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En el centro de nuestra civilización occidental está la madre. Tomemos el calendario y recorramos sus páginas atrás. Llegaremos al primer año. El inicio de nuestra era estuvo marcado por doce palabras que pronunció una mujer: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Esa sencilla frase expresada por la Madre del Mesías ha sido la más trascendente de todos los tiempos. Gracias a esa doncella llamada María, se puso en marcha el éxodo de Dios hacia la tierra para desposar a sus criaturas. “El Verbo de Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros”, escribirá emocionado san Juan. Gracias a la Virgen Madre se encontraron el abismo infinito de Dios y el abismo de la miseria humana. Con la llegada de un Hijo –el Esperado– y con su Madre nació nuestra civilización.

Las madres tienen secretos. Ellas conocen a sus hijos, intuyen sus problemas, sufren cuando ellos sufren y se alegran de sus alegrías; están en sintonía con ellos por una especie de radar invisible que llevan en el corazón. La Virgen María también tenía un secreto, pero no era uno cualquiera. Era el secreto más grande de todos los tiempos. Fue a la primera a quien Dios se lo compartió, y no se cómo no se murió de vértigo: Aquel por quien habían sido creados los mundos y las cosas, Aquel por quien los ángeles, los hombres y todas las cosas vienen a la existencia, estaba ahora creciendo en su vientre. El misterio escondido desde siglos en la mente de Dios –¡la Encarnación del Verbo!– habitaba en ella. En su seno estaba el punto de llegada de toda la creación y el punto de inicio de la redención.

Muchas mujeres, si pudieran escoger al padre de su hijo, elegirían a artistas o deportistas famosos, y se sentirían orgullosas de que alguna de sus cualidades se le pegara al niño. Dios se dio el lujo de elegir, para darle carne humana a su Verbo, no cualquier carne de mujer sino a la más humilde y bella de las mujeres. Por eso el Hijo de Dios se hizo Hijo de la Virgen María. ¡Qué misterio! ¿Quién se atrevería a llamar ‘hijo’ a Dios? Sólo ella lo puede hacer. Y lo hará eternamente porque en el cielo jamás se acabará esa relación de parentesco entre la Madre y el Hijo. Ella para siempre dirá ‘Tú eres mi Dios, Tú eres mi Hijo’. Desde que María dijo ‘Hágase’, desde ese instante y para siempre, Dios será hijo de María y María será su Madre, por los siglos de los siglos.

Al mirar la historia y ver grandes personalidades, nos preguntamos quiénes fueron sus padres, especialmente sus madres, porque son ellas quienes imprimen mejor su huella en el alma humana. ¿De dónde sacó san Agustín sus virtudes? ¿Qué leche mamó para alcanzar su estatura espiritual? Tras él estaban los ejemplos, el temple, el carácter, las oraciones y las lágrimas de Mónica, su madre. Y en la vida de san Juan Bosco tuvo que ser grande Margarita para dejar impresa en el alma de su hijo lo mejor de ella misma.

Si Jesucristo es “el más bello de los hombres”, como dice el salmo 44, quiere decir que no solamente lleva impreso el sello de su Padre por su divinidad, sino también el sello de su Madre por su humanidad. Todas esas cualidades físicas, humanas y espirituales que Dios puso en la Virgen María, ella se las transmitió a su Hijo a través de los años. Así que en la eternidad del cielo los rostros y las personalidades de Jesús y de María cantarán eternamente su semejanza.

¡Qué momento tan bello y especial debe ser para una mujer tener a su bebé en sus brazos por primera vez! Muchas madres lloran al contemplar ese pedacito de carne vivo nacido de sus entrañas. ¡Y qué paz y consuelo debe sentir un recién nacido al ver y sentir el calor de su madre! ¿Cómo habrá sido la primera mirada de María hacia el niño Jesús? La madre, por primera vez, le daba su calor, su ternura, sus caricias. Y el Niño, que abría sus ojos grandes, veía en ella a la más bella de las criaturas. En aquella mirada femenina, ¡qué bien se sintió Jesús por hacerse hijo del hombre!

Mayo es el mes de las madres. Habrá muchos que agradezcan a Dios por haber tenido una mamá que los sacó adelante por los caminos de la vida con abnegación, desvelos y esfuerzo, expresión de un amor sin medida. Habrá otros menos afortunados que, por alguna razón, recordarán a sus madres con dolor o amargura. Pero todos tenemos una Madre que es la puerta para entrar en el misterio de Dios. Por esa puerta entró Jesús a la tierra, y a través de ella Jesús devolverá el mundo al Padre. Quien quiera encontrar a Dios en su vida, busque a la Virgen María.