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Más difícil que el escribir en sí, es elegir el tema; tiene uno que estar al acecho de acontecimientos que revistan especial importancia y entre ellos seleccionar hasta por razones de empatía. El escollo a evitar es la avalancha de la noticia donde se refleja lo embrollado de la realidad.

De entre el caos de mi biblioteca tomé un pequeño librito, olvidado, del extinto cardenal Carlo María Martini, arzobispo de Milán que fue, y que no llegó al papado porque él de JP II se prolongó mucho. Jesuita, el cardenal Martini se hizo célebre por una serie de conferencias amenas, sencillas, accesibles, sobre temas bíblicos, – Martini fue uno de los más célebres biblistas del siglo XX, sobre todo en el trabajo que culminó con la reconstrucción del texto griego del NT. – conferencias, digo, dirigidas especialmente a los jóvenes que acudían en gran cantidad a escucharlo. El llamaba a estas reuniones “Escuela de la Palabra”. Dichos encuentros cuajaron en pequeños folletos de fácil lectura y gran éxito.

El librito que encontré en el citado “caos” es un comentario al salmo 51 (numeración hebrea), conocido histórica y universalmente como el «Miserere», salmo penitencial con el que el hombre, todo hombre, reconociendo su culpa, pide perdón y misericordia a Dios. Cuando Dios acusa y nos pone delante los pecados, (salmo anterior, 50), el hombre sólo puede reconocerse culpable; pero puede apelar a la «misericordia» de Dios. De este modo se consuma la «justicia», la «salvación» que se iba preparando en el salmo anterior (50). El salmo 51 ha sido interpretado por el arte humano en todas sus modalidades, poesía, música, pintura, literatura e inspiró parábolas tan profundas como la del “hijo pródigo”. Me llamó la atención poderosamente el hecho de que este pequeño libro fuese prologado por el Magistrado Adolfo Beria di Argentine, presidente del tribunal para menores en Milán. ¿Qué interés común puede haber entre el salmo 51 y el juez del tribunal para menores?

1.- El hombre, ante Dios, tiene que reconocer su propia «injusticia» e invocar la misericordia; entonces Dios le da su propia justicia, lo «justi-fica» (justum fácere), que es lo mismo que salvarlo. Este es el gran juicio de Dios, juicio que comienza acusando, obligando al hombre a una especie de muerte o sacrificio espiritual, para salvarlo de ese abismo. Dios ha querido que su Hijo se hiciera solidario del hombre, hasta la última consecuencia del pecado, que es la muerte. Pero el Padre salva a su Hijo de la muerte demostrando la «justicia» de Jesucristo y convirtiéndolo en nuestra justicia. Este juicio de Cristo, que es muerte y resurrección, se repite en el juicio de la penitencia cristiana. Tal es la hermosa, profunda, y universal belleza del salmo 51; rebasa lo estrictamente judío o cristiano y se instaura en todo hombre como tal que necesita reconocer su deficiencia, su incapacidad, su impotencia y, por lo tanto, la necesidad de ser salvado.

La primera estrofa del salmo 51 dice así: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado”. Es una súplica del reconocimiento de la culpa, se implora misericordia: borra, lava, limpia, designa una tarea de reconstrucción, de limpieza profunda; y el cardenal traduce culpa, delito y pecado, por términos existencialmente más cercanos, y además, fieles a la lengua original: «borra mi rebelión, lávame de toda mi desarmonía, sácame de mi extravío». Y la palabra misericordia, el cardenal prefiere traducirla por gracia, hazme gracia, lléname de tu gracia. Luego se pide piedad.

El autor del salmo reconoce una verdad perfectamente olvidada en nuestra práctica religiosa: Dios es el primer ofendido cuando ofendemos al hermano. Dice el salmista: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces». Este salmo es atribuido tradicionalmente al David arrepentido por la traición, el engaño, el abuso de poder y el asesinato de un esposo para quedarse con la mujer; David reconoce que su pecado, antes que nada, es contra Dios.

La llamada es importante para nosotros que estamos justamente acostumbrados hoy a subrayar los aspectos sociales del pecado: es decir, el pecado no es solamente contra Dios, sino que toca a la Iglesia, disgrega a la sociedad, hiere a la comunidad. Aquí se nos recuerda que Dios está detrás de cada hombre, de cada persona a la que nosotros tratamos mal, a la que engañamos o despreciamos; que Dios está detrás de cada empleado que tratamos mal.

Nos ponemos contra Dios cada vez que rechazamos al hermano o a la hermana que nos están cerca y que esperan de nosotros un gesto de caridad o de justica. Todos los problemas de la historia, el problema ético, el problema de la justicia, de la paz, el problema de las justas relaciones familiares, personales, sociales, son el problema del hombre en su diálogo con Aquel que lo ama, lo conoce y lo ayuda a conocerse en la verdad.

En efecto, no se dice: he pecado, me he equivocado. Se dice: ‘Contra ti he pecado’. La personalización de la culpa es al mismo tiempo un acto de profunda verdad y un acto de extrema claridad, porque este reconocimiento del hombre que habla así, que está educado a hablar así, no tiene nada que ver con el sentido deprimente y degradante de culpa.

Todos nosotros estamos sujetos a momentos de tristeza sin salida, de ira, de indignación, de venganza contra nosotros mismos: sufrimientos inútiles que nacen del sentido de culpa que no se ha vivido en un diálogo con Dios, sufrimientos que no pueden hacernos mejores.

De esta conciencia brota la súplica: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme… no me quites tu santo espíritu, afiánzame con espíritu generoso». Esta súplica versa sobre una nueva creación, re-crear, re-generar, re-educar, re-insertar; se trata de suprimir el caos existencial de una vida dominada por las pasiones descontroladas. El salmista es consciente de que no basta su buena voluntad; se requiere una fuerza externa y poderosa que haga emerger del abismo a la persona. Se trata de re-crear al hombre destruido por el pecado. El objeto de este acto creador y restituidor que se le pide a Dios es la alegría. La alegría es la experiencia fundamenta que deberíamos sentir todos. Y, sin embargo, muchas veces recordando nuestra experiencia cristiana, tenemos que considerarla como una experiencia que se arrastra con cansancio. Nietzsche decía del cristianismo que era la religión de la angustia. No porque la alegría no esté dentro de nosotros, sino porque no la expresamos, no le abrimos el camino, y así queda escondida, casi imperceptible.

El espacio para la alegría es el momento de la oración, de la adoración, del silencio, del canto, del diálogo; también es el momento del sacrificio, de la donación de sí, de la renuncia; es el momento del canto interior. En estos momentos la alegría, que es don de Dios, estalla dentro de nosotros hasta sorprendernos: «devuélveme la alegría de la salvación», dice el salmista. Solo entonces podremos anunciar y compartir con los demás dicha alegría, anunciar a otros el amor que redime y levanta. Tal es el entramado psicológico del salmo.

2.- La lectura del librito (volumetto), impresionó en serio al Magistrado, juez del tribunal para menores en Milán, a grado de prologarlo. El asistía a las charlas del cardenal. Decía más arriba que para escribir hay que estar al acecho y que en la noticia. Y así, surgieron noticias estos días en torno a las escuelas de mejoramiento social en nuestro estado, reubicaciones y las consecuentes movilizaciones maternas. Pero antes de pasar adelante con el tema se impone una pregunta respetuosa, solidaria, pero que siento necesaria: ¿Por qué esas mamás no se juntaron, mejor, antes, para impedir que el adolescente cometiera un delito? ¿No es mejor prevenir que lamentar? ¿Por qué ese amor explicable, legítimo, que merece nuestro respeto y atención, no se manifestó antes sobre esos adolescentes acompañándolos para impedir que llegaran al tribunal? ¿Por qué no vemos a tiempo, “la desarmonía, el extravío y la rebelión de los chicos?

El Magistrado Beria dice lo siguiente, parto del concepto base: el pecado para la moral religiosa; el de comportamiento desviado de menores para el trabajo de nosotros los jueces. Parecen dos cosas distantes, reguladas por leyes distintas, pero leo que el cardenal, para expresar el concepto base usa tres palabras distintas: borra mi rebelión, lávame de toda mi desarmonía, líbrame de todo mí extravío; y entonces me encuentro con emoción ante los rostros de tantos jóvenes que llegan al tribunal. En efecto, no encuentro en ellos sentimiento de culpa, menos de pecado, pero, claro que encuentro rebelión o desarmonía o extravío, o las tres cosas juntas. Y siempre me impresiona esa dimensión tan humana, de humana fragilidad y a menudo de franca inconciencia que está detrás del comportamiento extraviado.

Por consiguiente es natural que nosotros, jueces de menores, tengamos conciencia de la “personalización de la culpa”, esto es, comprendemos que detrás del comportamiento desviado siempre hay una persona, la rebelión o el extravío de una persona; y que nuestra tarea fundamental consiste en animar a la persona que tenemos delante, sacándola de la rebelión, del extravío, de la desarmonía interior en la que se encuentra prisionera por muchos oscuros motivos.

Llama la atención al Magistrado lo dicho por el cardenal sobre el arrepentimiento cristiano y los “arrepentidos” de los mafiosos (I pentiti); estos equivalen a nuestros “testigos protegidos”. Dice el cardenal: “Cómo es de distinta esta realidad (arrepentimiento cristiano) de los llamados arrepentidos judiciales. El arrepentimiento judicial ciertamente puede producir ventajas humanas para la colaboración que se proponen, pero no tiene la fuerza para purificar la conciencia de la sangre derramada. El arrepentido tendría que decir todavía: “mi pecado está siempre delante de mí”. Reconozco “mi pecado”.

He querido transcribir este texto, dice el Magistrado Beria, no sólo porque tuvo ecos periodísticos, sino porque sirve para una profundización seria sobre la relación entre arrepentimiento, readaptación y reinserción social. En efecto, en él hay conciencia de que la reinserción está unida al ser distintos y transformados respecto del momento del pecado o de la culpa; y que la transformación en hombre distinto pasa a través de un arrepentimiento profundo, no superficial o, incluso, fingido. Para la justicia humana esta doble conciencia voluntariamente ha quedado abandonada, y no sólo para los “arrepentidos” del terrorismo que colaboran, sino para todos los jóvenes que pasan por nuestros tribunales; no queremos estigmatizarlos; no hacemos, pues, hincapié en el valor de su arrepentimiento; no hacemos entrar ninguna “pena” (dolor, arrepentimiento, penitencia, sanción) en la acción judicial; les concedemos el perdón (judicial) casi tratando de no dejar huella de nuestra intervención, a menos que sea amonestación educativa y social. Parece que regalamos el perdón de un pecado sin culpas voluntarias (y, por tanto, sin exigencias de cambio y transformación interior) en vez de administrar justicia; casi somos más misericordiosos que el Padre Eterno.
En otras palabras, dice Beria, no creo, aunque pueda aparecer un poco contra corriente respecto de muchos colegas míos, que nosotros jueces podamos pasar por encima de dos elementos fundamentales: “la especificidad del comportamiento desviado y de su reconocimiento”; el comienzo de un “cambio sicológico y humano” del joven que mandamos absuelto y perdonado. Y esto no porque, como dice el cardenal, se requiera siempre una “confesión específica” por un buen examen de conciencia o por un verdadero camino penitencial, sino porque hay que educar al joven para que enfoque las motivaciones y las características de sus actitudes, sin la peligrosa sensación de poder permanecer en continua ambigüedad no sólo sobre el juicio de valor acerca de los propios comportamientos, sino inclusive sobre la concreta y específica configuración de los mismos.

Que lejos estamos de comprender la verdadera naturaleza de la acción judicial, no solo en lo referente a los menores, sino, incluso, en los reclusorios para adultos. La reflexión de este juez sobre el texto sencillo del cardenal, es en realidad importante. Y gira en torno a una pregunta muy sencilla: ¿qué estamos haciendo los jueces con nuestros jóvenes internos? ¿Tenemos, en realidad, la capacidad de transformar esas almas heridas? ¿Podemos hablar, en serio, de re-educación, de re-adaptación, de re-inserción, de re-generación? ¿Estamos haciendo algo en serio en esta dirección, o simplemente, al cumplirse el plazo los echamos a la calle? Y, ¿qué le devolvemos a la sociedad? Seres deshechos, con un mayor resentimiento a cuestas. El Diario menciona, este viernes, un caso muy sonado que abona lo dicho.

Una verdadera sanación, (arrepentimiento, conversión) presupone con carácter de necesidad el reconocimiento del carácter desviado de nuestra conducta; sin esta conciencia, es imposible cualquier “re”. Lo hemos visto hasta en la saciedad. Se necesita, pues, dice Beria, la dimensión decididamente religiosa en el proceso de la re-adaptación. “Desde lo más profundo, debemos decir: «Crea en mí, Señor, un corazón nuevo; renuévame por dentro, devuélveme la alegría de tu salvación». De lo contrario, nuestro sistema penitenciario (de penitencia) será un carrusel.