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En la tradición bíblica, Salomón aparece como el símbolo de la sabiduría. Recién ungido rey, en sueños el Señor le dice que le pida lo que quiera y Salomón solo le pide la sabiduría, “un corazón dócil para que sepa gobernar a tu pueblo y distinguir entre el bien y el mal” (IRe.3,9). La súplica es hermosa y ejemplar; el propósito del narrador sea crear una teología política. En efecto, sin la sabiduría que viene de lo alto el gobernante no puede distinguir el bien del mal, lo útil de lo inútil, lo que hace bien al pueblo de aquello que lo puede llevar a la ruina. ¿Lo duda?

Nueve siglos más tarde, unos 50 años a.C., el autor anónimo del libro de la Sabiduría hace una relectura de aquella súplica; dice: «Dame la sabiduría que está junto a ti porque soy un siervo tuyo, hombre débil y efímero, incapaz de entender el derecho y la ley; por más cumplido que sea un hombre, si le falta tu sabiduría no vale para nada. Tú me has escogido como rey de tu pueblo; envíamela desde el cielo para que esté a mi lado y trabaje conmigo enseñándome lo que te agrada; ella me guiará y me custodiará con su prestigio”. (ver. Cap.9). Plegaria formidable. El oficio político visto desde Dios. Así pasó Salomón a la tradición bíblica como el símbolo del rey prudente y sabio que debe gobernar un pueblo que no es suyo, sino de Dios.

Pero cómo llegó Salomón a ser el rey de Israel. David, su padre, ya estaba viejo, ya no tomaba parte en las batallas. Estaba alejado de toda lucha, vive en su palacio de Jerusalén, donde siente frío, frío en su cuerpo y, sobre todo, frío en su corazón, hastiado de muchas cosas y, especialmente de la lucha entre sus numerosos hijos que se disputaban la sucesión al trono; Adonias, uno de los pretendientes, no hace más que intrigar y esperar el momento para liquidar a su padre y a sus hermanos.

Las maniobras de Adonias, a las que nunca se opone el viejo rey, van en aumento. El joven intrigante decide precipitar los acontecimientos sin esperar la muerte del padre.  Cerca del santuario de Zojalet reúne a todos sus partidarios entre los cuales figuran altos jefes del ejército y del sacerdocio y personas relevantes de Jerusalén, todos los hijos de David, menos Salomón, el profeta Natán y el sacerdote Sadoc.  Enterado de la conjura, el equipo de Salomón contraataca inmediatamente. Son enviados sucesivamente al palacio del rey su esposa Betsabé, madre de Salomón, y el profeta Natán. Natán envía a Betsabé por delante para recordarle al rey David la promesa de que su hijo le sucedería en el trono. Luego entra Natán y reclama al rey su indecisión. El viejo rey reacciona y prepara rápidamente la entronización real de Salomón. Lo monta en su propia cabalgadura, la guardia del rey le hace escolta, baja a toda prisa a la fuente de Guijón, donde Sadoc, el sacerdote, y Natán el profeta, lo ungen rey de Israel.  Luego se dejan oír las trompetas y la muchedumbre grita ¡viva el rey Salomón! Se forma un cortejo numeroso y el ejército real acompaña al nuevo rey.

Al llegar la noticia a los conjurados, incluido Adonias, pone pies en polvorosa y se dispersan temiendo lo peor.  Ahora Salomón es rey. David da su hijo rey terribles instrucciones: le da la lista de todos los enemigos que tienen que ser aniquilados, incluso, Joab que fue algo así como el mariscal de campo de David.  Se ejecuta una purga. ¡Vaya sabiduría la de Salomón! “Ten ánimo y pórtate como hombre”, así termina el testamento de David a su hijo. Pero también le advierte: “Observa lo mandamientos del Señor tu Dios para que tengas éxito en cuanto hagas y emprendas”. ¡Qué mezcla de tradiciones!

El reinado de Salomón fue esplendoroso, poseedor de riquezas fantásticas, creador de un sistema de comercio regional único en su tiempo y política internacionale, sin embargo, se fue deteriorando poco a poco hasta terminar en el peor de los fracasos.  Ya no tenía a su lado, como David y Saúl, un sacerdote y un profeta. Su grande y vistoso ejército solo era para desfiles y lucimientos. No emprendió ninguna guerra y las fronteras de su imperio se hicieron porosas y fueron desmoronándose. Pero el peor de los errores de Salomón fue su harem: 700 esposas y 300 concubinas. Se antoja excesivo el número, pero así dice la Escritura. No creo que le diera la vuelta al ruedo en un año, aunque solo a ello se dedicara. ¿Dónde estuvo, en realidad, el error? Estas mujeres venidas de muchas culturas y países traían consigo su culto, su religión y sus dioses y Salomón, el sabio Salomón, no tuvo empacho en levantar altares a los dioses de esas mujeres. O sea, cayó  en la idolatría, el peor de los pecados. Salomón no obstante su pretendida sabiduría se hundió junto con el imperio heredado de su padre.  Esto es lo más parecido a un tratado de política. ¿Cuándo se da cuenta, el soberano, de que ya perdió el rumbo?  Salomón marca el fin trágico de la triste experiencia monárquica de Israel. La razón: «Apartó su corazón de Dios e hizo lo que a Dios le desagrada». (ver: IRe. 11). Viendo con curiosidad de teoría política el primer libro de Los Reyes apreciamos la aurora y el ocaso de un comediante. Los daños fueron irreparables.

La verdadera sabiduría. A lo largo de los siglos, sobre todo en contacto con los pueblos vecinos, los hebreos experimentaron la seducción de la sabiduría antigua; de los egipcios aprendieron que la verdadera grandeza consiste en el saber; de los patriarcas y los reyes aprendieron a buscar el poder y la abundancia; de los griegos recibieron el sentido de la belleza, del equilibrio de las cosas, la bella forma del cuerpo humano plasmado en la plástica,  el amor por la sabiduría, que eso es la filosofía. Pero ¿qué son todos estos bienes sin una visión más amplia de la realidad? La verdadera sabiduría es la que viene de Dios, que nos hace ver las cosas como son realmente, su valor en relación con él, su Creador. La sabiduría, que bien podemos llamar sensatez, cordura, es fundamentalmente, el arte del discernimiento. Distinguir lo útil de lo inútil, lo bueno de lo malo, la mentira de la verdad, lo que lleva a la muerte de aquello que favorece la vida.

Como he dicho, nueve siglos después, el libro de la Sabiduría reflexiona sobre la suerte de Salomón. El rey sabio, el que edificó el primer templo sobre la tierra dedicado al verdadero Dios, ¿cómo se hundió y hundió la monarquía? Esto sucede cuando el rey se olvida que es un simple mortal y que solo se le ha confiado una misión. Esta crítica es devastadora; la leemos en Sab. 7,1-11, texto sublime de calidad literaria incomparable. Salomón se confiesa como un hombre mortal, igual que todos, hijo del primer hombre modelado de barro; de tal manera que, no obstante haber llegado a ser el Rey, ha tenido igual comienzo que todos los mortales. El rey no es superior al último de sus súbditos. Es, como todos, simple mortal. Del vientre de la madre pasará al vientre de la tierra. “Ningún Rey empezó de otra manera; idéntica es la entrada de todos en la vida, e igual es su salida” (7,6). Olvidarlo es soberbia.

De aquí brota la necesidad de pedir a Dios “La Sabiduría” sin la cual es imposible orientar la vida y agradar a Dios; “Por más cumplido que sea un hombre, si le falta tu sabiduría, no vale nada” (Sab. 9,6; cf. 9,1-12). Así, la súplica de Salomón brota de la propia naturaleza humana débil, fragmentaria e incapaz de conocer los caminos y la voluntad de Dios si la sabiduría que brota de él no se los muestra. De aquí la belleza de estas súplicas y la profunda espiritualidad bíblica que respira.

Esto hace de la sabiduría una realidad inapreciable e indispensable. Dada la condición humana, la súplica se convierte en urgencia: “supliqué y se me concedió la prudencia; invoqué y vino sobre mí el espíritu de la sabiduría” (7,7). Siendo esta virtud, este don de Dios, el que hace capaz al hombre de orientar su vida, su valor no tiene comparación; es más que los cetros y los tronos, mucho más que la riqueza, más que las más preciosas piedras, más que todo el oro, “que a su lado no es más que un poco de arena, y junto a ella, la plata vale lo que el barro”. Vale más que la salud y la belleza porque es la luz que ilumina nuestro camino, porque es un resplandor sin ocaso. Todos los bienes vienen con ella, y sin ella los bienes pueden convertirse en realidades incontroladas y destructoras. Con la sabiduría, aún la riqueza, los bienes y los goces de esta vida, pueden tener sentido y pueden disfrutarse.

Estos relatos tejidos, hace tres, unos, y dos mil años otros, nos dicen que nada hay nuevo bajo el sol, que el hombre es el mismo y que está siempre necesitado de una luz y de una fuerza superiores para realizar la misión que se le confía. De lo contrario, como solemos decir, se marea en un ladrillo. Nuestros personajes de hoy no son más sabios que Salomón ni más santos que David.