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En la explicación de mundo y el hombre en su compleja realidad no siempre se ha usado un leguaje teórico, psicología, sociología, más bien se ha apelado al lenguaje simbólico, al mito, al mundo ritual. ¿Cómo explicar el sadismo, la maldad extrema, la crueldad patológica e innecesaria de los crímenes que estamos viviendo? El abuso sexual de los niños, los asesinatos de adultos mayores, el robo, la extorsión, etc. ¿revelan un misterio más hondo o son un simple problema? Un problema tiene solución; un misterio de iniquidad es algo que requiere otra perspectiva. El mito intenta hacer accesible ese misterio que plantean el mundo y el hombre mediante la creación de un lenguaje simbólico y personajes que encarnan la eterna pregunta.

En los mitos de Prometeo y Sísifo encontramos el esfuerzo desesperado del hombre por salvarse a sí mismo y encontrar la felicidad.

En la mitología griega, Prometeo, (= ‘previsión’, ‘prospección’), es el Titán amigo de los mortales, honrado principalmente por robar el fuego de los dioses en el tallo de una caña, darlo a los hombres para su uso y posteriormente ser castigado por Zeus por este motivo. Atado en una montaña en el Cáucaso, fue condenado a un atroz castigo por querer ayudar a los hombres.   Zeus envió un águila para que le comiera el hígado. Siendo éste inmortal, su hígado volvía a crecer cada noche, y el águila volvía a comérselo cada día. Siempre, cada día. Todo por querer ayudar a los hombres trayéndoles el fuego, el fuego atómico que ardió después en Hiroshima y en Nagasaki, en Corea y Viet Nam; el fuego nuclear que arde hoy en todas las guerras. Es el fuego que Prometeo creyó bueno para los hombres, pero nunca se imaginó el uso que de él podían hacer. El problema no era el fuego, sino el hombre. El mito hurga en los hondos limos de lo humano el misterio fundamental. ¿Por qué las cosas son así y no de otra manera? Hay un motivo primordial.

Prometeo representa la transición que se ha realizado en la era modera: el hombre ocupa el lugar de Dios. Con ello brota en el principio del tiempo una nueva imagen del hombre: es el “ideal” de hombre, el ideal de personalidad autónoma. Como rezaba el ideal de la Ilustración: el hombre emancipado. Sana Construcción de Paz y Reconciliación Nacional, ¿cómo? ¿No estará Prometeo detrás de este nuevo y loable intento? No lo creo.

Esa amenaza prometeica nos resulta hoy vacía, sentimos como nunca la realidad, pero desconocemos sus expresiones originales. Estamos en la misma longitud de onda del relato del génesis: “seréis como dioses”; tal es la tentación radical en la que ha caído el hombre moderno tal vez como nunca. Sin embargo, el hombre moderno no piensa en ello, no piensa en querer ser “como Dios”; claro que no. ¿Cómo va a querer ser como uno en quien él no cree, que no existe para él? Para Prometeo existía todavía dios, aunque fuera Zeus, un mundo superior sobre el inferior, el reino de los ideales, de lo verdadero, de lo bueno y hermoso; la fe en todo eso era el presupuesto del crimen, lo que lo hacía horrendo e imperdonable. Pero lo que existía para Prometeo y en lo que podía cometerse un crimen ha llegado a ser un sinsentido, un vacío y absurdo para el hombre de hoy. Ahora podemos bailar y beber sobre el cadáver de las víctimas. Un niño de año y medio torturado, quebradas sus piernas, agonizante, víctima de la madre y el padrastro, a nadie nos quita ni el sueño ni el apetito. Nadie vemos el mundo desde las víctimas. Los maestros asesinados con una crueldad patológica, es algo desestabilizador. Hoy, los nuevos prometeos nos dicen que todo se va a solucionar legalizado el pecado; la nueva diosa nos ha dicho que tiene carta abierta de Zeus para legalizarlo todo y así se creará la nueva sociedad, la nueva convivencia.

Creo que nuestra visión postmoderna ya no es el Prometeo sino Sísifo, tal como nos lo representó Camus. El mito cuenta de Sísifo que los dioses, por haber cometido un crimen y revelar secretos divinos, lo condenaron a estar subiendo, eternamente, una enorme roca a la cumbre de un monte. Tan pronto como la roca tocaba la cumbre, rodaba hacia abajo de nuevo. Sísifo tenía que seguirla y empujarla otra vez hacia la cumbre, y esto sin fin.

Lucrecio (99-55 a. C), interpretó el mito referido a los políticos que aspiran a un cargo, con la búsqueda del poder como una “cosa vacía”, se asemeja a rodar la roca hacia la cumbre. Camus (1913-1960), consideraba a Sísifo personificando el absurdo de la vida humana, pero concluye que «uno debe imaginar a Sísifo feliz», como «la lucha de sí mismo hacia las alturas es suficiente para llenar el corazón del hombre». Camus menciona poéticamente que la razón de su castigo obedece a su ligereza con los dioses, revelando sus secretos y prefiriendo “la bendición del agua a los rayos celestes”. Y concluye dicho con belleza: “No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible”.

Sísifo es la imagen del hombre condenado a una actividad interminable y alienante creyendo que está orientando el destino. Tal vez ninguna generación ha estado tan ocupada como la nuestra, ha trabajado tanto, se ha esforzado tanto por dominar el futuro y encontrar la felicidad, ha pre-calcularlo todo. Ya no hay distancia entre la oficina y el hogar, ya no hay un lugar para la soledad creadora ni para el silencio donde Dios se haga fuerte. El hombre está cansado, estresado y dopado. Tiene que estar en activo.

De hecho, cuando se piensa con qué fidelidad acuden los hombres mañana tras mañana a su trabajo, cómo después de dos guerras mundiales dentro de la misma generación han reconstruido lo destruido, cómo aran inmediatamente los campos devastados en Viet Nam y Camboya o en Europa del Este, el fenómeno deportivo de Croacia,  cómo realizan cosas grandes con absoluta entrega y crean “obras inmortales”, aunque sepan que al final están la muerte y la destrucción, – ahora vemos renacer en Nicaragua el fuego que creíamos apagado -, puede a uno ocurrírsele la pregunta qué es lo que arrastra a los hombres a hacer todo esto y si en ello descubren una confianza de la que ellos mismos no son conscientes, no digamos que ignoran dónde está el fundamento. «En el principio fue la acción», dice Fausto, no ya la «Palabra».

A la predicación cristiana corresponde entonces la tarea de conectar con esta confianza inconsciente, hacerla consciente, descubriendo a Dios como su verdadero fundamento, y de esta manera confirmarla y fortalecerla. De otra manera, el hombre seguirá siendo el eterno Sísifo, el hombre eternamente ocupado, empujando inútilmente la pesada roca hacia la cumbre. Prometeo el hombre del ideal, Sísifo el tramposo, astuto y mentiroso, ambos se quedan en la pena eterna sin esperanza de redención. Prometeo mantiene una ilusión; nunca comprendió que “la vida y la dicha son privilegio de los dioses”. Sísifo mira a los ojos al absurdo; cada mañana de su vida se acercará a la roca para empujarla de nuevo a la altura inútilmente.

A diferencia de Prometeo y Sísifo, Jesús de Nazaret no es ninguna figura mitológica que se ha convertido en símbolo, sino un hombre real, histórico que ha vivido y sufrido en este mundo todo el destino de hombre, como hombre y Dios verdadero, desde el seno de una Madre al seno de la tierra. En esta vida concreta, histórica nos sale al encuentro, en la fe, la verdad de Dios. En él, Dios deja de ser el dios del mito que contempla desde su plácida eternidad el sufrimiento del hombre. En lo que hizo y experimentó Jesús de Nazaret podemos leer quién y cómo es Dios para nosotros. Aquí ha sucedido lo que el hombre moderno exige de Dios, al parecer, blasfemamente: Dios mismo ha llegado a ser testigo y se ha justificado ante los hombres.

La historia de Jesús de Nazaret es la justificación de Dios ante los hombres frente a la oscuridad del mundo. Aquí sucede – lo que Camus exige del universo para que se reconcilie -, amar y sufrir: el Dios de los cristianos sufre justamente con los hombres. Con ello Dios mismo ha resuelto el problema de la teodicea.

Pero el problema del sufrimiento, sobre todo de los inocentes, de los niños, se mantiene ahí, desafiante. Si Camus me pregunta por qué Dios “permite todo esto”, porqué Dios permite que los niños sean maltratados en este mundo, sufren y mueren, no podría darle ninguna respuesta, al menos ninguna respuesta que brota desde la fe; tampoco sabría si esta respuesta nos podría ayudar verdaderamente a ambos. Yo le podría atestigua que Dios sostiene la mano a estos niños y que está con ellos aún en el sufrimiento. Que Dios ha recibido en su reino a los maestros asesinados. Y si Camus continuara preguntándome de dónde conozco yo esto, con qué derecho me apropio tal saber, yo solo le podría señalar a Jesús de Nazaret. El me alumbra el sentido del mundo, no enseñándome lo que es el mundo – esto lo hace la ciencia – sino dándome confianza en el fundamento del mundo, sea que los “creyentes” pongan esta confianza en invocar al “Nuestro Padre que está en el Cielo”, sea que los ateos la expresen con la seguridad de que en última instancia «el ser es bueno». Todavía algo más me enseña a hacer Jesús de Nazaret: preocuparme para que en el mundo haya menos niños martirizados que sufran y mueran.