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La fecha manda.

Día de difuntos. Hoy me ocupo de la oración  por los difuntos que, con matices y diferencias profundas, es común a todas las religiones, aun las más primitivas.  Tal práctica ha dado lugar a excesos tales como el animismo o la reencarnación. Monumentos mortuorios, pirámides egipcias, epitafios, hoy la congelación,  todos rebeldía ante la muerte. Algunos epitafios son celebres; él del tío de F. Cabral, dice: “Aquí sigue descansando el tío Facundo”. “Aquí yaces, y haces bien, descansas tú y yo también”, epitafio en la tumba de una otoñal señora.

 

Dentro del cristianismo la oración  por los difuntos  es una praxis que se está en sus mismos orígenes.   Oramos por los difuntos siempre; y la iglesia reserva un lugar especial en la estructura de la misa para orar por los difuntos, además, de un rito exequial  rico y amplio. Ninguna otra intención es tan solicitada; en un segundo lugar está la oración por los enfermos

 

Pero, ¿cómo es posible esto? ¿Qué expresa nuestra oración por los difuntos? En realidad, ¿podemos ayudarlos con nuestras oraciones? Y, ¿ayudarlos a qué?

 

Triste cuando  el finado queda completamente solo, porque sus deudos no son creyentes. Queda un vago recuerdo y sus cenizas se dispersan  en cualquier parte para decir que después de la muerte, ya no queda nada. No hay un signo, no hay un epitafio, no hay una tumba. Sabedora la iglesia que hay difuntos olvidados, – ánimas en pena -, ora por todos los difuntos en todas las eucaristías e, igual en sus devociones. Hay difuntos por los que nadie reza: los depositados en las tumbas clandestinas, los olvidados en las morgues. Pues bien, en la estructura  de la misa, la iglesia encomienda a Dios a esos  difuntos, “cuya fe solo Tú conociste”.

 

La esperanza.

Triste cosa es morir privado de toda esperanza. Nuestra vida, lo sabe el creyente, es un encaminarnos lleno de confianza al encuentro con el Juez que conocemos como nuestro Abogado. “Vivir es ese encuentro/ Tú por la luz/ el hombre por la muerte”. El escrito más a antiguo del cristianismo, la 1ª Carta a los Tesalonicenses, trae este resumen: “Hermanos, no queremos que ignoren lo que pasa con los que se duermen (mueren), para que no se aflijan como aquellos otros que no tienen esperanza. ¿No creemos que Jesús murió y resucitó? Pues también a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él. (4,13)  Tal es la profesión más antigua al respecto, llegada hasta nosotros, pero que resume la quintaesencia, el núcleo de nuestra fe. En el “Credo” profesamos: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro”. Se trata, pues, de una esperanza cierta cuyo fundamento es la resurrección de Jesucristo. Si él no resucitó, tampoco nosotros ni los que nos precedieron; quedamos, entonces en el vacío y la obscuridad totales. Si ha asistido a un misa exequial se habrá fijado que todo gira en torno a la resurrección de Cristo. Sin ella, el cristianismo no aportaría absolutamente nada al la vida del hombre.

 

Tal esperanza cierta deja, sin embargo, en pie la pregunta: ¿Por qué orar por los difuntos? ¿Es esto posible? Todo parte de un dato que se remonta al antiguo testamento y que refleja, además, una intuición subyacente a todo el judaísmo anterior y, a la postre, a todo hombre. Es útil y conveniente rezar por los muertos.  Nuestros seres queridos siguen necesitando nuestra ayuda y, ¡nosotros la de ellos! Este dato se refiere a lo que hizo el líder judío Judas Macabeo, (año 100 a.C) cuando en medio de la cruenta  guerra que sostenía contra Antíoco Epífanes, defendiendo la pureza y la libertad de su religión, hizo una gran colecta y recogió la notable cantidad de 2 mil dracmas de plata, que envió a Jerusalén para que se ofreciesen sacrificios de expiación por los pecados de los que habían muerto en la batalla.  (2Mac 12,43-46) Sobre algunos de los soldados muertos recaían dudas de apostasía, por lo tanto, era necesario ofrecer oraciones para el perdón de los pecados. Y el autor del libro comenta así la acción de Judas Macabeo. «En efecto, orar por los difuntos para que se vean libres de los pecados es una acción santa y conveniente.  Acción elevada y noble, inspirada en el pensamiento de la resurrección. Puesto que si él no hubiera esperado que aquellos muertos hubieran  de resucitar, habría juzgado vano y superfluo orar por ellos. Pero, él creía en la gran recompensa reservada a los que mueren piadosamente».

 

El redactor del libro alaba a Judas Macabeo por tres cosas: su esperanza en la resurrección, su esperanza en el perdón de Dios a los que han muerto en una situación dudosa, y en fin, su convicción de que existe una comunión entre los vivos y los muertos, que permite a los primeros interceder por los segundos.  Si se piensa en esta dimensión de la fe, nos resulta fascinante el hecho de que los lazos con los seres queridos que nos han precedido con el signo de la fe, no quedan rotos. Existe una comunicación constante; siguen siendo nuestros seres queridos y se cumple la sentencia de Jesús, que constituye la oración de la iglesia: nuestro Dios no es un Dios de muertos, es un Dios de vivos; para él, todos estamos vivos.

 

Comentando este pasaje, escribe B.XVI: “Esta praxis, (de Judas Macabeo), ha sido adoptada por los cristianos con mucha naturalidad y es común tanto en la Iglesia oriental como en la occidental. Vista en esta perspectiva, ¡qué hermosa es nuestra fe, y qué consoladora! Se cumple el aserto bíblico según el cual el amor es más fuerte que la muerte. Se puede dar a las almas de los difuntos «consuelo y alivio» por medio de la Eucaristía, la oración y la limosna. Que el amor pueda llegar hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte, ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón?”

 

No pocas veces me he encontrado con personas que padecen síndromes depresivos por la muerte de sus seres queridos, convencidos de que no fueron buenos con ellos en vida. Lo sueño todas las noches, no se aparta de mi mente, ¿qué es lo que tengo que hacer?, se preguntan con claros signos de ansiedad. Y ¿quién no tenemos algún remordimiento por la forma en que nos comportamos y relacionamos con nuestros padres, nuestros seres queridos, fruto de la debilidad humana o de la culpa franca? Es entonces cuando esta verdad puede ayudarnos también a reparar nuestras propias deficiencias y ayudar a que los que han partido queden purificados de sus defectos.

 

Tal ha sido la milenaria praxis de la iglesia. Esta convicción la tuvo muy arraigada la iglesia antigua. Las misas se celebraban teniendo como altar las tumbas de los mártires. La liturgia deja constancia muy pronto de una oración por los difuntos. San Cipriano (+258) pensaba en los cristianos que habían apostatado por debilidad durante una persecución y a los que la muerte había sorprendido antes de que hubieran recibido la reconciliación. Son por ello objeto de la oración de la Iglesia. Cirilo de Jerusalén (+386) da un doble sentido a la conmemoración de los difuntos en la liturgia de la eucaristía: encomendarnos a su intercesión e interceder por ellos. Esto puede parecer contradictorio, pero esta contradicción es solamente fruto de nuestra ignorancia: no sabemos quién puede interceder por nosotros ni quién tiene necesidad de nuestra intercesión. Por eso hacemos memoria de ellos pensando en las dos situaciones en que pueden vivir. En ambos casos, la Iglesia vive de la «comunión de los santos» entre los vivos y los muertos.

 

Una purificación necesaria.

La imaginación de los siglos se ha empleado demasiado a propósito del purgatorio. Hablamos de las benditas almas del purgatorio y del deber de interceder por ellas. Y esto es completamente cierto a condición de que entendamos mejor lo que es el purgatorio. No es otra cosa que un proceso de purificación. Ni el cielo ni el infierno ni el purgatorio son «lugares», en todo caso, son «estados». Pero, ¿de qué purificación se trata?

 

La vuelta a la experiencia nos puede hacer entenderlo fácilmente. Nuestra conciencia contiene ciertas zonas opacas, no suficientemente iluminadas, debido a los acontecimientos dolorosos de nuestra vida o a que algunas de nuestras acciones pasadas nos hieren todavía, – las llamamos traumas -, y nos impiden encontrar la verdadera libertad. Todo no se ha resuelto en una caridad plena. Hay ciertos apegos no buenos o ciertos hábitos malos que mantenemos aunque quisiéramos deshacernos de ellos. Hay en la trama de nuestras relaciones toda una serie de dimensiones «no expresadas» que no son conformes al amor. El lenguaje tradicional habla aquí de orgullo, de egoísmo, de mentira, de violencia. Nuestro corazón sin duda está vuelto hacia Dios, pero sigue estando dividido. Ningún santo, por santo que haya sido, ha superado del toda es dimensión. Existen fuerzas poderosas, que llamamos pecado, y que llegan a condicionar nuestra vida. El mismo S. Pablo lo reconoce en forma dramática: “Querer el bien está en mí; realizarlo no, puesto que no hago el bien que quiero sino el mal que aborrezco”. Estamos, en definitiva, lejos de la verdadera «transparencia», a la que no podemos llegar aquí abajo, pero que es necesaria para ver a Dios y reflejar su luz.

 

Nadie es perfecto.

No podríamos, sin duda, soportar el choque de los juicios que el conjunto de los que nos conocen tienen de nosotros. Porque cada uno de nosotros vive en una especie de «burbuja» protectora que le permite, en virtud de la «cortesía» necesaria a toda vida social, ignorar lo que los otros dicen y piensan de él, a menudo equivocadamente, pero a veces también con razón. Las famosas “máscaras” que solemos utilizar. Sabemos bien lo que pensamos de ciertas personas, lo que determina nuestro comportamiento respecto de ellas y que nunca les diremos. Decía Pascal que, si todos supiéramos lo que decimos unos de otros, no habría dos amigos en el mundo. Pesimista ese Pascal. Para entrar en la luz y la transparencia de Dios, tenemos que desembarazarnos de todo eso y considerarnos bajo una luz cruda, dolorosa al principio, pero purificadora porque tiene por objetivo poner de manifiesto la verdad sobre nosotros mismos, sin mentira, y conducirnos al amor pleno. Sea como sea, un día tendremos que salir de nuestra «burbuja». Esa purificación sería el purgatorio. Purgar es limpiar. Purgatorio es, pues, un proceso de purificación.

 

Culpa no expiada.

En la zona fronteriza del pensamiento católico está H Küng, hablando del purgatorio, dice que sigue en pie el hecho «de la culpa no expiada» en la historia universal, que no siempre es, desde luego, el juicio universal. Por eso se comprende la siguiente pregunta. ¿Ha de ser la muerte ante Dios, esa última realidad, la misma para todos?, ¿la misma para los criminales y las víctimas; la misma para los que han cometido múltiples asesinatos y para todos los asesinados?, ¿la misma para quienes se esforzaron toda la vida en cumplir la voluntad de Dios y fueron una auténtica ayuda para su prójimo, y para quienes impusieron su propia voluntad a lo largo de la vida, viviendo egoístamente y abusando de los demás?, ¿no habría que dudar de la justicia divina si todos accedieran de la misma manera a la divina bienaventuranza? No; un asesino, un ladrón, un delincuente o de un modo general, un impuro, un no iluminado, no pueden en absoluto encontrar el eterno descanso en Dios si no se ha purificado y acendrado antes. Es claro que no pueden estar sentados en la misma mesa del banquete celestial los sicarios y sus víctimas, no podemos sentar en la misma sala celestial a los que van saliendo de las tumbas clandestinas y a sus asesinos. No se puede correr la misma suerte. Anhelamos la justicia divina que consume el equilibrio roto. Es lo que expresamos cuando, decepcionados de la justicia humana, decimos: ya lo pagarás con Dios. Y en caso extremo, se perfila la hipótesis terrible del infierno que, sea dicho de paso, hay que entenderlo también mediante un lenguaje más dinámico y más de nuestro tiempo, como la frustración eterna, irreversible y absoluta. Lo que pudo haber sido y no fue, de forma eterna, radical e irreversible.

 

Ruéguele a Dios por mí.

Ahora nos podríamos hacer una pregunta más: si el «purgatorio» es simplemente el ser purificado ante el encuentro con el Señor, Juez y Salvador, ¿cómo puede intervenir una tercera persona, por más que sea cercana a la otra? Cuando planteamos una cuestión similar, deberíamos darnos cuenta que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. Ni se condena solo. En mi vida entera está continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación. Y con esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el tiempo de Dios: en la comunión de las almas queda superado el simple tiempo terrenal. Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil. Así se aclara aún más un elemento importante del concepto cristiano de esperanza. Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí. Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal.

 

Una lágrima se evapora, una flor se marchita, solo la oración llega al cielo, (S. Agustín). Recordamos, hoy, con amor y gratitud, delante de Dios, a los que nos ha precedido con el signo de la fe.

*Para esta entrega me he basado en el libro de Bernard Sesboüe, sj: Creer. París 1999.