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Con razón el hombre primordial diría, hoy, que la “Madre Tierra” está furiosa. Lo mismo deberíamos pensar nosotros, los hombres posthumanos: ¡hemos ofendido tanto a la Madre Tierra. Pero nuestro racionalismo unilateral, nuestro egoísmo y nuestro materialismo nos lo impiden. Sencillamente, la nuestra es la etapa final de un largo proceso de des-sacralización de la naturaleza.

¡Si nos contasen la historia de la creación!…

Si pudiéramos saber cómo apareció o cómo se hizo el mundo en que vivimos; si, por lo menos llegásemos a saber lo que a través de los siglos dijo de ella el hombre inquieto y fascinado al mismo tiempo cuando pensaba en sus orígenes. Si pudiéramos saber lo que paso, imaginó  y creyó el hombre primordial embelesado ante tanta belleza; si lográramos escuchar la voz de los más entendidos y competentes, de los genios de la humanidad, sobre todo de los poetas, de los pensadores rigurosos y los hombres religiosos, de aquellos que insinuaban o cantaban, explicaban o proclamaban, instruyendo así a sus contemporáneos sobre sus orígenes, o sencillamente haciéndoles soñar en apertura infinita de contemplación; y si pudiéramos discernir ciertas constantes sorprendentes que se perpetúan a través de los siglos y milenios hasta nuestros días, … ¡Oh creación! Si permitieses que nos contasen tu historia para provecho y felicidad de todos…, tal vez podríamos repetir con el poeta lejano: «¡Señor, dueño nuestro, / que admirable es tu nombre / en toda la tierra! / Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, / la luna y las estrellas que has creado / ¿Qué es el hombre para que te fijes en él». (Sal. 8). ¡Pero ello está velado a nuestros ojos!

 

La gran madre del mundo.

Los testimonios más antiguos de la cultura y la religión humanas tienen un claro enfoque maternal. En la «gran madre» se rindió veneración a lo divino y al misterio de la vida. Las figuras culturales de los primeros tiempos del paleolítico son figuras de la madre. Las culturas primitivas, las tribus indogermánicas, igual las mesoamericanas, las culturas andinas, igual en Grecia, Mesopotamia, Persia o Norte de la India, sus patriarcales formas de vida tenían un fuerte colorido maternal, estaban fuertemente influidas por las religiones de la madre. Experiencia radical. ¿No es, acaso, la mujer la que hace ser padre al padre, la que le permite saber al hombre que es ‘padre’? Por ello la muerte de la madre es irremplazable y dolorosa.

 

En tiempos más recientes, en el vaso mediterráneo, se veneró bajo diversos nombres, a la “madre del mundo”, a la “reina del cielo”, a la “madre tierra”. Los relatos bíblicos de la creación resultan polémicos ante esta visión matriarcal. Intentan suplantar el culto cananeo a la madre – Astarté – mediante el culto patriarcal de la fe en Yahvé.

 

Toda la vida humana procede de la madre y de esta recibe su alimento. Por eso el mundo en su totalidad tiene figura de madre. La madre del mundo da a luz y alimenta a todos los seres vivientes, ella es el primigenio hombre cósmico. Así se refleja en las creencias de las tribus más primitivas. Se trata de un ser humano cósmico cuyo organismo pueblan innumerables seres vivientes: en el ámbito de la cabeza se encuentran las regiones celestes, lo terráqueo se encuentra en el tronco, el ámbito de la vida es el centro, y en las regiones inferiores del cuerpo del mundo se encuentra el infierno. El firmamento de las estrellas, que forman una bóveda sobre la tierra, es la cubierta craneal. La entrada en el infierno es el “anus mundi”, el orificio final por donde el detritus baja y sale al infierno.

 

Los incas veneraban la divinidad Pachamama, (la Madre Tierra) que representa a la Tierra, pero no solo el suelo o la tierra geológica, tampoco solo la naturaleza; es todo ello en su conjunto. No está localizada en un lugar específico, pero se concentra en ciertos lugares como manantiales, vertientes, o apachetas, montículos de piedra como lugares de culto. Es una deidad inmediata y cotidiana, que actúa directamente, por presencia y con la cual se dialoga permanentemente, ya sea pidiéndole sustento o disculpándose por alguna falta cometida contra ella y por todo lo que nos provee. Ciertos indígenas de Chiapas, antes de cortar un árbol, por necesidad, le piden permiso y le dan disculpas.

Así pues, la veneración de la “universal madre tierra” se pone de manifiesto en muchos rituales hasta nuestros días: a los recién nacidos se les colocaba sobre la tierra y se les recogía de ella. A las comadronas se les llamó “madres terrestres”. Cuando sobrevenía la muerte se sacaba al moribundo de la cama y se les depositaba sobre la tierra. El hombre debía morir sobre la tierra con la que había sido formado. El lugar de residencia de los muertos está bajo la tierra. El santo Job dice: “desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a él”, (1,21), para indicar que el camino del hombre va del seno de una madre al seno de otra madre, la tierra. El entierro en posición fetal, conservado en algunas culturas, alude a la posición del embrión en el seno materno.

La tierra es la madre de todos los hombres. De ella retornan para renacer, de ese seno materno, a una nueva vida. De aquí deriva el culto a la madre absolutamente en todas las religiones. Esta visión me parece a mí más fascinante que el frío racionalismo utilitarista dominante. De aquí deriva también la posibilidad de una reconquista de la maternidad en nuestra cultura. Si hemos destruido ya a la Pachamama estamos a un paso de destruir la maternidad humana. Nuestra cultura, ¿no le teme a la maternidad, es decir, no le teme a la vida? ¿Cómo se explica la violencia patológica, perturbadora, inútil, que nos domina? ¿Y los escalofriantes asesinatos de mujeres, aquí? ¿Y la banalización de la mujer ofensiva al extremo, al estilo de Hefner? Si ello no se ve de frente, no hay esperanza. Una verdad esclarecida es condición previa a todo resurgimiento. Lo demás es vender ilusiones. Anda por ahí un artículo mío donde sostengo que Dios necesita nuestra ayuda.

Sí, Dios necesita nuestra ayuda pues la creación es continua y queda encomendada al hombre; el pecado del hombre hace de ella una entidad maldita. “Por haber desobedecido, por tu culpa, maldito será el suelo que pisas, …. comerás de él con fatiga y te producirá cardos y espinos y comerás hierba del campo…” (cf. Gen. 3,17-18). Luego del fratricidio primordial, cuando la tierra madre abrió sus fauces para beber la sangre del hijo, se consuma la ruptura entre la tierra y el hombre cuyo final no se alcanza a ver: «¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Por eso te maldice esa tierra que ha abierto las fauces para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Cuando cultives el campo no te entregará su fertilidad», (Gen. 4,10). Esto es escalofriante. ¡Cuánta sangre ha bebido el suelo mexicano! ¡Cuántos niños inocentes ha sido ‘legalmente’ asesinados en el suelo patrio! Solo la des-sacralización, la profanación, la des-poetización, decía Heidegger, de la creación, nos permite consumar el ecocidio con tranquilidad. Despoetizarla es negarle a la creación su belleza, su danza, el juego infantil con el que fue creada.

La creación como juego.

Las metáforas del teatro del mundo como danza y como música celestial pueden compendiarse en el juego como símbolo del mundo. «El curso del mundo es un niño juguetón que coloca las piezas donde quiere. Es el reino del niño», decía Heráclito. El nacimiento originario del mundo y el orden de todas las cosas en él revisten el carácter de juego. Los dioses y los hombres juegan en la totalidad del mundo. El mundo manifiesta su belleza en el juego. El mundo planea sobre el abismo como un juego. Por eso, el mundo es de los niños. Mozart es un niño que concibe una música hermosa, alegre, con alegría infantil; Beethoven y Wagner hacen una música donde se oye la trágica voz amenazante de los dioses nórdicos. Solo en el juego puede el hombre aguantar la contingencia fundamental del mundo y adecuarse a ella.

 

Las tradiciones bíblicas utilizan el juego como símbolo del mundo. Dios creó todo a través de su hija «Sabiduría». Ésta estaba presente antes de que algo fuera creado. Ella existe desde toda la eternidad. Cuando Dios creó el cielo y la tierra, dice el libro de los Proverbios, «yo estaba allí como arquitecto, y era yo todos los días su delicia, jugando en su presencia en todo tiempo, jugando por el orbe de la tierra; y mis delicias están con los hijos de los hombres» (8,30-31). Según esta tradición la creación del mundo reviste carácter de juego que procura deleite a Dios y alegría a los hombres. Y esto significa que el mundo no existe por necesidad. Está ahí porque Dios lo creó libremente.

«Y vio Dios todo lo que había hecho y vio que era muy bueno». (Gen.1,31). ¿Quién introdujo el mal, el gran desorden? Por envidia del diablo entró el pecado en el mundo.

 Obras consultadas sobre el tema pertenecen a J. Moltmann y G. Auzou.