[ A+ ] /[ A- ]

 

Las Tentaciones constituyen un episodio en el que confluye toda la estupidez humana; o, si hemos de ser benignos, toda la debilidad de los hombres. Es nuestra historia de siempre; la historia de la rebeldía, de la emancipación, de la autonomía; de nuestros fracasos y nuestras frustraciones. Nos referimos al hecho “histórico”, pero transmitido en un montaje literario especial, según el cual Jesús fue puesto a prueba en el desierto; fue tentado, por Satanás. Dostoievski, como pocos, ha penetrado con su arte inigualable en el misterio de ese acontecimiento.  “El Espíritu inteligente y terrible, el Espíritu de la autodestrucción y del no ser que te habló en el desierto, y en los libros, nos ha sido transmitido como si te hubiese tentado. ¿No es así? Pero, ¿se podría decir jamás alguna cosa más verdadera que aquello que El te reveló, con sus tres propuestas y que tú rechazaste y que en los libros son llamadas tentaciones? Sin embargo, si ha habido sobre la tierra un verdadero y extraordinario milagro, fue aquél día, el día de las tres tentaciones”. Dostoievski pone estas palabras en los labios del nonagenario Gran Inquisidor de Sevilla. Las propuestas diabólicas deberían ser entendidas, pues, “como advertencias y consejos que tú debiste escuchar”.

La trascendencia del acontecimiento radica en el hecho de que “en aquellas tres propuestas que te dirigió el potente Espíritu inteligente, está como condensada y profetizada la entera historia de la humanidad, y en ellas están puestas las tres ideas en las que confluirán, después, todas las irreconciliables contradicciones de la naturaleza humana en el mundo entero”.  Sugestivas e inquietantes palabras del atormentado escritor que nos invitan a una lectura de la historia y los acontecimientos, también los de nuestros días, hecha a la pálida luz lejana de aquél encuentro terrible en el desierto del Jordán.   ¿Será posible que ahí estén contenidas las respuestas al desorden universal que vivimos?  También la historia espeluznante de una niña de 8 años, abandonada, interrogada, aterrorizada, que en su inocencia decide suicidarse. ¿Es creíble? La violencia debemos verla también desde las víctimas. El sufrimiento de los inocentes, he ahí la gran tentación.

La tentación ataca en su raíz la confianza en Dios. La tentación no es la que viene de la carne o del mundo. La tentación tiene un objetivo preciso. Las “tres propuestas del espíritu terrible” tienen un denominador común: quebrar la confianza en Dios, en su amor providente, en su sabiduría. En resumen: la tentación propone no creer en Dios. Ataca la fe, siembra la duda y la sospecha, la desconfianza sobre Dios. Su modo de ser y actuar con concuerda con nuestra lógica; luego, hay que rechazarlo. Además, los hechos lo contradicen. Eso es lo que el diablo le propone a Jesús. Y a nosotros. Quien quiera ver esta idea, vea la escena del Huerto de los Olivos, en el filme de Gibson, La Pasión. Ahí, el ataque ve dirigido directamente, y sin medias tasas, a quebrar la confianza que Jesús ha de tener en su Padre. Eso es tan terrible que Jesús suda sangre, se estremece, siente tedio, pavor mortal; no responde al tentador, solo ora con la frente pegada al suelo. Si tu Padre te amara, ¿crees que permitiría todo esto? Si te amara, ¿te condenaría a un destino tan horrendo? No; no es tu Padre; en todo caso, no puedes confiar en él. Busca una salida. Tal es el fondo de toda tentación.

¿Cómo es posible que Jesús haya podido ser sometido a una prueba de esa naturaleza?  No tenemos una respuesta fácil.  Ciertamente podemos aceptar que las tentaciones para Jesús radican en su claridad mental y tienen como eje central su calidad de Hijo de Dios: “si eres el Hijo de Dios”, es el motivo; si lo eres en realidad, usa esa condición,  el poder y las prerrogativas que te otorga, haz alianzas, manipula, tomo el poder, gózalo, úsalo, disfruta los lujos de los reinos de este mundo.  ¡Bájate de la cruz y creemos en ti! La propuesta diabólica es el uso del poder para fines propios.

El Espíritu potente aprovecha la claridad mental de Jesús para plantear alternativas perfectamente viables y poder esquivar, de éste modo y con tranquila conciencia, la voluntad de Dios cuya lógica se opone, y a veces radicalmente,  a nuestra inteligencia. ¿No nos ha dado Dios la inteligencia para usarla, y hacer más soportable nuestra vida de por sí amenazada y miserable? No hay pues, ningún pecado en usarla, pecado sería lo contrario. Y nuestra inteligencia nos indica caminos que no necesariamente coinciden con lo que nos dicen es la voluntad de Dios, nuestra lógica es preferible. La figura de Dios, entonces, se torna borrosa, lejana y problemática.  Aquí no hablamos de los intereses abiertamente egoístas y perversos del hombre. El Tentador es demasiado inteligente; existen almas y situaciones que es preferible dejarlas como están. Lo contrario sería burdo, poca finura, poca delicadeza de parte suya; no va con su estilo, El sabe más por viejo que por diablo y entiende que no hay que hacerse notar demasiado. Y prefiere que creamos en su inexistencia. Y mejor, aún, que ni nos ocupemos de él.

En su novela Los Hermanos Karamasov, Dostojevsky introduce una novela corta: La Leyenda del Gran Inquisidor.  En el siglo XVI, un día, Jesús vino, no con su poder como estaba anunciado, sino humilde como cuando caminaba por los caminos polvorientos de Galilea, “para visitar a sus hijos movido por su misericordia”; la escena tiene lugar en Sevilla, en los tiempos más activos de la Inquisición, la multitud lo reconoce inmediatamente, y, llorando, lo sigue y lo aclama; cura a los enfermos que le presentan y resucita a una niña que era llevada en ese momento a la Catedral para las honras fúnebres y la devuelve a su madre. La multitud, como antaño, delira de emoción. Por su parte, El Gran Inquisidor, un anciano de noventa años, ve de lejos la escena y manda los guardias de la Catedral para que lo detengan y lo encierren en los sótanos de la Inquisición.  Esa misma noche el viejo Gran Inquisidor baja a la celda para hablar con el Prisionero. El monólogo que ahí se desarrolla constituye una obra maestra de su autor e, indiscutiblemente, una cumbre en la literatura universal.

“Por dos o tres minutos le clavó la mirada en el rostro. Al fin se acerca en  silencio, pone el torso sobre la mesa y le dice: ¿eres Tú? ¿Tú eres? Como no recibió respuesta, dijo inmediatamente: ¿no respondes? ¿Callas? Y ¿qué podrías decir? Sé muy bien lo que dirías: por lo demás, no tiene derecho a agregar nada a lo que ya dijiste a su tiempo. ¿Por qué has venido a perturbarnos?; porque has venido a perturbarnos, y lo sabes muy bien. ¿Sabes lo que sucederá mañana? Yo no sabré quién eres Tú, ni querré saber si eres Tú o un fantasma. Pero mañana te condenaré y te haré quemar en la hoguera como al  más nefasto de los herejes, y ese mismo pueblo que hoy ha besado tus pies, mañana, a una señal mía, se abalanzará a atizar la hoguera, ¿te das cuenta? Si, tal vez lo sabes, dijo inmerso en sus pensamientos, sin despegar un segundo la mirada del rostro del Prisionero”.

El Prisionero no abrió la boca. El largo e imponente discurso tendrá como fin demostrar a Jesús su equivocación fundamental, su error imperdonable y su fracaso completo en su intento de hacer feliz a la humanidad. Ahora “nosotros” tenemos que corregir tu obra; no será tu Reino, sino el nuestro, el que construiremos; y esto es irreversible “porque tu dejaste las cosas en nuestras manos dándonos el poder de atar y desatar”. “Tu te equivocaste tremendamente”. La tentación se da cuando nosotros, los hombres, “pasionales, crueles y egoístas”, ponemos a Dios en el banquillo de los acusados. Detrás de la reflexión del autor está la inaudita crueldad del hombre capaz de todos los excesos, de los asesinatos, las guerras y el sufrimiento infligido a los inocentes, a los niños.  Estos hechos son lo que hacen dudar a Ivan Karamasov de la bondad de Dios. De aquí parte el discurso.

El error fundamental de Jesús fue no haber hecho caso al Tentador; el camino correcto es el que él le proponía: la manipulación, la mentira, el engaño, el exhibicionismo, las alianzas con los poderes de este mundo; requisar la libertad a los hombres, o sea, exactamente lo opuesto a lo mandado por Dios. “En vez de atender a lo que te decía el Espíritu terrible, preferiste obedecer a tu Padre”; tal fue el error fatal. Según el Tentador no se trataba ni siquiera de una desobediencia, sino, tan sólo, de seguir un “camino alterno”; tal es la sutileza del Tentador.  “No te faltaron avisos – dice el Inquisidor -, no te faltaron advertencias ni consejos”; las propuestas del Espíritu potente fueron esos consejos, avisos y advertencias. Fueron las Tentaciones. “Pero tu preferiste respetar la libertad del hombre. Error imperdonable”.

El viejo Inquisidor de 90 años, tras la diatriba, decide soltar al Prisionero; éste no abrió la boca  y escuchó atentamente todo el parlamento. Al final, “el Prisionero se acercó al anciano de 90 años, en silencio, y  le besó dulcemente en sus labios exangües de anciano. El viejo se sobresalta y tiembla. Se dirige a la puerta de salida, la abre y dice al Prisionero: ¡Vete, y no vuelvas más! ¡No vuelvas, nunca jamás! Y lo  deja ir por las oscuras calles de la Ciudad. El Prisionero se aleja”.

Enmendarle la plana a Dios, “corregir su obra”, he ahí la tentación. Hoy, desde la genética hasta la compleja organización social; la política, la economía, la tecnología y la educación, parece que le hemos dicho, no sólo que se ha equivocado, sino que no tiene nada qué hacer ni qué decir. Si a este Prisionero lo invitásemos hoy a nuestros congresos y cámaras, a reuniones de economistas y mesas de trabajo, políticos, iglesias y  comunicadores, de colectivos homosexuales, ¿no haríamos nuestras las palabras del viejo Gran Inquisidor? No lo necesitamos, nosotros podemos hacer las cosas mejor. Estamos un paso más adelante que Dostoievski; hemos dejado atrás, sin resolver, las revoluciones sociales; de hecho, están muy desprestigiadas. El hambre, la sed de poder, la manipulación y la gran mentira, la esclavitud, ahí están no obstante todas las revoluciones. La nuestra es la revuelta de hombre contra sí mismo, contra su naturaleza. Bien le podríamos decir: ¿de dónde sacó tu Padre que el matrimonio es solo entre un hombre y una mujer? ¿De dónde que esa unión, que llamas familia, sea el lugar de la vida? Se ha equivocado; nosotros vamos a corregir su obra. Lo podemos y lo vamos a hacer; vamos a demostrarle que se equivocó. Tenemos todo a nuestro favor: dinero, poder, tecnología, medios, y, hasta parlamentos y partidos, que no apoyarán en la lucha contra ti.

En ésta época post moderna y post humana,  creer en Dios no es fácil; nunca ha sido fácil. Aceptar su proyecto sobre la propia vida y sobre la historia pareciera ridículo. Para eso tenemos nuestra inteligencia.  Y estos nuevos dioses no acaban de desencantarnos.  El resultado final es un amplio y creciente ambiente de increencia. La fe se vuelve problemática, cuando no inútil.

La intemperie religiosa que padecemos en la atmósfera cultural de nuestro tiempo ha debilitado sin duda la fe de muchos. Los horrores de la historia de la humanidad en el siglo pasado, – y en lo va del presente -,  (el holocausto, las matanzas, las guerras, el sida, el hambre planetaria, las catástrofes naturales), golpean nuestra fe con más contundencia que muchos libros de los filósofos increyentes.

El descenso de la militancia cristiana es especialmente preocupante en el mundo de la juventud. Apuntan un abanico de caminos por los cuales se ha ido perdiendo la fe y la relación con la Iglesia: unos se han ido “silenciosamente” por un abandono progresivo y nada reflexivo. Otros, más jóvenes, no han tenido apenas una conexión de alguna consistencia con la tradición creyente. Otros, tras un tiempo de conflicto interior entre la fe y la increencia, han llegado a la conclusión de que la fe, lejos de resolver los problemas importantes de la vida, es un obstáculo para desenvolvernos espontáneamente en el mundo. Bastantes se han identificado con una percepción del cristianismo como algo extraño, caduco y reaccionario. No faltan entre ellos espíritus muy sensibles a la mediocridad, a la infidelidad, e incluso, al escándalo de creyentes y pastores. La tentación se torna “ambiental”. Es terrible. Por ello Jesús enseñó a sus discípulos a pedir a Dios que nunca los ponga en una situación en donde la fe, la esperanza y la confianza puedan desmoronarse.

Cierto, debemos de pensar en la fe de una manera más realista. La Revelación cristiana pretende dar una respuesta a ciertas cuestiones existenciales, teóricas y prácticas, a las que no escapa ningún ser humano. Pero ofrece esta respuesta exigiendo en prenda un compromiso y dejando subsistir como aval una cierta insatisfacción. En efecto, para creer es necesario hacer una apuesta, hace falta una decisión, comprometer la libertad, tomar un riesgo. La fe propone una respuesta a las exigencias fundamentales humanas (aporías), pero exige también un precio, nadie puede creer sin dolor, sin esfuerzo, sin riesgo, incluso, si las ventajas que procura la fe, luz para la inteligencia y fuerza para la voluntad, son ingredientes que, a su vez, ayudan a pagar esa aapuesta.

Por lo demás, incluso cuando la fe es sólida, no libera al creyente de todas sus preocupaciones: la fe no explica todo, ni sobre el hombre, ni sobre el mundo, ni sobre Dios. Porque lo que da la fe no es la certidumbre y la paz, sino la esperanza de una salvación global y total que va haciéndose. Nada nos es dado de una manera exhaustiva y definitiva en la fe. Después de todo, “la fe es la premisa de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve”. (Heb. 11,1)

«Dios me ha atormentado toda la vida». Esta frase es pronunciada por uno de los personajes principales de la novela “Los Demonios”; los personajes encarnan las más profundas vivencias de su autor. Dostoievski mismo ha probado el tormento de Dios. La última y más grande de sus novelas, “Los Hermanos Karamasov” termina con una profesión de fe entusiástica en la resurrección.  La obra de este autor se convierte en el testimonio y documento de una laboriosa búsqueda de Dios lo que hace de él un profeta de nuestro tiempo. Su fe es una fe combatida,  una fe sufrida. Tras su muerte, Tolstoi dijo de él: “Este hombre era el único que predicaba el cristianismo en Rusia”.