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PASEO DEL EMPERADOR.

 

 

En varias ocasiones he subrayado que México tiene notas que le son del todo propias. Con ello me refiero a datos curiosos de su historia tales como ser el único país que ha fusilado a su libertador; que celebra el inicio y no la consumación de la Independencia, (dato psicológicamente muy revelador); que el acta de Independencia se firmó en el Altar Mayor de la Catedral, que luego de su independencia perdió la mayor parte de su territorio; que, siendo entonces, católico al 100%, fue declarado oficialmente ateo. También que el icono de la Reforma y del laicismo mexicanos, D. Benito, fue un hombre profundamente creyente y practicante; Presidente de la república como era, no dejaba su misa diaria, oída con “extrema devoción”, según los biógrafos y, ante el final de la vida, encargó a un canónigo de la catedral, muy su amigo, la educación de su hijo.

 

Don Porfirio construyó lo que hoy llamamos Monumento a la Revolución, promesa de una nueva era parlamentaria que no llegó a ser realidad, de tal forma, que si no es por el afán constructor del viejo Dictador, quién sabe qué monumento tendría la Revolución. Y quién sabe dónde se reunirían las organizadas y crueles manifestaciones. Dígase lo mismo del pobre Ángel de la independencia. Algo se hubiera hecho porque don Porfirio dejó escuela de buenos y afrancesados arquitectos, además de muchos y buenos generales, no pocos egresados de academias militares europeas, que encontraron empleo en el movimiento revolucionario, echado a andar por Madero. Así, de la misma manera, el Paseo de la Reforma, fue ordenado por el emperador Maximiliano, contra quien lucharon los hombres de la Reforma, ignorando su Alteza, claro está, el uso que un día habría de dársele a tan hermoso paseo, usado no ya para facilitar el traslado de Chapultepec a Palacio, sino como zona dorada de la banca y el comercio, de las extravagancias y de los embotellamientos. Y las manifestaciones.

 

Hermoso paseo ese de la reforma; ha sido catalogado, no en estos días, sino en otros, como una de las calzadas más hermosas del mundo. En tiempos pasados, antes de la invasión automovilística y protestante, antes de la mega concentración demográfica y de las marchas, este paseo constituía el orgullo de la muy noble y leal Ciudad de México, cuando todavía lo era.

 

El propósito de la obra era evitar la pérdida de tiempo que su Majestad, el Emperador, lamentaba en sus viajes cotidianos de su residencia, el Castillo de Chapultepec, a Palacio de los Virreyes, (hoy, Nacional), donde despachaba, pues el camino que necesariamente tenía que seguir su coche en aquella época era la calzada de la Teja, que por su mal estado, obligaba a Maximiliano a sufrir tumbos impropios de su dignidad. Si ahora intentara hacer el mismo recorrido tomaría más tiempo y se expondría a más tumbos, además de choques, asaltos, mordidas, manifestaciones, bloqueos, mentadas, atropellamientos, pedigüeños, franeleros y demás imprevistos, cosas todas estas impropias, no sólo de la altísima dignidad de Max, sino de la sencilla dignidad humana de cualquier mortal, incluidos los chilangos.

 

Ha dejado de ser, pues, el Paseo de la Reforma, esa hermosa área capitalina, de factura estupenda, de historias y de leyendas; ya no es el símbolo identitario de la Ciudad, como lo son el Coliseo romano, Les Champs Elisée, Trafalgar, El Capitolio, Cibeles o la Gran Vía, la Puerta de Brandenburgo para sus respectivas ciudades, y la calle Morelos para Matachí, donde he disfrutado unos días de paz. He de decir de esta calle que es la única pavimentada de mi pueblo, y con cemento, por cierto, hasta que, un día, un alcalde dio en la feliz idea de ponerle asfalto, empresa en la que gastó todo un año y gran parte del presupuesto a ejercer, debido a que el asfalto no logró adherirse, debidamente, al cemento. Me recuerda, esto, unos chascarrillos de Facundo Cabral: “En mi pueblo había una única calle que un día el Alcalde hizo de un solo sentido; no podíamos visitar el pueblo sin ser infraccionados”. “En mi pueblo sólo habían un policía y un ladrón; de tal forma que siempre sabíamos quién era el culpable”. Por cierto, el municipio de Matachí acaba de cumplir 120 años de serlo. Y, ahora, requiere, con urgencia, ayuda oficial.

 

Pero volviendo a nuestro tema, hemos de decir que en el año 1865 el emperador de México, Maximiliano, ordenó el proyecto y la construcción de un camino que uniera a la ciudad de México, en el extremo occidental que entonces quedaba a la altura del Paseo de Bucareli, con el castillo de Chapultepec. Dijimos ya, cual fue el propósito de esta obra magna.

 

La orden imperial fue trasmitida al Ministerio de Guerra. Todavía no existía esa masa burocrática que nos asfixia; de haberse iniciado en la época postrevolucionaria aun andarían los papeles de secretaría en secretaría; de la obras públicas a la de asentamientos, de aquí, a la de patrimonio pasando por Banobras, luego al gobierno respectivo, que en este caso sería al Jefe de Gobierno; muy probable tomaría cartas en el asunto Conagua, o se citaría a una junta de gobernadores. Las Cámaras, alta y baja, exigirían la presencia del responsable del proyecto y alegarían su inconveniencia dada la pobreza del país. Los vecinos hubieran enseñado los machetes, como los de Atenco; vialidad y seguridad pública deberían expresarse al respecto, intelectuales y artistas también. La I.P., habría velado celosamente por sus intereses que deberían quedar intactos. A según el partido que lo hubiera propuesto, los otros lo hubieran bloqueado. A lo mejor el Cardenal Primado hubiera tocado el tema en la entrevista dominical de prensa, en la sacristía. Los medios hubieran hecho el sondeo de opinión, y su agosto, y, en fin, todavía estaríamos estudiando el asunto.

 

No. No fue así en aquel entonces. El Ministerio de Guerra encargó a la oficina de Cartografía, en la Sección Austro-Belga de dicho Ministerio, la ejecución del proyecto y, ésta dependencia, designó al ingeniero Luis Bólland, como el responsable del diseño y ejecución de la obra. Y no sucedió como en la línea 12 del metro.

 

Este ingeniero no era cualquier cosa. Más que Luis, debió llamarse Alois, según se les nombra a los Luises en el sur de Alemania. Alois Bólland nació en Viena el 30 de nov. de 1844 e hizo sus estudios de ingeniería civil en el Instituto Politécnico de Schubert, en la ciudad de Fürstenhof. Luego hizo una especialidad en minería en la Academia Minera de Calusthal, Alemania. Ingresó al servicio militar en el Colegio Militar de Zapadores y, enviado a la guerra que a la sazón se libraba en Dinamarca, y debido a la blancura de la nieve, enfermó gravemente de la vista. Recuperado luego, fue enviado al Instituto Geográfico Militar, como profesor de topografía.

 

Como muchos jóvenes e ilustres profesionistas europeos de entonces, Alois fue también atraído por la fama de la riqueza minera de México. Joven, aún, y con una gran experiencia de estudios y de hazañas militares, – no entiendo porque nuestros jóvenes, ¡a los 30 años! todavía no saben exactamente que quieren ser -, digo pues, que este joven vino a nuestro País en donde pensaba desarrollar las actividades de su especialidad. Sólo había dos caminos para venir con visado de trabajo a nuestras tierras, uno era de misioneros franciscanos, agustinos, dominicos o jesuitas, jerónimos y oblatos del Sagrado Corazón, y el otro, como militar, engarzado en alguna aventura, en alguna guerra en perspectiva o en una simple invasión. También podía haber de por medio unas faldas, cuando se usaban. Bólland, para lograr su propósito, se unió al Cuerpo de Voluntarios Austriacos, Sección Zapadores, en el que sirvió hasta el final del Imperio en 1867. Así de rápida, azarosa y sugestiva, fue la vida de este extraordinario joven ingeniero. A sus 23 años había vivido bastante, universidades, guerras, aventuras, profesorado, y al fin, residencia en México, entonces sí, la región más transparente del aire.

 

Dadas sus características culturales y su origen vienés, no debe extrañarnos que la calzada que se le ordenó hacer al ingeniero Bólland tuviera un trazo parecido a las avenidas vienesas, a las cuales estaba acostumbrado, y que en su mayoría se inspiraban en el barroco y en el rococó, modas imperantes en el XIX, no sólo en el trazo de las avenidas, calles, jardines y palacios, sino en las casas de los señores y las catedrales. Estos estilos arquitectónicos que respondían a una cierta filosofía estética fueron las que determinaron el Paseo del Emperador, que así se llamó en un principio el ahora llamado de la Reforma. También del Paseo se apoderó la Reforma. Era de esperarse un cambio de nombre, costumbre muy mexicana ya desde entonces y que se observa celosamente hasta nuestros días cuando, al asumir una administración de signo diferente a la anterior, tiene como primer acto de gobierno, suprimir, no sólo a los empleados, sino los colores anteriores y pintar de nuevo patrullas, calles y anuncios, botes de basura y dependencias, con los colores propios. Se trata de la fidelidad al partido, heredada, tal vez, de los reformadores.

 

Nos resulta absolutamente difícil en la actualidad, debido al abigarramiento de edificios de todo índole, secretarías de estado, dependencias oficiales, subsecretaría, bolsa de valores, edificios mercantiles, hoteles, restaurantes, vendedores ambulantes, boleros, y sobre todo, la larga fila de automóviles que van desde Chapultepec hasta el mismísimo Zócalo, sin contar con el incalificable atentado que inició AMLO, al acabar de estropear esa Avenida, digo pues, que nos resulta absolutamente difícil en ese horripilante mundo descubrir la prístina belleza del trazado original. “La simetría de las líneas paralelas de la Calzada, cuya holgada anchura se dividió en camellones, (hoy cómodamente ocupados por las tiendas de campaña protestantes), fue provista de dos elementos tectónicos: las glorietas, especialmente se afirmaron con la idea de colocar diversos monumentos en cada una de ellas, como poco a poco se fue haciendo, y después las hileras de árboles que completaban la proyección hacia el fondo inigualable del soberbio Castillo de Chapultepec”; todavía en una de las viejas canciones de Pedro Infante, cuyo tema es la ciudad de México, dice que en las noches límpidas “se divisa como ascua encendida el Castillo de Chapultepec”.

 

El motivo del paseo, – motivo en el sentido Wagneriano -, está objetivamente condicionado al Castillo, sin que esto constituya un óbice para su significación estética ni para su estilo propio, y por eso su autor pensó en la interposición de curvas por medio de las glorietas que ayudaran a la suntuosidad del paisaje, o en otros términos, intensificó la profundidad de la recta por medio de cesuras que rimaran entre sí; esto es, acentuó la realidad espacial artificialmente. Si usted no entiende esta terminología consulte a un arquitecto, de preferencia de los viejos.

 

Es evidente que hoy nos resulta, – simplemente por problema visual, porque no podemos tomar perspectiva so pena de ser arrollados por algún microbús -, imposible contemplar la simetría perfecta y la hermosura y conjunción de líneas que la Calzada tiene. Los anuncios espectaculares, la cantidad de vendimias, el smog, la prisa, y todo eso, que desgraciadamente es el hábitat natural de la ciudad, nos impide apreciar tamaña belleza.

 

Aunque los profanos en el arte de la arquitectura, o simplemente los ignorantes a secas, incapaces de apreciar el arte, no sepamos la causa, nos sentimos atraídos por la apariencia todavía monumental del Paseo, la solemnidad del Castillo y el incomparable Bosque de Chapultepec. Es obvio que una descripción de esta naturaleza pertenece al pasado. Ahora el Castillo no está en su mejor momento, el Bosque sufre las consecuencias de la lluvia ácida, de la sobrepoblación y destrozos del turismo y de la construcción. Por el escurrimiento del agua por un túnel vinimos a saber que el fondo del “lago”, está encementado.  Pero lo que constituye, o constituyó el alma de dicho Paseo en la época del Imperio, igual que ahora, es una belleza viva que no acaba de ceñirse a una forma definitiva. Entonces el estilo de la calzada buscó la entonación, con agudo sentido estético, y sin anular la línea recta, le dio vida y la libró de la monotonía, de modo idéntico que Viena diversifica sus calles, plazas y jardines con los monumentos de María Teresa, de Goethe, del Archiduque Carlos, de Mozart, de Haydn y Beethoven, y las numerosas fuentes del Parque de Schoenbrunn, para no citar sino lo de aquella época. Ahora ya encontramos algunos Mac Donals entre monumento y monumento.

 

No deja de ser triste que nada de esto podamos apreciar hoy en el Paseo de la Reforma. Pensaba en este artículo, cuando, hace un tiempo, sesteé unos días en el D. F., cosa por demás rara en mí. Hospedado en el Hotel Colón, frente a la Glorieta del mismo nombre, en las mañanas, tomando café frente al ventanal del restaurant, contemplaba ese espectáculo hodierno y cotidiano que presenta el Paseo de la Reforma y me trasladaba a otros tiempos, un siglo atrás, tal vez, cuando Don Porfirio la embelleció y levantó todos esos hermosos edificios como el de Bellas Artes o el Ángel de la Independencia que son ahora orgullo nacional, obras estupendas de un México que fue creador. Y leía un artículo escrito por el que ha de ser, creo yo, descendiente de Alois Bólland, el Lic. Salvador Urbina Bólland (1911-1962), en realidad se trata de un nieto del gran ingeniero Alois Bólland, digo que leía un artículo titulado “El Origen y el Autor del Paseo de la Reforma” y me trasladaba a una época de carruajes tirados por caballos, de damas luciendo la mejor moda francesa, de generales engalonados y con bigotes estilo prusiano; pensaba en los tiempos de Justo Sierra y de la Preparatoria Nacional; creía ver los tranvías y oír los cilindros. Pensé en las tertulias de los poetas y en el Ateneo de la Juventud. En un México, pues, que ya se fue. Y me dije si no sería cierto eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

 

“Como recuerdo de la construcción del paseo queda una mojonera que sirvió de base para la triangulación, y que está todavía (1949) en el jardincillo situado entre la glorieta a Cuauhtémoc y la que fuera estación de Colonia”. No fui a comprobar el dato, conformándome con verificar que, por lo menos, la estatua de Cuauhtémoc si está todavía ahí.

 

Terminada la aventura del Imperio con el trágico e innecesario suceso de Las Campanas, Luis Bólland se dedicó por espacio de 33 años a la ingeniería de minas y al beneficio de metales, provisión de agua con la aplicación muy especial de las teorías de la hidrología subterránea, construcción de ferrocarriles y represas. Casó con mexicana y vivió siempre en la capital. Representó al Gobierno de México en el IV Congreso internacional de Actuarios en Nueva York en 1903; fue condecorado con la Orden de Guadalupe y la de Francisco José de Austria. Murió en la Cd. De México el 6 de Nov. de 1925.

 

¿Volverá el Paseo de la Reforma a ser ese espacio de belleza y encuentro? No lo creo.

 

Recabados los datos para este artículo, me trasladé a un edificio casi frontal al hotel, sede de la Subsecretaría de Asuntos Religiosos para atender unos pendientes de nuestra Diócesis. La ciudad goza de la fama, y bien ganada, de presentar los mejores restaurantes del mundo. Cuando puedo hacerlo, me encanta hacerlo en el Casino Español, sede de la intelectualidad mexicana hasta la primera mitad del siglo XX. Tortilla española, buenas alubias asturianas, estupendo jamón español y buenos vinos. México sigue siendo una gran ciudad.