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Domingo X de Tiempo Ordinario, C 

1 Rey 17,17-24; Sal 29; Gal 1,11-19; Lc 7,11-17

El logo del Año de la misericordia, obra del jesuita Marko I. Rupnik, artista y teólogo de fama mundial, se presenta como un pequeño compendio teológico de la misericordia. Para este año, yo lo he puesto en tamaño grande al lado izquierdo del Altar, como material de apoyo para la lectura de Lucas, este año.

En efecto, el logo muestra al Hijo que carga sobre sus hombros al hombre extraviado, al hombre que habita en “el reino de la muerte”. Él ha venido «para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte» (Lc. 1,79). Se aprecia a Cristo que, habiendo descendido “a los infiernos”, al reino de la muerte, emerge llevando en sus hombros al nuevo Adán, a la humanidad rescatada de la muerte. “Bendito sea Dios, padre de nuestro Señor Jesucristo, por su gran misericordia, porque al resucitar a Jesucristo de los muertos, nos concedió renacer a la esperanza de una vida nueva”. (1 Pe. 1,3). También destaca el mismo Pedro, oponiendo el antes y el después de la vida del cristiano: ¿Para qué, si no, se dio la Buena Noticia a los muertos? Para que después de haber recibido en su carne mortal la sentencia común a todos los hombres, viviesen por el Espíritu con la vida de Dios”. (3,6). Cristo, pues, nos ha liberado del temor a la muerte mediante el cual el diablo nos mantenía cautivos, como afirma la carta a los hebreos. (cf. Heb. 2,14-15).

El dibujo se ha realizado de manera que se destaque el Buen Pastor que toca en profundidad la carne del hombre, y lo hace con un amor capaz de cambiarle la vida. El Buen Pastor con extrema misericordia carga sobre sí la humanidad, pero sus ojos se confunden con los del hombre. Cristo ve con el ojo de Adán y, éste, lo hace con el ojo de Cristo. Así, cada hombre descubre en Cristo, el nuevo Adán, la propia humanidad y el futuro que le espera, contemplando en su mirada el amor del Padre. Y el hombre aprende a verlo todo con los ojos de Cristo.

Lucas manifiesta en más de una ocasión su interés por la resurrección de los muertos; el público al que se dirige ve en ello la grande novedad del cristianismo. Tal es el pasaje que leemos hoy. El retorno a la vida del hijo de la viuda de Naín es material exclusivo de Lucas; es un fragmento que presenta a Jesús como un gran profeta, pero también como el revelador de la misericordia del Padre que se estremece ante el sufrimiento desgarrador de la muerte del hijo único, después de todo, también él es el Hijo único al que el Padre ha entregado a la muerte para que nosotros tengamos vida. Y esto hay que tomarlo enserio. Lucas quiere enseñar a los cristianos de todos los tiempos dónde está el núcleo de la verdad de la presencia del Hijo entre nosotros.

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1 Rey 17,17-24 – La fascinación de una resurrección – La viuda de Sarepta no dudaba en atribuir a Elías la muerte de su hijo; creía que la presencia del profeta revelase a Dios sus culpas escondidas. Pero el hombre de Dios salva al niño, en virtud de una fe tan grande que lo convierte para siempre en modelo ante el pueblo de Dios y precursor del Mesías. Esto explica la palabra que los judíos dirigen a Juan, y después a Jesús, sobre la identidad de Elías (Mt. 14,2; 16,14; 17,10). En cuanto a nosotros, la resurrección en la que creemos no es una simple recuperación de la vida física, sino la participación definitiva en la vida misma de Dios, gracias a la muerte y resurrección de Jesús.

 

Sal 29 – vv. 2-4.5-6.11-13. Salmo de acción de gracias por la liberación de un peligro de muerte.

Transposición cristiana del salmo. La transposición cristiana de nuestro salmo puede resumirse así: el tema fundamental de la muerte y la vida, la noche y la mañana, el desconcierto y la confianza, el luto y la fiesta, permiten transportar este salmo al momento culminante de estas oposiciones, cuando la muerte llega al extremo de su audacia, y la vida al extremo de su exaltación: en la muerte y resurrección de Cristo. Este es “el singular combate que han trabado la vida y la muerte”; y la vida ha resultado triunfadora. El cristiano que vive en Cristo, participa con él de este luto y de esta fiesta que forman el ciclo litúrgico y la sustancia de nuestra vida en Cristo. El salmo pues, es una acción de gracias por la liberación de un peligro de muerte. Pero en su sentido cristiano pleno, es el canto triunfal sobre la muerte tal como lo expresa S. Pablo en I Cor. 15.

 

Gal 1,11-19 – Un apóstol elegido de entre los excluidos – La clase dirigente de Israel, encerrada en su legalismo tuciorista (tutior= más seguro), no ha sabido  preparar al pueblo para la venida del Salvador. Pablo siente el llamado de Dios para realizar ese proyecto. Él no tiene nada en común con los cristianos de Jerusalén; incluso, forma parte de los perseguidores. Sin embargo, el Señor lo elige como apóstol. Luego de la conversión, Pablo se refugia en el desierto; no debe su investidura ni su responsabilidad al colegio de los Doce o  a la aprobación de los primeros cristianos, sino a Dios mismo. Por amor a  la unidad, sin embargo, Pablo sube a Jerusalén. Tal actitud será ventajosa para la iglesia: Pedro, de hecho, parece decidirse verdaderamente a asumir su responsabilidad sólo después de que Pablo le cuenta su propia experiencia y le hace ver lo equivocado de su actitud. Todo profeta debe mantener viva en sí la exigencia de la unidad; y la iglesia debe acoger en su seno a los innovadores decididos e incómodos  y a los marginados, como Pablo.

 

Lc 7,11-17 – El nuevo Elías – Los judíos esperaban el retorno de Elías, para que preparase el camino al Mesías y reuniera al pueblo repitiendo los milagros que lo hicieron célebre. Elías ha llegado, porque la mano de Jesús levanta a los muertos de la tumba. Doloroso equívoco: Jesús es tomado por el precursor del Reino, del que, por el contrario, es el Señor. Él no podrá disipar el equívoco, si no en el día en el que no se limitará a resucitar a los muertos por unos instantes más, sino que les dará él la vida misma de Dios. Jesús es más que Elías. Su resurrección será el gesto supremo de su supremacía. Ya no resucitará a un joven que ha muerto, dará vida a la humanidad toda.

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El tema de este domingo, avalado por la I Lectura, el Salmo y el relato evangélico, es la revelación del “Dios que ama y da la vida”, y que de manera admirable se ha hecho presente en la persona de Jesús que ha venido para que tengamos vida en abundancia.

El salmo constituye una acción de gracias cantada en medio de la alegría al Señor que nos salva de la muerte, acción de gracias al Señor “porque a punto de morir me reviviste”, dice el salmista. El tema del Dios que da la vida atraviesa la Sagrada Escritura. La palabra “vida” es la clave para interpretar la revelación bíblico-cristiana. Juan resume sabiamente esta verdad cuando pone en los labios de Jesús la sentencia: “yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (10,10).

En nuestra realidad cotidiana, en nuestra ciudad, en nuestro país, tenemos la triste experiencia de la muerte, no solo de la muerte, fin natural del hombre, sino del incesante derramamiento de la sangre  debido a la violencia fratricida, especie de orgía sanguinaria que desprecia el sagrado don de la vida, cuyo único Señor es Dios. En esta situación debemos proclamar con mayor fuerza y claridad, con audacia y atrevimiento, el valor supremo de la vida, y cómo esta situación lamentable revela, en última instancia, nuestra lejanía “del evangelio de la vida”. La liturgia de hoy tiene mucho que decirnos porque es la proclamación del Dios que ama y da la vida y que se manifiesta totalmente cercano a nosotros en nuestras encrucijadas, en los peligros de muerte en los que vida diaria se resuelve. A diario tenemos que asistir a funerales de hermanos nuestros asesinados, acompañar a familias de nuestras parroquias, destrozadas por el dolor, por el absurdo de las ejecuciones, de las muertes injustas, innecesarias.  Da la impresión de que entre nosotros robar y matar son, ya,  delitos menores. El mejor servicio que podemos prestar a esta sociedad, marcada por esta depresión, es anunciarle el Evangelio de la vida.

El relato evangélico nos revela a un Jesús que siente y ama con un corazón humano, que se hace cercano a quienes sufren la pérdida de sus seres queridos y se sienten desamparados, solos, sin protección.  Hoy, en su iglesia, en la liturgia, Jesús participa de ese sufrimiento, lo hace suyo, él se hace cercano a los que lloran a sus seres queridos y les brinda su consuelo y su ayuda. Ésta sería una buena idea para nuestra homilía.

¡Cuántas viudas de Naín hay en medio de nosotros! A ellas se acerca Jesús para brindarles el consuelo de la esperanza cierta, la esperanza que no defrauda; para consolarlas y decirles que el mal y la muerte no son la última palabra ni tienen la razón, invitándolas a la paciencia, a la oración, a la esperanza, y también a la lucha por sus  derechos.

El episodio de la viuda de Naín refleja el esfuerzo de las pequeñas comunidades primitivas que querían transmitir y dejar bien sentada la verdad según la cual, Dios resucitando a su Hijo de entre los muertos, ha cumplido las promesas hechas a los padres. Si Elías, “el profeta”, resucitó a un niño, Jesús, lo hará de manera igual, pero como un signo de que él vencerá a la muerte definitivamente. (cf. 1 Cor. 15).

Jesús resucita al hijo único de una viuda manifestándose así como el gran profeta del fin de los tiempos. Elías, el padre del profetismo en Israel, esa piedra angular de la esperanza del A.T., ese gran profeta que es enviado para rescatar y salvar la fe en el único Dios, es una especie de modelo sobre el que las pequeñas comunidades primitivas plasman la imagen Jesús. Pero Jesús es mucho más grande que Elías porque Jesús ha vencido la muerte con su propia muerte, y resucitando nos ha dado la vida nueva; y esto en forma definitiva.

Pero Jesús no sólo nos señala la dirección hacia la escatología final. Él siente compasión de aquella mujer, dice el texto, y se acerca para remediar tan grande dolor, aquella tristeza. Ante la escena opresora de muerte, Jesús es proclamado Señor. Jesús, el Señor de la vida, se encuentra aquí con la potencia de la muerte, triste herencia del hombre. Y el evangelista destaca que cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo “no llores”. La escena no puede ser más tierna, más real, mostrándonos el corazón de Jesús. Se acerca al féretro y le dice al joven: “joven, yo te lo mando: levántate”; el joven se levantó y Jesús se lo entregó a la madre. Sólo él vece la muerte. También ahora, también en nuestro hoy.

De nuevo en esta escena tenemos muchos elementos que cuadran perfectamente en la situación de dolor que vive nuestro país. La profesión de fe, tanto del relato del libro de los Reyes, como del evangelio de Lucas y el salmo, es muy parecida, es una especie de respuesta coral, una profesión de fe, razón última de ambos relatos:

a) “Elías tomó al niño, lo llevó abajo y se lo entregó a su madre diciendo: ‘mira, tu hijo está vivo’. Entonces la mujer dijo a Elías: ahora sé que eres un hombre de Dios y que tus palabras vienen del Señor”; ella había creído en un primer momento, que la cercanía del profeta sólo había hecho evidente ante Dios los pecados de ella, razón por la cual, había muerto su hijo.

b) “Al ver esto, todos se llenaron de temor y comenzaron a glorificar a Dios, diciendo: un gran profeta ha surgido entre nosotros, Dios ha visitado a su pueblo. La noticia de este hecho se divulgó por toda Judea y por las regiones circunvecinas”. Así termina Lucas su relato. Ambos relatos apunta hacia el Señor que vence la muerte y nos devuelve la alegría de la salvación.

Así pues, éste domingo el tema de la Palabra de Dios, nos brinda la oportunidad de hacer cercana a nuestra comunidad adolorida la dulce esperanza que para nosotros brilla en Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte.

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Reflexión. «“Acercándose tocó el ataúd”. Jesús no realiza el milagro solo con la palabra, como lo veíamos el domingo pasado con el siervo del centurión, toca el ataúd. ¿Por qué? Para enseñarnos que su cuerpo tiene una función en nuestra redención. Cuerpo de vida, carne del Verbo omnipotente, este cuerpo lleva la potencia del Verbo; el fierro puesto en el fuego templa su naturaleza y produce sus efectos. Del mismo modo, esta carne, luego de ser asumida por el Verbo que da la vida a todos los seres se convierte, ella misma, en portadora de vida, capaz de destruir la corrupción y la muerte. Nosotros creemos que el cuerpo de Cristo, por el hecho mismo que es el templo y la morada del Verbo de la vida, es también vivificante y posee toda la potencia del Verbo. Por esto, Cristo no se ha limitado a dar al joven muerto la orden de levantarse. Otras veces, cierto, ha realizado lo que quería simplemente a través de la palabra, pero en este caso, ha puesto la mano sobre el ataúd, haciendo ver, de tal modo, que su cuerpo posee el poder de restituir la vida. (San Cirilo de Alejandría. Comentario al evangelio de San Lucas)».