el plan de Dios. Tiene que darse después una preparación próxima; esta se refiere al momento cuando se comienza el noviazgo. El noviazgo tiene una razón de ser: que un hombre y una mujer se traten y se conozcan con la intención de formar una familia, de ser esposos y padres. Usted ya avizoró el problema. Tal vez tenga usted hijos e hijas de doce y trece años que ya viven tórridos romances que, ríase usted, de Cumbres Borrascosas. Estaba la parejita de jovencitos frente a mí con la firme intención de unir sus vidas con el “suave yugo del matrimonio”; y, al verlos tan decidídos, le dije a la jovencita, un tanto cuanto en broma, ¿ya sabes que este joven ronca espantosamente, desde que se acuesta hasta que se levanta, y que le hieden horriblemente los pies? La niña puso la cara de quien jamás pensó en semejante cosa, dibujando en su fino rostro un gesto de asco, entrecerrando los ojos y arriscando la nariz. El joven me miró como diciendo, qué comes que adivinas. Ni en ésta ni otras más importantes cosas se piensa en tan apretado trance.

 

Y, por sobre todo esto, la formación cristiana. Es esencial, absolutamente esencial, entender que el matrimonio del que hablamos es un matrimonio entre bautizados, bautizados que viven su fe, aun trabajosamente, en su día a día y que asumen el nuevo estado matrimonial como un proyecto de Dios que ellos deben realizar. No debemos imponer tal compromiso a quienes no son realmente cristianos. Tal vez, con sólo así juzgarlos tendríamos que declarar nulos muchos de los matrimonios que asistimos. Quien quiera convencerse de ello lea el discurso de BXVI a la Romana Rota, una especie de SCJN, (sólo que con mínimo sueldo, mucho trabajo y resultados), en enero 2012, en donde asienta que el subdesarrollo religioso culpable o el pleno rechazo religioso de uno de los cónyuges puede ser causa, al menos concomitante, de nulidad. Y no debemos olvidar, además, todo el veneno que la cultura vierte sobre el matrimonio. Existe un compló contra el matrimonio y la familia.

 

«Exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto a bautizados, participar en la vida de la iglesia. Se les exhorte a escuchar la palabra de Dios, a frecuentar el santo sacrificio de la misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a sus hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza». (JP.II. 1981). Y cada caso, es cada caso.