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a.- Jesús y el paralítico.

Es en la vida apostólica de Jesús donde Lucas habla del perdón de los pecados. Esto es un signo de contradicción para los que ven actuar a Jesús. En efecto, «¿quién pude perdonar los pecados, sino solo Dios?» (5,21). En el corazón de un acto de solidaridad (algunos intentan poner al paralítico en presencia de Jesús), Jesús ve en esto una actitud de fe: un grito hacia Dios y su misericordia. Sin unir explícitamente la enfermedad y el pecado, Jesús nos indica que la misericordia toca la unidad personal de todo el ser. La misericordia lo encuentra en el misterio de su historia para tocarlo y darle la consolación de la presencia divina. La curación, como el perdón de los pecados, es decir, la expresión exterior como la interior de esta consolación, no pertenece al poder del hombre. El poder de la obra de Dios en Jesús no está limitada ni por la gravedad de la enfermedad ni por el peso del pecado. Nada escapa a la misericordia de Dios. «¡Pues bien! Para que vean que el Hijo del hombre tiene poder sobre la tierra para perdonar los pecados, le dijo al paralítico: Yo te lo ordeno: levántate, toma tu camilla y vete» (5,24). Este despertar – este ponerse de pie -, es un fruto anticipado de la resurrección. Él pone en camino hacia la morada propia del paralítico. Él es perdonado ante su propio misterio de hombre y de Hijo: «Se levantó en el acto en frente de todos, cogió el catrecillo en que estaba tendido y se marchó a casa alabando a Dios», (5,25).  El estupor y el grito de aquellos que ven a Jesús actuar así, ha de comprenderse en el contexto de Ex. 34,6-7: “El Señor pasó delante de Moisés proclamando: El Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, lento a la cólera y rico en clemencia y fidelidad que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos». En Jesús se cumple el misterio de una misericordia que atraviesa las generaciones de su celo (amor celoso de Dios), de su exigencia y su ternura. El rostro de Dios se descubre en Cristo.

 

  1. b) Jesús y el buen ladrón.

Después de haber pagado por los hombres el precio de la salvación de éstos,  mediante su condena y crucifixión («Padre perdónalos porque no saben lo que hacen»), Cristo se abandona completamente a la voluntad del Padre. La violencia y la muerte  son la otra cara de aquello que es la misericordia. Crucificado entre dos pecadores, contado entre los sin ley (22,37; Is. 53,12), Jesús expresa todavía con mayor claridad la ley de la misericordia según la cual ofrece su vida.  Si existe una justicia humana, ésta debe ejercerse con los malhechores sobre la cruz y para los inocentes, deben existir el perdón y la salvación. Es exactamente lo contrario lo que sucede y hunde a Pilatos. Puesto en el rango de los pecadores, Jesús es la misericordia en acto.  Él toma el pecado de los hombres, escucha la confesión y la súplica de uno de los malhechores y él le promete la justicia eterna en el reino de los cielos.  Esta acción profética en el momento de su muerte, que funda todas las reconciliaciones sacramentales, es un signo esplendoroso de la misericordia que perdona los pecados y da la vida por siempre.  El ser-personal del buen ladrón es tocado como él del paralítico, y la resurrección se promete a través del perdón del Hijo del hombre: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (23,43).

 

Estos dos ejemplos nos permiten comprender el tiempo de la misericordia que significa e inaugura con el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.  Desde los orígenes, el hombre busca penetrar el misterio de la inocencia, del mal y del pecado. El A.T. es la prueba de éste loco amor de Dios por su pueblo y de su fidelidad renovando la alianza con él.  De parte del hombre, el deseo de una nueva alianza y del perdón, y de ser limpiado de la gravedad del pecado, marcan las etapas espirituales de su vida.  Es en este hundimiento moral del pecado donde se juega la profundidad del amor salvador de Dios y de su misericordia. Pero, ¿qué hace ésta misericordia?, ¿nos devuelve a la pureza e inocencia?, ¿la obtenemos únicamente al confesar nuestras faltas?, ¿es impotente ante un pecador que no se ha convertido?, ¿qué ha sucedido después que Cristo a muerto y ha resucitado?

 

Existe la posición protestante ante estas preguntas. Con alguna frecuencia la sostiene Ricoeur. Nosotros reflexionamos y actuamos en la angustia, el deseo o la aspiración de la reconciliación. En esta situación nos encontramos siempre en un mundo donde la falta permanece presente como un recuerdo constante de nuestra impotencia y de nuestra completa culpabilidad. Vivimos fluctuando entre el mal realizado y la restauración del porvenir. Reflexionamos ante el destello que marca siempre el antes y el después del mal cometido (y sus consecuencias), y el antes de la resurrección y el porvenir de una inocencia esperada, pero de la que no gustamos todavía. (inocencia, viene del latín nocere, que significa hacer daño. Con la preposición in viene a significar lo que no daña; en este sentido, un niño es inocente porque no hace daño. El pecado es hacer y hacernos daño.)

 

De hecho, es importante, poder situar la misericordia en el tiempo del hombre, en la historia que continúa, y para nosotros, en la economía eclesial, (los sacramentos de la nueva alianza, en el gran sacramento de la iglesia): antes o después de su falta; antes o después del acto histórico de donación realizado por Cristo, por todos en la cruz. Para ciertos cristianos, el perdón es un más allá de la moral y de los actos mismos del hombre: es una gracia. La mística iría más allá de todas las categorías de los actos, y particularmente de la moral.  Para otros, el perdón es aquello de lo que nosotros no deberíamos tener necesidad, ateniéndonos a  la pureza del corazón. Para otros en fin, el perdón es aquello con lo cual nosotros debemos contar, vivir y enraizar para estar ya en la vida eterna.  Estas posiciones están enraizadas en las percepciones diferentes de la acción misericordiosa de Dios en la historia. Estas son decisivas para la vida espiritual y la acción pastoral.  (continuará)