Entró aquella mujer a la iglesia durante la celebración de una boda. Portaba una minifalda de piel negra, bien ajustada a las piernas. Llevaba blusa blanca con un escote descomunal y llamaba la atención el ruido de sus tacones de agujas altísimas. ¿Qué quería aquella muchacha vestida así? Se creía muy atractiva pero, en realidad, era pordiosera. Mendigaba que la vieran. Se hacía la ilusión de que atrayendo las miradas sobre algunas partes de su cuerpo la mirarían a ella. Exhibiéndose así se estaba dejando poseer y manipular por los ojos de los demás, al vender lo que debía ser guardado en la intimidad. Despertaba la lujuria de algunos y el rechazo de la mayoría. Mientras tanto el Crucifijo parecía susurrarle desde la cruz: “Si te vistieras mejor, hija mía, lograrías retener lo que siempre has dejado escapar”.
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