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Domingo XIII de Tiempo Ordinario B

Sab 1,13-15; 2,23-24; Sal 29; 1 Co 8,8-7.9.13-15; Mc 5,21-43

 

Oración opcional. Oh Padre, que en el misterio de tu Hijo pobre y crucificado has querido enriquecernos con todo bien, haz que no temamos la pobreza y la cruz, para llevar a nuestros hermanos el alegre anuncio de la vida nueva. Por NSJ…

 

Sab 1,13-15; 2,23-24 – Una esperanza indestructible – Dios no es responsable de la situación penosa que sufre el hombre; es el hombre que, con sus continuos pecados, ha comprometido la armonía del mundo y ha introducido la muerte, es decir, lo opuesto al acto creador de Dios. Dios quiere siempre la vida del hombre y de la creación. Nuestro optimismo es más radical todavía: se funda en la resurrección de Cristo, prenda y preludio de nuestra resurrección. En la resurrección de Cristo la creación entera, incluido el hombre, es llevada a su plenitud. En la segunda lectura de hace ocho días, Pablo, espléndidamente nos habla de la «nueva creatura», y «de la nueva creación» que Dios ha realizado mediante la Pascua de Jesús. En él se resuelve de manera definitiva, aunque no con toda la claridad que la mente humana quisiera, el misterio del hombre, el misterio de su vida y de su muerte.

 

Sal 29 – Salmo de acción de gracias por la liberación en un peligro de muerte – El tema de los enemigos puede ser real o puede ser una imagen convencional del peligro pasado, que parece haber sido una enfermedad grave (v.3). El sentido de liberar de la muerte en el momento extremo se expresa la confianza del salmista: Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa (v.4). El abismo es la morada de los muertos, el sheol de los hebreos.

 

El tema fundamental de la vida y de la muerte, la noche y la mañana, el desconcierto y la confianza, el luto y la fiesta, permiten transportar este salmo al momento culminante de estas oposiciones, cuando la muerte llega al extremo de su audacia, y la vida al extremo de su exaltación: en la muerte y en la resurrección de Cristo. El cristiano, que vive en Cristo, participa con el de este luto y fiesta, que forman el ciclo litúrgico y la sustancia de nuestra vida en Cristo.

 

1 Co 8,8-7.9.13-15 – El dinero y la fe – A los ojos de Pablo, el dinero puede ser también un medio para dar testimonio de Jesucristo y del don que él nos ha hecho. Él nos lo ha dado todo, ¿nosotros por qué debemos dudar? Con sus dones, Jesús nos hace partícipes de su vida, ¿rechazaremos nosotros una vida de comunión con los hermanos? La ayuda económica a los hermanos no es una simple cuestión de filantropía: es una profesión de fe, un testimonio evangélico.

 

Mc 5,21-43 – Los milagros de Jesús – Cristo, asumiendo nuestra condición humana, toma contacto con nuestras situaciones desesperadas, la enfermedad y la muerte. Participa de tales situaciones; pero revela también un vivo sentido de rebelión ante tales situaciones. Quiere una humanidad de la cual todo este dolor sea expulsado y, apenas se le presenta la ocasión, realiza el milagro para manifestar su rebelión ante el mal y su confianza absoluta en el Padre. El milagro es como un grito de rebeldía contra el mal. Pero es también un anuncio profético de salvación y de liberación. Jesús no se limita a golpear el mal desde lo exterior: ha querido vivir el mismo la desesperada situación humana, pero posee la certeza de recibir en la resurrección (a la cual hace alusión en la curación de la hija de Jairo), una humanidad nueva, libre de todo mal. El milagro apunta, siempre, a un más allá… (es posible hacer una lectura breve de este pasaje: 5, 21-24.35-43. De esta manera se resalta el milagro de la resurrección de la niña)

 

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La primera lectura de hoy tomada del Libro de la Sabiduría, resume nuestro tema: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes. Todo lo creó para que subsistieran. Las criaturas del mundo son saludables; no hay en ellas veneno mortal. Dios creó al hombre para que nunca muriera, porque lo hizo a imagen y semejanza de sí mismo; mas por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan quienes le pertenecen”.

 

Esta reflexión sobre la muerte en el libro de la Sabiduría, influido por la filosofía griega, influyó, a su vez, determinantemente en la configuración de la teología del judaísmo tardío y, luego, en la formulación del mensaje cristiano. Todo el NT acusa la influencia de esta gran verdad: Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la muerte, la muerte es consecuencia del pecado del hombre; para Dios, la vida de sus fieles es muy valiosa. Pablo, modificando lo dicho en Sab., dice: por el hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte (Rom 5,12); luego, no es el diablo, sino el hombre quien, desobedeciendo a Dios, acarrea la muerte, Siglos después, S. Ireneo de Lyon decía que “el hombre vivo es la gloria de Dios”.

 

Resulta, pues, cuando se le ve en su mínima expresión, muy clara la tesis cristiana: la muerte es el resultado del pecado. El demonio nos tenía cautivos por el temor a la muerte, pero Cristo nos ha liberado de ese temor. Morimos a causa del pecado. La verdadera muerte es la lejanía de Dios: el pecado. La oración de la iglesia lo expresa claramente en su liturgia de exequias. En el prefacio V dice: “Por el pecado morimos, mas, por la victoria de tu Hijo, (sobre la muerte), fuimos redimidos”, (que se puede leer este domingo). Lo mismo podemos constatar en los prefacios de pascua. La redención que opera Jesús es salvarnos de la muerte. No se trata de una salvación de corto alcance, ética, platónica, pitagórica; sencillamente se trata de que Jesús cuando ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación, nos ha librado de la muerte. Su muerte es nuestra victoria.

 

El cristianismo no es una simple religión, no es santería ni rezandería; el cristianismo es una oferta de vida. Si hubiésemos de resumir todo el sentido del mensaje y la persona de Jesús en medio de nosotros, sería con las palabras que Juan pone en sus labios: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). El cristianismo no es por lo tanto una filosofía, una bella idea, un ideal ético. El cristianismo es una alternativa de vida; vida, tal es la palabra clave para interpretar el cristianismo.

 

Con su persona, con su presencia en medio de nosotros, con su mensaje y sobretodo con el misterio de su muerte y resurrección, Jesús nos da la vida. En la iglesia primitiva, con la expresión “perdón de los pecados” se indicaba la donación de la vida. Perdonar los pecados o devolver la vida eran expresiones equivalentes. Los milagros de Jesús, sobretodo aquellos que se refieren a la curación de enfermedades y devolver la vida a los muertos, apuntan en esa dirección, el reino de la muerte ha sido tocado en su raíz; Jesús con su muerte y resurrección lo destruirá completamente. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? De tal manera, pues, que lo que Jesús nos ofrece no es una religión más ni fáciles consuelos ni nada que se le parezca, lo que Él nos ofrece es la vida.

 

Esta es la liturgia del domingo. Hace algunos meses sostuve unas charlas sobre el evangelio de San Marcos. Es el evangelio que estamos leyendo en este ciclo litúrgico y nada más conveniente que una introducción a dicho evangelio. El acercamiento que yo proponía a Mc., y que titulé “Expulsad los demonios”, era precisamente este: que Jesús, en Mc., inmediatamente se enfrenta a todos los poderes que destruyen en el hombre lo que él es por esencia: Imagen de Dios. Digo en la introducción: hay un dato en Mc que siempre me ha llamado la atención: la forma inmediata y casi acelerada, por decirlo así, como Jesús se enfrenta al mal y otorga a sus discípulos la potestad de expulsar los demonios y curar los enfermos; la enfermedad en tiempos de Jesús, era entendida como una de las formas de opresión diabólica. Y, de alguna manera, lo es. De esta forma, el don de la sanación ha de entenderse como una forma de exorcismo. Se puede colegir, entonces, que el anuncio y acogida del evangelio significan la liberación de todos los poderes que enajenan al hombre y lo destruyen.

 

El resumen de Hech 10,34-38 es muy importante. La predicación primitiva entendió la acción liberadora de Jesús como la liberación de todo género de opresión. Pedro, predicando en la casa de Cornelio, resume así la misión de Jesús: «me refiero a Jesús de Nazareth, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo» (Hech 10,38); entonces el cuadro está completo: el anuncio del evangelio fue entendido como un anuncio de liberación y sanación.

 

Así lo demuestra el texto que leemos hoy en el que Jesús se enfrenta a la enfermedad y a la muerte. La enfermedad y la muerte hacen experimentar al hombre su fragilidad, su transitoriedad radical. La enfermedad y la muerte nos ponen ante nuestra debilidad, ante el límite de nuestra propia arrogancia. Pero al mismo tiempo nos hacen experimentar sufrimiento y dolor; se trata de una de las realidades más angustiantes de nuestra existencia. Se trata de los límites de nuestro ser. Esta experiencia radical nos devuelve a nuestra auténtica dimensión, pero al mismo tiempo nos entristece profundamente. ¿Qué sentido tiene la vida, sus aspiraciones más nobles, sus mejores sentimientos, el amor, la familia, si todo está marcado por el final más abrupto? Las enfermedades nos van preparando poco a poco para el trance final. Y, a la postre, lo que se plantea es el sentido de nuestra existencia, es el misterio del hombre.

 

En el pasaje que leemos hoy de Mc vemos como Jesús toca esa hiriente dimensión humana: la enfermedad y la muerte. Existe un sumario, es decir, un resumen, en Mc que dice así: “al atardecer, cuando se puso el sol, le llevaron toda clase de enfermos y los endemoniados. Toda la población se agolpaba a la puerta. El curó a muchos enfermos de diversas dolencias…” (1,32-34). Más adelante añade el evangelista: “pues, como curaba muchos, se le echaban encima los que sufrían achaques para tocarlo” (3,10); estos resúmenes nos indican cómo Jesús tocó con su mano y con su propia vida el sufrimiento de la enfermedad. La enfermedad provoca muchos sufrimientos, aísla, provoca soledad. Jesús se acercó pues a ese mundo del dolor.

 

Evangelizar, esta es la enseñanza, será acercarnos en su nombre a esa dimensión del sufrimiento humano. Solamente en Jesús podremos enfrentar el misterio de la enfermedad y la muerte. Por eso, es necesario pedirle el don de la fe que haga posible la sanación y la liberación. Jesús vence la enfermedad y la muerte porque tiene fe, y como dirá él más adelante: “todo es posible para el que cree”; nosotros debemos de pedirle esa fe capaz de enfrentar el misterio del sufrimiento humano (cf. 9,23). Evangelizar, será, entonces, no la transmisión burocrática de una idea, sino poner en contacto a alguien con la fuerza sanadora de Cristo. Ahora bien, es la liturgia, en el gran sacramento de la Iglesia, en los sacramentos de la fe, en la escucha contemplativa de su palabra, donde Jesús actuará su poder salvífico. Ese es el tema de nuestro domingo.

 

Un minuto con el Evangelio.

Marko I. Rupnik, sj.

Un padre cuya hija está muriendo es una imagen típica de la situación de la humanidad después del pecado. El hombre advierte constantemente la insuficiencia de la vida. Quisiera dar vida, pero siempre experimenta que no puede darla porque él no es la fuente. El hombre siente cada día su muerte cercana, por eso de alguna manera proyecta en su descendencia la esperanza de vencerla y de afirmar su propia vida. Pero aquí la misma descendencia, la hija de Jairo, muere antes que el padre. El jefe de la sinagoga se dirige a Cristo; quizás sin ser plenamente consciente, da el paso que conduce a la sinagoga: mantener viva la fe en la promesa de que Dios enviaría al Mesías. Una vez más vemos que el escenario ideal para encontrar a Cristo es la necesidad de la salvación; no enmascaremos nuestra propia fragilidad, no ocultemos nuestra propia incapacidad, no blanqueemos los sepulcros; al contrario; partamos de nuestra situación, elevemos nuestro clamor y oración al Señor que viene.

 

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MUERTE Y CULTURA. La muerte es el acontecimiento universal, más aún que la vida, porque muchos podrían haber nacido y no han nacido, pero todos los que hemos nacido habremos de morir. Se trata de un drama integral y sin repetición; inexperimentable con vistas a un discurso lógico pero irremediablemente cierto. En efecto, con la muerte no podemos experimentar porque acaece una sola vez y la prueba de que no estamos muertos es que estamos leyendo esta página. Se trata de la cosa mas natural y la menos esperada; la mas cierta y sin embargo nos encuentra siempre desamparados, incrédulos, escandalizados, perplejos, y siempre en rebeldía.

 

Constituye además el verdadero tabú, aquello de lo que no conviene hablar; no es de buen gusto hablar de la muerte, ni de la propia porque no sabemos que es, no tenemos experiencia de ella, no podemos ni siquiera imaginarla aunque sabemos que está siempre presente en nuestro horizonte; ni de la muerte de los demás pues no parece muy decente referirnos a semejante realidad.

 

El trance definitivo de la vida es la muerte. Ante ella cobra todo su realismo la debilidad y la impotencia del hombre. Es un momento sin trampa. Cuando alguien ha muerto queda el despojo de un difunto. Esta situación provoca en los familiares y en la comunidad cristiana un clima muy complejo. El cuerpo muerto genera preguntas, exhala cuestiones insoportables, enfrenta al destino y el sentido de todo, es causa de un dolor agudo por la separación y el aniquilamiento. Y la reflexión religiosa que se hace en nuestras celebraciones debe hacerse eco de esta realidad.

 

La muerte es trágica. No se puede ignorar o minusvalorar su lado amargo. Por eso, la celebración religiosa debe hacerse eco de ello. El hombre es un viviente, y la muerte es la contradicción de todo lo que de vida, proyectos, futuro, perspectivas, puede abrigar cualquier ser vivo. Bástenos pensar para comprender esto en la joven madre afectada de un cáncer en fase terminal que contempla a sus dos hijos pequeños; yo estoy seguro que en estos casos lo terrible de la situación no lo es tanto el sufrimiento físico ni la cercanía de la muerte, sino el dolor moral, la inenarrable sensación de frustración e impotencia ante una tarea que ha quedado inconclusa.

 

Aunque todos sepamos que tenemos que morir, la muerte desconcierta, asombra, produce estupor y extrañeza, viene grávida de amargura, de sin sentido. Los muertos mueren solos, desamparados, sin que nadie pueda hacer nada por ellos. Es la honda experiencia reflejada en el Crucificado: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? (Mc. 15, 34)

 

Ante la muerte, muchas preguntas rebeldes y radicales, se clavan en el corazón. ¿Por qué se viene a la vida si se ha de morir?, ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Acaso el Dios que nos abandona a la muerte es bueno? Si él nos garantiza la resurrección, ¿por qué no nos preserva del trance de morir? ¿Para qué edificar la vida, si en un soplo se cae? ¿A dónde va a parar el esfuerzo de tanto hombre y de las generaciones todas? La muerte deja en el rostro de los difuntos un extraño gesto de resignación, frío e impenetrable, mientras las miradas de los vivos se pierden a lo lejos, como escrutando el vacío. Con parecidas palabras se abre el ritual católico de las exequias. Y la celebración ha de ser honesta.

 

Pero la muerte acaece también al interno de una cultura. O más bien, la sucesivas culturas se han fraguado de frente a la muerte tratando de superar el absurdo y el trauma. Desde los brujos más primitivos de que tenemos memoria hasta las eminencias médicas de los centros más evolucionados y sofisticados de la investigación, se enfrentan a la muerte; desde el animismo más primitivo de las tribus australianas, pasando por Egipto y Mesopotamia, hasta la propuesta cristiana, todas las religiones se definen ante la muerte.

 

La misma cremación que la iglesia ha admitido no puede ser el resultado de un desprecio del cuerpo, signo de rebeldía y desesperanza; la iglesia la ha admitido, a no ser que conste que dicha cremación fue elegida por motivos contrarios al sentido cristiano de la vida. El cuerpo de los difuntos fue templo del Espíritu Santo, según la fe cristiana, y ha de ser tratado con absoluto respeto en espera de la resurrección.

 

Hablando de la cremación de los cadáveres, y no pocas veces de la dispersión de sus cenizas en el campo o en el mar, Olegario González de Cardenal, profesor que es de la U. de Salamanca, escribía recientemente: “Lejos estoy de pensar que el guardar cenizas o el enterrar cadáveres sean pensados como la garantía de una inmortalidad o resurrección. La fe cristiana no se apoya en el soporte biológico de una incorruptibilidad física o indestructibilidad natural, a las cuales colaboraría el cuidado de esos restos. La fe cristiana es fe en la resurrección; se apoya en el Dios vivo, que ha creado a los hombres para participar en su propia existencia eterna, y lo mismo que los llamó desde la nada a la existencia los llamará desde la muerte a la vida eterna.

 

No estamos aquí primordialmente ante un problema religioso sino ante un hecho antropológico fundamental: el valor y la sacralidad del hombre, que se expresan en el respeto que sus prójimos le otorgan vivo y muerto. No en vano los primeros signos de humanización y expresión religiosa aparecen en la historia unidos al culto a los muertos, a sus tumbas y fechas necrológicas, al memorial de sus hazañas y a la esperanza de su compañía. Una cultura que olvida y dispersa de esta forma los despojos de los muertos los está “expoliando” y después terminará dispersando por insignificantes también a los vivos. Si todo es recuerdo en el amor y espera, donde desaparecen los signos concretos de una persona concreta, ésta termina desapareciendo de la conciencia. Esa soledad otorgada a los muertos se vuelve sospecha en los vivos: no valgo la pena para nadie, si mi recuerdo no acompaña a nadie, mi soledad es definitiva y absoluta. Si no existo ya para nadie, ¿soy alguien?”.