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Domingo XII de Tiempo Ordinario B

Job 38,1. 8-11; Sal 106; 2 Co 5,14-17; Mc 4,35-41

 

Oración opcional. Concede a tu pueblo, oh Padre, vivir siempre en la veneración y en el amor a tu santo nombre, a fin de que no se vean privados de tu inspiración aquellos que has establecido sobre la firme roca de tu amor. Por NSJ…

 

Job 38,1. 8-11 – Los misterios de la naturaleza – El hombre moderno ha explorado el espacio, ha llegado a las estrellas, y ha buceado en la profundidad del océano, ha explicado la formación del globo terrestre. Observa las tempestades, conoce su origen, y es capaz de prever el tiempo. Existe el Weather Channel. El verdadero sabio, sin embargo, aquel que ha alcanzado tal capacidad de conocimiento no cae en la soberbia; al contrario, se siente pequeño y siempre superado y sabe que es aun ignorante e incapaz ante tantos misterios de la naturaleza. ¿Si la creación es tan inmensa e inabarcable, cómo será su creador y cuál su plan de salvación?

 

Sal. 106 – Liturgia de acción de gracias – Se divide en cuatro estrofas, con doble antífona que subraya el movimiento del peligro y la salvación: pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación. Sigue, como adición, un fragmento de estilo hímnico, cuyo tema dominante es la tierra y el desierto, y una conclusión sapiencial. La idea de fondo que sostiene el salmo es la intervención salvífica de Dios ahí donde todo parece estar perdido.

 

2 Co 5,14-17 – Una novedad sin evasiones – Pablo nos suplica no renunciar a nuestro sueño de eternidad: existen otras cosas en la vida, que van más allá de los deseos y las desilusiones. Dios ha hecho cosas nuevas en medio de nosotros; ha resucitado a Jesús de entre los muertos, ha creado un hombre nuevo. Gracias al bautismo, cada uno de nosotros puede conocer esta vida completamente diferente y nueva. Es una novedad que no desilusiona, pero no es una evasión de nuestra condición humana ordinaria, como ciertos eslóganes publicitarios. Cristo ha llegado a la resurrección partiendo de nuestra vida banal, pobre y pecadora.

 

Mc 4,35-41 – Cuando Dios calla – A veces parece que Dios duerme y calla, precisamente cuando se desencadenan las fuerzas del mal y de la muerte. ¿No es esa nuestra percepción actual? Cuando se levanta la tempestad y el Señor duerme, los apóstoles participan de esta angustia. Y he aquí el hijo del hombre que en pie sobre la barca -como en el día de Pascua después de haber vencido la muerte, se levantará sobre la tumba- calma el mar y el viento, símbolos de los poderes hostiles y demoniacos. ¿Por qué tienen miedo, gente de poca fe? Dios duerme pero está presente; calla pero ha hablado. La Palabra que ha resucitado, ahora vive para siempre, pero no es partidaria de la algarabía, de la palabrería, del ruido. Más bien ama el silencio.

 

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¿Habremos entendido ‘todas esas cosas’?

 

El fragmento evangélico que leemos este domingo es el final del capítulo IV, el discurso de las parábolas. Se trata del famoso pasaje de la Tempestad Calmada. Se trata de un pasaje que ha revestido gran importancia para la exégesis a lo largo de dos mil años. Su alto contenido simbólico y doctrinal ha hecho de él un pasaje muy socorrido en la exégesis patrística.

 

Los discípulos han escuchado las parábolas; pero cabe preguntar si, no obstante las explicaciones en privado, han comprendido el mensaje de Jesús. Explícitamente en Mateo, al final de su discurso de parábolas, Jesús hace la pregunta explícita: “¿Han entendido todo esto?” Le respondieron que sí. (Mt 13,51). Lo mismo cabe preguntarnos, si bien no aparece explícitamente, al final del capítulo IV de Marcos. La tempestad calmada constituye un test.

 

¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tienen fe? (Y es que la fe en movimiento es confianza). Llenos de miedo se decían: ¿Quién es éste, que le obedecen hasta el viento y el mar? La actitud de los discípulos revela que su fe y su confianza en Jesús son todavía muy deficientes. En realidad, tienen de él un conocimiento incompleto que los lleva a la desconfianza y al miedo. Es importante notar los términos que se emplean en el relato. La tormenta que amenaza la barca en la que van los discípulos y Jesús dormido sobre un cojín en la popa, amenaza con hundirse. Ellos se llenan de miedo y lo despiertan reclamándole “Maestro, ¿no te importa que naufraguemos?”, él se despierta e increpa al viento y ordena al mar: ‘cállate y enmudece’; emplea los verbos que usa en el exorcismo en Mc. 1, 21. El mar es el lugar de las las fuerzas hostiles que perturban al hombre. Y el viento y el mar le obedecen. Ahora Jesús es el que les reclama a ellos su cobardía y su poca fe. El mensaje, pues, de las parábolas no ha sido comprendido: ellos siguen teniendo miedo. Además no es fácil. Esta consideración nos permite ya un punto de actualización, porque también nosotros, dada la situación, creemos que el Señor duerme y no le importa que su barca naufrague. “A veces la iglesia nos parece una barca que hace agua” (B.XVI). En la larga historia interpretativa de este relato, la barca ha sido vista como una imagen de la Iglesia, de la comunidad de los discípulos que no pocas veces se ven dominados por el miedo y la desesperanza. Por la acción caótica, “como quien azota el viento”.

 

La angustia es un miedo general ante una realidad imprecisa y envolvente, que hace imposible la esperanza, tal es la situación social que vivimos. Apenas nos juntamos algunos amigos, algunas familias, y el tema que aflora es la incertidumbre, el miedo, la sensación de horizontes cerrados, de amenaza, de muerte. Esto hace de nosotros seres angustiados. Ante las dificultades de la vida somos atrapados por un miedo profundo que nos paraliza. Somos como una barca que azota el viento, que golpean las olas, que amenaza con hundirse. Muchas veces las dificultades que nos rodean son más grandes que nosotros, al grado tal que resulta inútil un llamado a la esperanza. Somos presa de fuerzas que no dependen de nosotros. Por lo tanto, tememos por nosotros y por los que amamos.

 

No solamente las realidades externas que nos amenazan sino también nuestras limitaciones, la enfermedad, la vejez, la muerte. Un agotamiento nervioso, un derrumbe psicológico, un problema económico, la falta de trabajo, realidades todas que hacen de nosotros seres presas del miedo.

 

Y también nos preguntamos sobre la Iglesia y, según una expresión del entonces cardenal Ratzinger, se nos figura “una barca que hace agua”. Y tenemos miedo también de su futuro porque nos parece que en la sociedad y en la cultura actuales no hay lugar para ella. Tememos también por la suerte de la sociedad, de la que formamos parte, por los escándalos en cadena, por la corrupción y el aniquilamiento de los genuinos recursos populares y de la naturaleza.

 

En una ocasión le preguntaron al padre Bernard Haering, viejo y santo sacerdote y gran especialista en teología moral: « ¿Dónde está el diablo?» y él respondió: «el diablo es el pesimismo. Abandonarse a la angustia que disminuye las energías, creer que el mal saldrá vencedor, esperar siempre lo peor: he aquí cómo el diablo hoy tienta a los débiles y se identifica con las fuerzas negativas de la historia. Y desgraciadamente tiene muchos aliados. Son aquellos que saben, sólo, lamentarse, y que no hacen nada para descubrir las fuerzas positivas, para comprender la lucha que en el mundo contemporáneo se realiza contra los espíritus malignos personificados en la violencia y en los abusos de autoridad».

 

Los discípulos, en medio de la tempestad, mientras Jesús duerme, somos nosotros en medio de las dificultades, de las cuales saldremos victoriosos por la intervención de Jesús, que manda al viento y al mar y calma todas las tempestades, de forma que la barca pueda llegar a puerto seguro. En las dificultades tenemos la confiada certeza que todos los acontecimientos de la historia son dirigidos por Dios para el bien de aquellos que lo aman. Entonces, ¿Por qué tenemos miedo? Porque no tenemos confianza en Jesús, presente en nuestra barca, y no contamos con su poder. Y también porque no sabemos ver los elementos positivos y los signos de esperanza, – aunque sean pequeños -, que hay en torno a nosotros aún en un mundo que parece andar a la deriva. El verdadero motivo está en el hecho de que no sabemos leer tales signos y no tenemos el coraje de comprometernos. El verdadero creyente sabe descubrir los signos positivos de la presencia de Jesús en nuestra vida, en nuestro tiempo, no obstante su aparente silencio. No obstante que Jesús “vaya dormido en un cojín en la popa de la barca”. Ser creyentes es saber que él está siempre con nosotros, en nuestra vida, en nuestra barca, en los revueltos acontecimientos de nuestra historia que parecen desmentir el pecado y los escándalos.

 

El silencio de Dios. Jesús duerme. El silencio de Dios es el hecho más trágico y real de nuestro tiempo. Dios ha liberado a su pueblo de la esclavitud de Egipto y ha resucitado a su Hijo Jesús de entre los muertos; Ahora, ¿Por qué calla? Su presencia es perceptible sólo en la experiencia que, hoy, uno hace en la propia vida y en la historia de la liberación realizada por Dios. Pero, ¿Dónde está hoy esta posibilidad de amar, de esperar y de cambiar las situaciones? En este silencio está el “no obstante” de la fe; creemos, esperamos, no obstante… esperamos contra toda esperanza. Poseemos la esperanza que no defrauda. En la general inconsistencia y provisoriedad de las cosas que pasan, cuando nos encontramos frente a la nada y el vacío, permanece para nosotros sólo un punto fijo y estable, en el cual apoyarnos y en el cual confiar. Sólo Dios es nuestro sostén, que da seguridad a nuestra inseguridad, en la movilidad de todo. Jesús está allí, en nuestra barca, aunque duerma. En realidad es nuestra fe la que duerme, así es de que, ¡despertemos!

 

«Hasta el viento y el mar lo obedecen»: Es la exclamación asombrada de los discípulos que han visto a Jesús increpar a las aguas tumultuosas del lago, y manifestarse así Señor de la naturaleza y de los elementos. La escena plantea a los discípulos una pregunta: ¿Quién es éste? Para ellos el momento es por lo tanto un momento de descubrimiento y de fe. ¿Quién es éste?, es la clave con la que podemos leer los pasajes dominicales del evangelio, y todo el evangelio.

 

Job, por su parte, asiste asombrado a los orígenes del mar, que brota de la tierra como del seno materno, y se agita entre dos potentes barreras de hierro que son las playas y los acantilados. Dios dicta leyes a los elementos con la simple fuerza de su palabra. El rumor fragoroso de las olas llega a ser, así, una revelación de la fuerza de Dios. La naturaleza toda entera es el espejo que lo refleja. Es un tema para meditar y una realidad para vivir, para todos nosotros. El libro de Job manifiesta el señorío de Dios sobre las fuerzas cósmicas, en el evangelio Jesús se revela como Dios ejerciendo su autoridad sobre la tempestad, sobre los elementos.

 

La creación ha sido escrita por Dios como un libro, según dice San Agustín. Es un grande poema en el que Dios narra algo de sí mismo. Es el primer medio, siempre válido, que Dios ha elegido para manifestarse. Ha salido de las manos de Dios como una verdadera obra de arte. Es un todo armonioso y solitario: entre más se amplía nuestro conocimiento, tanto más crece nuestra admiración. Nebulosas estelares y años luz, universos infinitos y profundidad psicológica: todo lanza luz nueva sobre la gloria del creador. Su potencia y su divinidad se hacen de algún modo visibles en esta armonía multiforme (Sab 13,3 ss). Por esto la Biblia, en los mismos textos de la oración, los salmos, ofrece un espacio muy amplio a los elementos naturales: a las criaturas del cosmos y a los ritmos del universo, desde el alternarse de las estaciones a los cambios de la semana y del día. El mismo Jesús cuando predicaba el Reino recurría con frecuencia a imágenes traídas de la naturaleza que lo rodeaba: mieses y viñas, simientes y frutos, rebaños y pájaros. Llegará en la última cena a presentar el pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, para dejarnos aquí, abajo, un signo de su presencia.

 

Existe una unión íntima entre la vida humana y el universo y sus ritmos. Adán es sacado de la tierra, y es llamado a dominarla y perfeccionarla con su trabajo, imprimiéndole casi su sello. Se convierte así en colaborador de Dios en la obra de la creación pero es también cierto el derrumbe: la naturaleza es realidad vital que enriquece la vida del hombre, en cierto modo se plasma en su psicología. Esta relación es tan real que la creación está implicada con el hombre en el drama del pecado (Rom 3,19). El pecado, sin embargo, no ha apagado el alma divina de las cosas. Es más: la redención de Cristo, salvando al hombre, ha rescatado las cosas de la maldición. Con su resurrección Él ha dado inicio a una creación nueva. El universo dividido encuentra en él su unidad, aunque permanezca todavía en espera de la redención definitiva.

 

Las maravillas del universo, exigen al hombre fundamentalmente dos cosas: primero, abrir los ojos para contemplar en la naturaleza el rostro de Dios. Debe por lo tanto conservar, o recuperar, la capacidad de contemplar y de admirar. Existe ahora el riesgo de que la preocupación por la eficiencia práctica apague en él esa capacidad. En la capacidad de admiración está el primer germen de la oración. Se necesita para esto la mirada transparente y ansiosa del niño que no se cansa de mirar, de descubrir y de admirar. San Juan de la Cruz llevaba a los novicios a hacer la meditación al bosque. Esta contemplación del creyente no es un estetismo estéril: es una mirada que impulsa más allá de las cosas. Entra en las cosas, pero solo para salir fuera, al otro lado, hacia el Infinito. Segundo, el hombre debe adecuar la vida a la armonía y a la bondad de la creación, para hacer en lo concreto del universo una nota armoniosa. Y después “hacerse voz de la creación, asumiendo las criaturas en su alabanza”. Así, de alguna manera, él eleva el mundo entero hacia Dios.