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¿Qué celebramos en Navidad?

Con mucha facilidad nos quejamos de la “reducción de banalidad” (B. XVI), de que es víctima la fiesta navideña. El consumismo, ya nos hemos referido a él, es nuestra enfermedad, nuestra adicción, nuestro escapismo, y, por lo tanto, forma de manejar “la angustia”. En un artículo pasado, me refería a Tom Ford, símbolo y víctima, de esta enfermedad.

Hoy quiero referirme a otro factor devaluatorio de la verdadera naturaleza de la Navidad. Este factor creo descubrirlo en la predicación eclesiástica sobre este misterio; ésta va, más bien, a lugares comunes, a romanticismos de mal gusto, a un análisis mal hecho de los personajes que rodean el nacimiento del Niño, a una predicación deficiente que ha prescindido casi por completo del dogma. El misterio inefable es que ese Niño que nace en Belén es plenamente humano y plenamente divino y ha sido concebido virginalmente; es la forma inaudita como Dios irrumpe en nuestra historia y en la historia de cada hombre; se trata del Hijo eterno de Dios que se hace hombre, sin dejar de ser Dios, en el seno purísimo de una Virgen para destruir el pecado y la muerte y así liberar al hombre caído. ¿Por qué las cosas han sido así? ¿No tuvo Dios otro camino? La única respuesta posible ante el misterio abrumador es el amor con que Dios nos ha amado, y, o entendemos el amor o no entendemos a Dios. Insondable misterio. Se olvida, pues, que la nuestra es la única religión de un Dios encarnado.

Debemos comenzar por decir que la Navidad es una fiesta tardía. El ciclo de Navidad nace en el siglo IV y la ocasión fue la necesidad de apartar a los fieles de las celebraciones paganas e idolátricas del «Sol invicto» (Dies Natalis Solis Invicti) que tenía lugar en el solsticio de invierno. Las grandes discusiones teológicas de los ss. IV y V encontraron después, en la Navidad, una ocasión para afirmar la auténtica fe en el «misterio de la Encarnación». Al final del siglo IV, para establecer un cierto paralelismo con el ciclo pascual, precedido por la cuaresma, se comenzó a anteponer a las fiestas navideñas un periodo preparatorio de cuatro semanas, llamado Adviento.

La liturgia, amén de su carácter celebrativo, tiene un alto valor pedagógico; es en la fiesta navideña donde se expresa mejor, con mayor claridad, el misterio de la Encarnación. No es casualidad que esta fiesta haya nacido y recibido el soporte teológico precisamente en el momento en que la herejía monofisista, según la cual en Jesús sólo está presente la naturaleza divina, pero no la humana, amenazaba en la unidad de la iglesia. El papa León Magno (440 – 461) presidió mediante sus legados el Concilio de Calcedonia (451) para definir el dogma cristiano según el cual en Cristo hay dos naturalezas: la humana y la divina. ¡Y una sola Persona! La Persona divina. Todas las herejías cristológicas de todos los tiempos han girado en torno a este dato: los que afirman que Cristo fue solo un ser humano y los que dicen que solo fue un ser divino; ambos equivocados. Jesucristo es Dios «y» hombre; tal es el misterio.

Oigamos este texto de León Magno: «Al llegar el momento dispuesto de antemano por los impenetrables designios divinos, el Hijo de Dios quiso asumir la naturaleza humana para reconciliarla con su Creador; así el diablo, autor de la muerte, sería vencido mediante aquella misma naturaleza (humana) sobre la cual él (el diablo) había reportado su victoria». Amable lector, si desea comprender más a fondo qué es la Navidad, medite, serena, profunda y largamente sobre este texto. Ahí está el verdadero espíritu de la Navidad.

Dios, movido por un inefable e inexplicable amor a su creatura, nos ha dado a su Hijo, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, para hacernos sus hijos, para reconciliarnos con él, para rescatarnos de la muerte, del miedo a la muerte mediante el cual el diablo nos mantenía cautivos. Es la victoria del amor sobre el odio diabólico que inunda nuestra historia. Y en esto hay poco de villancicos, de arbolitos, lucecitas; tampoco tiendas repletas ni excesos de todo tipo como la peregrina idea de un legislador local que, dadas estas fiestas, propuso venta de alcohol ¡24 horas diarias!

Pero no es una fría razón la que impera; hay motivos para una profunda alegría existencial, una alegría que nadie puede arrebatarnos. Añade León Magno: «Por eso, al nacer el Señor, los ángeles cantan llenos de gozo: Gloria a Dios en el cielo, y proclaman: y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Ellos ven, en efecto, que la Jerusalén celestial se va edificando por medio de todas las naciones del orbe. ¿Cómo, pues, no habría de alegrarse la pequeñez humana ante esta obra inenarrable de la misericordia divina, cuando incluso los coros sublimes de los ángeles encontraban en ella un gozo tan intenso?».

San Ireneo (~130 – 202), obispo de Lyon, aludiendo a la escena del Génesis, luego del pecado primordial, cuando Dios maldice a la serpiente, (al diablo, el engañador), haciéndole saber que la descendencia de “la mujer” le aplastará la cabeza, escribe: «Con ello se anunciaba que aquel que debía nacer de una mujer Virgen, hecho hombre como Adán, aplastaría la cabeza de la serpiente. De esta descendencia habla el Apóstol, cuando dice: La ley mosaica fue puesta por Dios hasta que viniese la descendencia a quien se habían hecho las promesas.

Más claramente aún lo demuestra, al decir: Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer. El enemigo no hubiera sido vencido con justicia si el hombre que lo venció (Cristo) no hubiera nacido de una mujer, pues ya desde el comienzo se opuso al hombre, (Adán) dominándolo por medio de la mujer.

Por eso el Señor afirma que él es el Hijo del hombre, el hombre por excelencia, el cual resume en sí al linaje nacido de mujer, de modo que, si nuestra especie bajó a la muerte a causa de un hombre vencido, por un hombre victorioso subamos de nuevo a la vida».

En este último párrafo, Ireneo alude al misterio de la cruz donde Cristo, colgado en ese árbol, vencerá al diablo y a la muerte que habían vencido al hombre también en  árbol primordial. Exégesis de paralelismos. Y es que la Navidad en sí misma no tendría sentido si no apuntara a la Cruz, donde culmina el misterio del Dios encarnado.

Podemos ver un texto denso de S. Gregorio de Nacianzo (329 – 390), uno de los teólogos más poderosos del cristianismo: «El Hijo de Dios, el que es anterior a todos los siglos, el invisible, el incomprensible, el incorpóreo, el que es principio de principio, luz de luz, fuente de vida y de inmortalidad, representación fiel del arquetipo, sello inamovible, imagen absolutamente perfecta, palabra y pensamiento del Padre, él mismo se acerca a la creatura hecha a su imagen y asume la carne, para redimir a la carne; se une con un alma racional para salvar mi alma, para purificar lo semejante por lo semejante: asume nuestra condición humana, asemejándose a nosotros en todo, con excepción del pecado. Fue concebido en el seno de una Virgen, que previamente había sido purificada en su alma y en su cuerpo por el Espíritu; nació de Dios con la naturaleza humana que había asumido, unificando dos cosas contrarias entre sí, es decir, la carne y el espíritu. Una de ellas aportó la divinidad, la otra la recibió».

De aquí se desgranan las consecuencias existenciales: «el que enriquece a otros se hace pobre; soporta la pobreza de mi carne para que yo alcance los tesoros de su divinidad. El que todo lo tiene de todo se despoja; por un breve tiempo se despoja de su gloria para que yo pueda participar de su divinidad». Esto es lo que ha desaparecido casi completamente en la predicación eclesiástica habitual y la Navidad queda, entonces, reducida a piadosas tradiciones, pero la sustancia se ha perdido.

¿Alegría? Mucha e indestructible: «Despierta, hombre: por ti Dios se hizo hombre. Despierta, tú que duermes, surge de entre los muertos; y Cristo con su luz te alumbrará. Te lo repito: por ti Dios se hizo hombre.

Estarías muerto para siempre, si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca hubieras sido librado de la carne del pecado, si él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. Estarías condenado a una miseria eterna, si no hubieras recibido tan gran misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte. Hubieras perecido, si él no te hubiera auxiliado. Estarías perdido sin remedio, si él no hubiera venido a salvarte.

Celebremos, pues, con alegría la venida de nuestra salvación y redención. Celebremos este día de fiesta, en el cual el grande y eterno Día, engendrado por el que también es grande y eterno Día, vino al día tan breve de esta nuestra vida temporal». (S. Agustín, 354 – 430).

¿Oímos algo parecido en la predicación eclesiástica de estos días? ¿No estaremos, entonces, en algo peor que una reducción consumista y enfrentando un reduccionismo teológico? Esto sería terriblemente más grave.

«Nuestro Salvador, amadísimos hermanos, ha nacido hoy; alegrémonos. No puede haber, en efecto, lugar para la tristeza, cuando nace aquella vida que viene a destruir el temor de la muerte y a darnos la esperanza de una eternidad dichosa.

Que nadie se considere excluido de esta alegría, pues el motivo de este gozo es común para todos; nuestro Señor, en efecto, vencedor del pecado y de la muerte, así como no encontró a nadie libre de culpa, así ha venido para salvarnos a todos. Alégrese, pues, el justo, porque se acerca a la recompensa; regocíjese el pecador, porque se le brinda el perdón; anímese el pagano, porque es llamado a la vida». (S. León Magno).

¡Dejémonos, pues, de sandeces, y hablemos de La Navidad! Toda verdadera alegría, o brota de aquí o no lo es.

No te calientes granizo: “Una de las causas del ateísmo contemporáneo es nuestra predicación” (S. Pablo VI).