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El hombre, su historia, es un enigma. ¡Oh hombre! ¿Quién eres? En cada existencia palpita esta pregunta. La respuesta no se encuentra en ningún libro. No hay maestros para este fin; en todo caso testigos.

Hoy, más que en otro tiempo, poseemos información minuciosa sobre el hombre. A pesar de todo nuestro saber, no sabemos quién es el hombre porque es más que su ADN y la piel no contiene. Nos parece que sabemos menos que nuestros antepasados sobre el sentido de la alegría y de la tristeza, de la vida y de muerte. Del amor. ¡Oh hombre! ¿Quién eres?

El hombre vive en el mundo y se pregunta por el sentido de su existencia. Es ésta una vieja pregunta que la humanidad nunca ha logrado acallar. Vivimos y trabajamos, soportamos achaques y cuidados, experimentamos alegrías y sufrimientos, éxitos y fracasos, encuentros y desencuentros, esfuerzos y renuncias; vamos envejeciendo y sabemos que al final está la muerte. Somos los únicos seres de la creación conscientes de nuestra muerte. “Y la certeza de estar mañana muertos”. (R. Darío). No sabemos ni dónde ni cómo será, pero estamos persuadidos de que caminamos hacia el derrumbamiento de la vida, que nuestra existencia en el mundo está marcada por la muerte. ¿Para qué, entonces, todo esto?, ¿vale la pena vivir esta vida?, ¿tiene sentido jurarnos amor eterno y engendrar hijos?, ¿cuál es el sentido de nuestra existencia? “Comamos y bebamos que mañana moriremos”, (verso de Menandro, convertido en refrán del pesimismo popular, citado en ICor.15,32). ¡De cuántas y variadas formas sentimos el fracaso del hombre, nuestro fracaso! En los niños asesinados en el vientre de sus madres y en las fosas clandestinas regadas por el país, igual que en la narcopolítica, “causa causarum” del desastre, hemos fracasado todos. En la ominosa pobreza y en la marginación, en la gran mentira y en la avaricia hunde sus raíces la desesperación. Aquí se estrellan todos los alegres discursos de la ambición política y también los discursos religiosos cuando traicionan la palabra de Jesús, que arrojó a los mercaderes del Templo. Ni siquiera son necesarios nuevos decálogos. Nos bastaría con cumplir el Decálogo.

La pregunta irrumpe en nuestro tiempo con renovada violencia, porque el hombre de hoy ya no vive al resguardo evidente de una fe religiosa común, con su orden de valores y su explicación de la vida humana. “al retirarse las aguas de la religión, han quedado solo pantanos y miasmas” (F.N). El hombre postmoderno se siente defraudado por Dios. Y, a lo sumo, respondiendo a un instinto cada vez más aturdido, se refugia en una vaga religiosidad hecha a la medida. Hace propio lo dicho por F. N.: “Si los dioses existen, no se preocupan de  nosotros”, expresión diametralmente opuesta a la afirmación cristiana de un Dios que se interesa por nosotros, que extrañamente nos ha amado hasta la locura.

El hombre se da cuenta de que el mundo moderno de la técnica, con todo su progreso y su pretendido bienestar, no es capaz de aportar una explicación satisfactoria. Siente que ese mundo con todas sus realizaciones práctico-técnicas en el fondo no está dominado por el hombre, ni resuelve los problemas fundamentales más humanos, sino que por el contrario los agudiza; el hombre se da cuenta que ese mundo no fomenta unos valores propiamente humanos, sino que constituye una amenaza, sin que pueda dar una respuesta a la cuestión del sentido del hombre. Para sobrevivir en tal situación es necesaria la droga, cualquiera que sea, incluso en trabajo. Solo un hombre alienado puede sobrevivir.

La misma política, la nueva religión, a la que consagramos toda nuestra devoción y de quién esperamos la salvación, “se preocupa solo del bienestar del hombre, no del hombre”. (F.N.) Un bienestar, obviamente, jamás logrado. Y es que esta nueva religión le ha apostado todo al dinero: cree que la vida del hombre es cuestión de dinero. Son las bestias del Apocalipsis que se poyan unas a otras. Lo hemos visto en nuestra Patria: conflicto en Chiapas, allá van millones y millones. ¿Cuánto dinero se ha destinado al encallecido problema de Oaxaca? Problemas en Michoacán, allá van más millones. En Guerrero, allá van millones. Y son lugares donde siguen teniendo su nido la marginación y la pobreza invencibles.

Quien no tiene unos valores objetivos y válidos que den sentido y orientación a su vida, no sabe en medio de todo esto quién es, de dónde viene, ni a dónde va. Eso es el hombre sin Dios, decía Pascal. Y para este fin poco nos puede ayudar el dinero. Siente entonces, el hombre, un vacío interior, experimenta un disgusto profundo y se rebela. En la creciente inquietud de nuestro tiempo, todas sus sonoras protestas y revoluciones, (el siglo pasado tuvo la manía de las revoluciones, hoy tenemos la manía de las protestas), en las que por lo general permanece oculto aquello contra lo que se alzan e incluso el objetivo que persigue, (anarcos), se evidencia un vacío interno abismal, un caos de absurda incertidumbre.  Se trata “del hombre enfermo de sí mismo” (F.N.).

En el fondo es una explosión de nihilismo, (= que se joda todo. V. Llosa), que revierte, que se vuelve contra sí mismo, que protesta contra sí mismo, contra todo cuanto no llena ese vacío interno ni nos libra del absurdo en que nos hallamos.  Es una expresión, aunque a menudo cargada de insensatez e inesperanza, de la pregunta inquietante acerca del sentido de la vida, acerca del sentido último, realmente válido,  fecundo y orientador de la existencia humana completa en el mundo. Tal podría ser la atmósfera vital del hombre de hoy, nuestra atmósfera.  Esta atmósfera es el material inflamable sobre el que nos movemos. (Emerich Coreth).

Dios revela el hombre al hombre. Tal vez se trate de una nueva formulación del pensamiento de Pascal: “fuera de Dios, el hombre no sabe quién es, ni de dónde viene, ni a dónde va”. El hombre es, entonces, un misterio impenetrable para sí mismo. Celebrar navidad es celebrar la decodificación del misterio del hombre.  Navidad nos dice que, en su Hijo querido, Dios ha irrumpido en nuestro mundo, en nuestra historia, en mi vida. Matando nuestra nostalgia infinita, asumiendo nuestra fragilidad, enriqueciendo nuestra pobreza, enjugando nuestras lágrimas, llenándonos de alegría indivisible, divinizando nuestra pequeñez e inmortalizando nuestra vida cancelando la muerte. (L. Boff).

Todo esto se esconde en aquél pequeñito que se mueve, lleno de vida, en la batea llena de paja. Él es el signo del encuentro de Dios y el hombre. Navidad no nos revela solamente el sentido último de la vida, la divinización y el sentido del autoentrega de Dios en el misterio de la encarnación, nos trae también alegría porque todo en esta noche anunciada  ha quedado iluminado.  Nos revela una nueva cara de Dios y nos da a conocer un nuevo tipo de poesía y lirismo divino.  “¿Cómo podríamos hablar del amor de Dios si Cristo no hubiera venido a nosotros?”, exclamaba S. Agustín.

Navidad nos proporciona la clave para descifrar algunos misterios profundos de nuestra existencia. Los hombres se preguntan angustiados: ¿Por qué hay tanto dolor?, ¿por qué tata humillación?, ¿por qué tanta pequeñez sentida y sufrida?, ¿por qué el abuso de los soberbios?, ¿por qué el triunfo de los perversos? Los hombres preguntaban a Dios y Dios parecía estar callado; en realidad preparaba la más inesperada respuesta. Los hombres buscaban argumentos para culpar a Dios de los desniveles de la historia, de las suertes desiguales, de la muerte del ser amado, del amor perdido, pero ninguna respuesta hacía enmudecer las preguntas nacidas de las raíces del corazón dolorido. Ni siquiera Job, la obra más potente sobre el tema en la literatura universal, ni las tragedias griegas, ni el registro de la estupidez humana, que llamamos pomposamente, historia, han sido una respuesta para el hombre, sino que, por el contrario, agudizan el enigma.

Ahora, es Navidad, Dios responde. Calla el hombre, no pregunta más, oye la narración del acontecimiento de la locura divina y humana: Dios nació pequeño, Dios se hizo historia, Dios se haya en un pesebre. No responde al porqué del sufrimiento, participa del sufrimiento de los hombres que ahora son sus hermanos, es más, él es el hombre de dolores en cuyas yagas seremos curados. Dios no responde al porqué de la humillación, sino que se humilló a sí mismo tomando la forma de esclavo;  y lo más inaudito, se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz, compartiendo, así, la fría soledad de nuestra muerte, y así nos devolvió la vida. Ya no estaremos solos nunca en nuestra inmensa soledad. Ya no vagamos por un inmenso desierto desolado; ha terminado el mito cruel del eterno retorno. (K. Raher). Él está con nosotros; ahora, en vez de solitarios, somos solidarios. Enmudece la argumentación de la razón, habla la narración del corazón. El amor se hace narrativa, historia de salud. Se narra la historia de un Dios que se hizo creatura, niño, que no pregunta, sino que hace, que no responde sino que vive, es, una respuesta.  La respuesta de Dios.

Solo el amor es digno de fe. Todo lo dicho, y más, se condensa en una palabra, para nosotros desgastada e incomprensible: el amor. S. Agustín recomendaba a su diácono encargado de las pláticas pre-bautismales, (que se extendía por un año): “Cerciórate de una sola cosa: que les quede muy claro que, la única razón de la venida de Cristo al mundo, fue manifestarnos el amor de Dios. Si Cristo no hubiera venido a nosotros, como uno de nosotros, ¿cómo podríamos hablar conocido el amor de Dios?

Comentado el salmo 109, S. Agustín vierte un pensamiento hermoso. “Dios, dice, estableció el tiempo de sus promesas y la época de su cumplimiento.

Fiel es Dios, que se constituyó en nuestro deudor; no porque haya recibido algo de nosotros, sino porque nos prometió tan grandes bienes. La promesa le pareció poco; por eso quiso obligarse por escrito, firmando, por decirlo así, un documento que atestiguara sus promesas, para que, cuando comenzara a cumplir las cosas que prometió, viésemos en ese escrito en qué orden se cumplirían. El tiempo de las profecías era -como muchas veces lo he afirmado- el del anuncio de las promesas.

Prometió la salvación eterna, la vida bienaventurada y sin fin en compañía de los ángeles, la herencia imperecedera, la gloria eterna, la dulzura de la contemplación de su rostro, su templo santo en los cielos y, como consecuencia de la resurrección, la ausencia total del miedo a la muerte. Ésta es, en cierto modo, su promesa final, hacia la que tienden todos nuestros cuidados, porque una vez que la hayamos alcanzado ya no buscaremos ni exigiremos ninguna otra cosa. También manifestó en qué orden se cumplirían sus promesas y profecías hasta alcanzar ese último fin.

Prometió la divinidad a los hombres, la inmortalidad a los mortales, la justificación a los pecadores, la glorificación a creaturas despreciables.

Sin embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble la promesa de Dios de sacarlos de su condición mortal -de corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza-, no sólo firmó una alianza con los hombres para incitarlos a creer, sino que también estableció un mediador como garante de su fidelidad: a su Hijo único. Y por él nos mostró el camino que nos conduciría hacia el fin prometido.

Pero no bastó a Dios indicarnos el camino por medio de su Hijo: quiso que él mismo fuera el camino, para que, bajo su dirección, tú caminaras por él.

Por tanto, el Hijo único de Dios tenía que venir a los hombres, tenía que hacerse hombre y, en su condición de hombre, tenía qué morir, resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y cumplir todas sus promesas en favor de las naciones. Y, después del cumplimiento de estas promesas, cumplirá también la promesa de venir otra vez para pedir cuentas de sus dones, para separar a los que se hicieron merecedores de su ira de quienes se hicieron merecedores de su misericordia, para castigar a los impíos, conforme lo había amenazado, y para recompensar a los justos, según lo había prometido”.

Si le quitamos toda la banalidad en la que la hemos envuelto, esto es Navidad: la revelación de un amor absoluto, personal e irreversible que se ha hecho cargo de nosotros. Y, ¿Quién podrá apartarnos de ese amor? Ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni la muerte, ni la vida, ni los poderes de este mundo, ni los demonios; nada ni nadie nos separará de ese amor. ¡Demasiado bello para ser cierto!, pensamos. Sin embargo, esto es lo esencialmente cristiano del cristianismo. Pero hay una condición: “El amor no quiere más recompensa que el amor que corresponde. Para su amor Dios no quiere otra cosa que nuestro amor”. (von. Baltasar). Aquí vale aquello de que “amor con amor se paga”. Y Dios no quiere otra cosa de nosotros.

Esa visión en mí se alza y se multiplica

en detalles preciosos y en mil prodigios rica,

por la cierta esperanza del más divino bien,

de la Virgen y el Niño y el San José proscrito;

y yo, en mi pobre burro, caminando hacia Egipto,

y sin la estrella ahora, muy lejos de Belén.

(R. Darío).

Navidad es la repuesta de Dios que sigue esperando la respuesta del hombre.