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I Re. 19,9.11-13; Sal 84; Rom. 9,1-5; Mt. 14,22-33

 

A veces, la iglesia nos parece una barca que hace agua”. (J. Ratzinger. Vía crucis 2005). En el mar hostil de este mundo, la barca, (la iglesia), avanza en medio de las olas de un mar encrespado, expuesta a los asaltos del mal; el Señor no está en la barca; esperamos su retorno al final de la noche. ¿Lo dudan, hombres de poca fe?

 

Re. 19,9.11-13. Lo inabarcable – El dios de los filósofos es omnipotente y hace lo que quiere con la creación, que tiembla antes sus caprichos. El dios del paganismo es un dios terrible que mantiene en el miedo el corazón del hombre, y se venga de todo atentado contra su dignidad: tempestades y terremotos son sus armas favoritas. El Dios de Elías y de Jesus es completamente otro: ha abrazado la pobreza y la debilidad; desilusiona a los que, manejando una cierta idea de él, buscan consolidar su prestigio. Dios se revela a Elías en “el suave murmullo de un viento ligero”; nosotros preferimos la espectacularidad, el número, la herejía de la acción.

 

Sal 84. (vv. 9abc-10; 11-12; 13-14). Salmo de lamentación que termina con una súplica confiada. El v. 8 dice: “Muéstranos, Señor, tu misericordia/ y danos tu salvación”. La salvación pedida, a partir del verso 10 comienza a hacerse presente; ahora volverá la gloria de Dios, su presencia protectora, a la tierra prometida. como personajes que escoltan la presencia divina, son convocadas desde puntos diversos, la misericordia, la fidelidad, la paz, la justicia. Fidelidad y justicia enlazan cielo y tierra en perfecta armonía. Sobreviene la lluvia, el gran bien o bendición de Dios, que baja del cielo; y la tierra, divinamente fecundada, produce su nuevo fruto. El v. 14 cierra el cortejo con dos figuras ya mencionadas justicia y salvación.

 

Es un salmo adventual. Cuando en Jesus venga la gloria de Dios al mundo, entonces la justicia y la fidelidad, la misericordia y la salvación, frutos de un atierra fecundada por el Espíritu, se ‘encontrarán y besarán’.

 

Rom. 9,1-5. Israel, raíz del cristianismo – Pablo reconoce que los hebreos no son mejores que otros pueblos y no tienen ningún derecho sobre Dios. Pero, precisamente porque sus privilegios han sido concedidos por pura gracia, no le serán quitados. El pueblo judío sigue siendo el pueblo que Dios ha sido amado primero, que permanece marcado por la elección de Dios, porque “los dones y la llamada de Dios son irrevocables” (Rom. 11, 29). La iglesia no puede olvidar que ha recibido a Cristo a través de Israel. El pueblo judío es, pues, como la raíz de la iglesia, de donde ella ha brotado y se ha nutrido.

 

Mt. 14,22-33. El riesgo del naufragio – En medio del mar encrespado y los vientos contrarios, Cristo viene a nuestro encuentro; pero desde el momento en que se nos manifiesta, es necesario abandonar, como Pedro, la seguridad aparente de la barca y enfrentar el riesgo del encuentro a mar abierto. Pedro se arriesga a hundirse entre las ondas de la duda; pero es así como surge el grito de la fe. Frágil y siempre en suspenso, inquieta y, con todo, victoriosa, la fe del cristiano camina al encuentro del Señor resucitado en medio de las tempestades y peligros del mundo. la misma potencia divina que sacó a Jesus del abismo de la muerte, dará al cristiano la audacia de vencer el miedo

 

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La nostalgia de Dios. Los textos de este domingo pueden ser leídos como un amplio y variado mensaje de revelación de la Presencia Divina en medio de los hombres no obstante todas las tormentas, las dudas y la incapacidad de los suyos para reconocerlo.  A veces esa presencia de Dios toma la forma de la ausencia; ausencia que es presencia. Pero es necesario que busquemos la calma, que pongamos en paz nuestro interior y que busquemos, como Elías, la soledad y el silencio, protocolo obligado para acercarnos a Dios. La tempestad calmada y el suave viento son el símbolo de la cercanía de Dios. El nerviosismo, la alteración psicológica, el miedo, la neurosis, tempestades del alma, no son el mejor camino para acercarnos a Dios.

 

Presencia de lo Divino que culmina como realidad salvífica en la persona de Cristo. De tal Presencia el Mesías es un signo personal y un sacramento o acontecimiento palpable aunque desconcertante para los hombres, a gado de provocar la contradicción expresada en sus reacciones tanto personales como colectivas. En este sentido, el relato evangélico de hoy aporta un cuadro plástico en el que se mueve esa presencia encarnada y operante de Dios entre los hombres, aun en medio de la tormenta. Entonces como ahora, creemos ver un fantasma, creemos que se trata de una fantasía, una ilusión, una realidad inasible; cierto, una realidad que no está a nuestro capricho, pero misteriosamente presente y activa siempre. A pesar de las tormentas, de todas las tormentas, que sacuden nuestro mundo y atormentan al hombre de hoy, Dios, en su Hijo querido, esta presente en medio de nosotros.

 

Tal parece ser el mensaje de este domingo. Elías que huye de la amenaza mortal y se refugia en la montaña, los apóstoles a la mitad del mar, solos en medio de la tempestad, con el viento en contra; Dios, que deshace las tormentas y demuestra su inanidad, se hace presente, al contrario, en la calma, en el susurro del viento suave que mece las hojas del árbol. Él calma las tempestades.

 

Cuántas tormentas se han desatado en nuestro momento, desde los escándalos sacerdotales, – los enemigos de la Iglesia están dentro, (B. XVI) -, hasta la oposición frontal, radical, activamente agresiva, en contra de la Iglesia, y en última instancia, en contra de Cristo. En Inglaterra, B.XVI, denunciaba la “cristofobia”. El radicalismo musulmán ha desatado una ofensiva mortal contra los cristianos; y nosotros lo ignoramos distraídos en nuestras prioridades. Pedro ha de saber, y nunca olvidar, que Jesús es el que edifica la Iglesia y que su fe, no obstante, el ímpetu de las tormentas, no debe decaer. La persecución ha sido compañera de la Iglesia. San Agustín decía que la Iglesia avanza entre los consuelos del cielo y las persecuciones del mundo. Es algo con lo que debemos contar por adelantado y éste es el tema del domingo. Pero encima de las tormentas, los escándalos y el griterío del  mundo, está el poder de Dios.

 

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Elías es un personaje sugestivo, atrayente, padre del profetismo que hace retornar al pueblo idólatra a la única y verdadera fe en el Señor. La conciencia de Elías presenta aquí todo el dramatismo de quien busca sinceramente a Dios en medio de una sociedad idólatra y religiosamente convencional.

 

Los acontecimientos del Carmelo: reto a Baal y aniquilamiento de sus sacerdotes (1 Rey. 18, 20-40) y el juramento de venganza de la impía Jezabel (1 Rey. 19, 1-2), imponen al profeta del yavismo,  una huida apresurada y dramática; acosado por el reino de Israel y eludiendo temeroso los peligros en el reino de Judá. La depresión, el cansancio físico y el hambre, terminarán impactando su psiquismo hasta hacerle anhelar la muerte (1 Rey.19, 4; cf. Núm. 11,5). En solitario se adentra, al fin, en la estepa desértica hacia el Sinaí o monte Horeb, en busca de Dios. Va en busca  de los orígenes del yavismo: acontecimiento salvífico, garantizado en la figura de Moisés y en aquellos mismos parajes cinco siglos atrás (cf. Ex 19, 16-21; 24, 18; 33, 21 ss.)].

 

Los cuarenta días de peregrinaje, el ayuno profético y la situación apóstata del Pueblo de Dios, junto con el celo renovador de Elías, explican el profundo significado de vuelta a la cuna del yavismo salvífico y a la Presencia santificadora de Dios entre los hombres.

 

De esta Presencia-Acontecimiento, Elías es sólo un símbolo ardiente en la búsqueda y un profeta-testigo de Yavé ante su Pueblo. La Teofanía del Sinaí es, una vez más, la respuesta divina a esta sincera búsqueda y un hito más en el designio divino de presencialidad operante entre los hombres. La espiritualidad divina, la trascendencia de su Presencia y la interioridad profunda de su acción divina quedan expresadas en la delicadeza teofánica del susurro y la brisa que confortan al profeta.

 

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Jesús y Pedro caminan sobre las aguas. Nuestro relato, en realidad, presenta una situación muy parecida a la del domingo pasado: en el relato precedente y aquí, los discípulos se encuentran solos y desvalidos ante Jesús: allí, en presencia de una muchedumbre desamparada que semejaba un rebaño sin pastor y a la que ellos ¡han de darles de comer!, aquí, sobre las olas del mar encrespado, con un profundo sentimiento de ansiedad, de miedo, víctimas de la incertidumbre. En uno y otro caso, Jesús los saca del apuro con un gesto de soberana autoridad sobre los elementos: aquí dominando la tempestad e imponiendo la calma, la tranquilidad, allá multiplicando los cinco panes y los pescados. Esto pone de manifiesto que sólo él es quien puede superar la adversidad. Allí dónde el horizonte se cierra amenazante, cuando todo parece desembocar en un callejón sin salida, Jesús encuentra y nos muestra el camino de la libertad. Esto tiene mucho que decirnos en nuestra situación, en donde pareciera que la misma barca de Pedro hace agua, ha perdido el timón y se mece al garete, al capricho de los vientos cambiantes.

 

Marcos, en el relato paralelo, acentúa el poder extraordinario de Jesús y la limitada comprensión de los discípulos; Mateo ha hecho, siguiéndolo de cerca, lo que es notable, una ilustración de la condición del discípulo de Cristo, dividido entre el terror y la fe; pero una fe que sigue amenazada por la tormenta, por la duda. Por eso este milagro, en la misma categoría que el de la tempestad calmada (Mt. 8,18-27), ilustra igualmente la condición difícil y, sin embargo victoriosa, de la fe de los discípulos de Cristo que viven en el mundo. Yo he vencido al mundo, no tengan miedo, dice Jesús a sus discípulos durante la Última Cena; San Juan en su primera carta dirá que la victoria sobre el mundo es nuestra fe. Y mundo significa en Juan esa realidad sombría y poderosa que se opone sistemáticamente a Cristo y sus discípulos.

 

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Este domingo nos brinda la estupenda oportunidad de hablar de iglesia como adultos. La Iglesia hoy, lo sabemos de sobra, está en el ojo de la tormenta, más por las traiciones internas que por las persecuciones del mundo. Pero esto no tiene nada de nuevo. Desde los mismos comienzos, la comunidad cristiana se ha visto amenazada por las defecciones internas y por las persecuciones de los poderes hostiles que existen, que han existido y existirán en el mundo. En el mundo tendrán persecuciones, advierte Jesús a los suyos. El pontificado de B. XVI indiscutiblemente estuvo marcado por esa guerra sombría y terrible del mundo en contra de la Iglesia, y de la Iglesia en cuanto que esta es el sacramento de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Se trata de un odio concentrado que esperaba el momento de actuar. Si la Iglesia no fuera el signo de la presencia de Cristo en el mundo, no sufriría ninguna persecución. Nadie va a perseguir el grupo religioso de Ponchito Murguía. A nadie interesa una religiosidad convencional porque es inofensiva, inocua, enajenante, evasiva.

 

Pero Pedro está en el centro de este relato. Y el relato nos dice que Pedro que, atrevidamente pidió ir hacia Jesús caminando sobre el agua, al sentir la fuerza del viento tuvo miedo y empezó a hundirse. He aquí el problema: el miedo. Por eso Jesús pone como programa para su Iglesia de todos los tiempos el no tengáis miedo. JP. II hizo de estas palabras el lema en su Pontificado porque era consiente que atravesaríamos un mar embravecido. La fe de Pedro es también una fe amenazada. Por eso, la actitud natural es el grito de auxilio: ¡Socorro, Señor! Tal es el grito que brota de la fe amenazada.

 

Es el momento también para orar mucho por Pedro. Existen poderes hostiles, fuerzas, grupos de interés, a quienes importa el fracaso de Pedro. Pero ya desde ahora estamos seguros que Cristo está allí para calmar las tormentas, está con los suyos a mitad de la tormenta. En uno de sus viajes, preguntaban a B. XVI, hombre de 84 años, de dónde sacaba la energía y si sentía miedo a cualquier cosa. Y contestó que la energía brota de la oración y de la amistad con Jesús y que no existe ningún miedo porque estando con Jesús ningún mal puede tocarnos si el no lo quiere.

 

Así pues, búsqueda de Dios, fe como realidad amenazada, confianza en la adversidad, comunidad de Jesús unida en la confianza, en la esperanza y el amor, son el tema de este domingo.

 

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Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

 

No es acorde con la naturaleza humana caminar sobre las aguas, pero Pedro camina sobre las aguas yendo hacia Cristo que lo llama. Ya en los textos sapienciales, el mar, las profundidades de las aguas son imagen de un mundo desordenado, caótico, de la agitación de pasiones; además es de noche y se levanta un viento violento. Pedro, quizá durante un solo instante, presta atención a este escenario, a la oscuridad sin fondo bajo sus pies, al miedo y a los pensamientos que suscita, y enseguida comienza a hundirse.  Mientras su atención se fija en Cristo, Pedro camina sobre las aguas, porque solo lo puede hacer por una relación con él. Por ello, los Santos Padres enseñan a no aceptar los pensamientos de miedo que, como un enjambre, insisten llamando nuestra atención.  Nos enseñan a no dialogar con la tentación, sino a fijar la mirada en Cristo, porque la amistad con él es ese amor que ahuyenta cualquier miedo. 

 

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Excursus.

La preparación de la homilía no lo es si no se hace en un ambiente de oración y reflexión personales. La palabra de Dios no admite play back. Sabemos que el escándalo de los sacerdotes ha causado un mal incalculable a la iglesia; y entiéndase por iglesia a los creyentes, a los sencillos, a los pequeños que luchan por creer. El que sea ocasión de tropiezo, un obstáculo en el camino de la fe, para uno de esos pequeños, es destinatario de una severísima advertencia de Jesús. El viernes 12 de marzo de 2010, B.XVI pronunció estas palabras ante los participantes en el Congreso Teológico Internacional, que se reunieron con el tema: “Fidelidad de Cristo, fidelidad del Sacerdote”, organizado por la Congregación para el Clero.

 

Señores Cardenales,

Queridos hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,

Amables congregados,

 

Me alegra encontrarme con vosotros en esta particular ocasión y os saludo a todos con afecto.  Mi gratitud a todo el Dicasterio, por el compromiso con el que coordina las múltiples iniciativas del Año Sacerdotal, entre ellas este Congreso Teológico, de tema: “Fidelidad de Cristo, Fidelidad del Sacerdote”. Gozo por esta iniciativa que ve la presencia de más de 50 Obispos y de más de 500 sacerdotes, muchos de ellos responsables nacionales o diocesanos del Clero y de la formación permanente. Vuestra atención a los temas referentes al Sacerdocio ministerial es uno de los frutos de este Año especial, que he querido convocar precisamente para “promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo (Carta para la celebración del Año Sacerdotal).

 

El tema de la identidad sacerdotal, objeto de vuestra primera jornada de estudio, es determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el futuro. En una época como la nuestra, tan “policéntrica” y propensa a difuminar todo tipo de concepción de identidad, considerada por muchos contraria a la libertad y a la democracia, es importante tener bien clara la peculiaridad teológica del Ministerio ordenado para no ceder a la tentación de reducirlo a las categorías culturales dominantes. En un contexto de difundida secularización, que excluye progresivamente a Dios de la esfera pública, y, por tendencia, también de la conciencia social compartida, a menudo el sacerdote parece “extraño” al sentir común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su ministerio, como los de ser hombre de lo sagrado, sacado del mundo para interceder a favor del mundo, constituido, en esa misión, por Dios y no por los hombres (cf. Eb 5,1). Por ese motivo, es importante superar peligrosos reduccionismos, que, en las décadas pasadas, utilizando categorías más funcionalistas que ontológicas, han presentado al sacerdote casi como un “agente social”, corriendo el riesgo de traicionar el mismo Sacerdocio de Cristo. Así como se revela cada vez más urgente la hermenéutica de la continuidad para comprender de manera adecuada los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II, de manera análoga parece necesaria una hermenéutica que podríamos definir “de la continuidad sacerdotal”, la cual, partiendo de Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, y pasando a través de los dos mil años de la historia de grandeza y de santidad, de cultura y de piedad, que el Sacerdocio ha escrito en el mundo, llega hasta nuestros días.

 

Queridos hermanos sacerdotes, en el tiempo en que vivimos es especialmente importante que la llamada a participar del único Sacerdocio de Cristo en el Ministerio ordenado florezca en el “carisma de la profecía”: hay gran necesidad de sacerdotes que hablen de Dios al mundo y que presenten a Dios al mundo; hombres no sujetos a efímeras maneras culturales, sino capaces de vivir de manera auténtica esa libertad que sólo la certeza de la pertenencia a Dios está en condiciones de dar. Como vuestro Congreso ha destacado bien, hoy la profecía más necesaria es la de la fidelidad, que partiendo de la Fidelidad de Cristo a la humanidad, a través de la Iglesia y el Sacerdocio ministerial, conduzca a vivir el propio sacerdocio en la total adhesión a Cristo y a la Iglesia. De hecho, el sacerdote ya no se pertenece a sí mismo, sino, por el sello sacramental recibido (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1563; 1582), es “propiedad” de Dios. Este “ser de Otro” debe hacerse reconocible por todos, a través de un claro testimonio.

 

En la manera de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y amar, de relacionarse con las personas, también en el hábito, el sacerdote debe sacar fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su ser profundo. En consecuencia, debe poner todo el cuidado en sustraerse de la mentalidad dominante, que tiende a asociar el valor del ministro no a su ser, sino sólo a su función, sin apreciar, así, la obra de Dios, que incide en la identidad profunda de la persona del sacerdote, configurándolo a Sí de manera definitiva (cf. ibid., n.1583).

 

El horizonte de la pertenencia ontológica a Dios constituye, además, el marco adecuado para comprender y reafirmar, también en nuestros días, el valor del sagrado celibato, que en la Iglesia latina es un carisma requerido para el Orden sagrado (cf. Presbyterorum Ordinis, 16) y es tenido en grandísima consideración en las Iglesias Orientales (cf. CCEO, can. 373). Eso es auténtica profecía del Reino, signo de la consagración con corazón indiviso al Señor y a las “cosas del Señor” (1Cor 7,32), expresión del don de sí mismo a Dios y a los demás (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1579).

 

La del sacerdote es, por tanto, una altísima vocación, que continúa siendo un gran Misterio también para los que la hemos recibido como don. Nuestros límites y nuestras debilidades deben llevarnos a vivir y a custodiar con profunda fe ese don precioso, con el que Cristo nos ha configurado a Sí, haciéndonos partícipes de Su Misión salvífica. De hecho, la comprensión del Sacerdocio ministerial está ligada a la fe y pide, de manera cada vez más fuerte, una radical continuidad entre la formación del seminario y la permanente. La vida profética, sin compromisos, con la que serviremos a Dios y al mundo, anunciando el Evangelio y celebrando los Sacramentos, favorecerá el advenimiento del Reino de Dios ya presente y el crecimiento del Pueblo de Dios en la fe.

 

Queridísimos sacerdotes, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo nos piden sólo ser hasta el fondo sacerdotes y nada más. Los fieles laicos encontrarán en muchas otras personas aquello que necesitan humanamente, pero sólo en el sacerdote podrán encontrar esa Palabra de Dios que debe estar siempre en sus labios (cf. P. O. 4); la Misericordia del Padre, que se prodiga de manera abundante y gratuita en el Sacramento de la Reconciliación; el Pan de Vida nueva, “verdadero alimento dado a los hombres” (cf. Himno del Oficio en la Solemnidad del Corpus Domini del Rito romano). Pidamos a Dios, por intercesión de la Bienaventurada Virgen María y de San Juan María Vianney, poder darle gracias cada día por el gran don de la vocación y de vivir con plena y gozosa fidelidad nuestro Sacerdocio. ¡Gracias a todos por este encuentro! Con mucho gusto imparto a cada uno la Bendición Apostólica.