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Domingo XVI T. O. C.

Gen. 18,1-10; Sal.14; Col. 1,24-28; Lc. 10,38-42.

Lo que Lucas opone a la multiplicidad de ocupaciones que absorben a Marta en su servicio, es la única cosa indispensable de la que se ocupa María: escuchar la palabra de Cristo para guardarla en el propio corazón y ponerla en práctica. Esto lo que hace el verdadero discípulo; lo demás no carece de importancia, pero no debe alterarnos al punto de hacernos olvidar lo esencial: Aquel que viene a visitarnos.

 

«El factor decisivo, ese íntimo núcleo del ministerio sacerdotal que los diáconos, los sacerdotes y los obispos nunca deben olvidar es, a saber, que el primero y el más importante servicio no es la gestoría “de los asuntos corrientes”, sino rezar por los demás, sin interrupción, con el alma y el cuerpo, como lo hace hoy el papa emérito B. XVI». (Papa Francisco).

 

Gen. 18,1-10 – La ley de la hospitalidad – Nos impresiona el relato de la hospitalidad de Abran; ¿eran ángeles, hombres o Dios mismo aquellos tres personajes, o era uno solo? Para dar una respuesta a esta pregunta sería necesario que nosotros mismos hubiésemos sacrificado la ternera para un extranjero, que hubiésemos compartido el agua y el vino con un desventurado al que encontramos por la calle.

 

Sal. 14 – El justo es huésped de Dios. Para ser huésped de Dios debemos cumplir los mandamientos. Al entrar en el templo  para una gran ceremonia litúrgica el israelita consulta al sacerdote si puede entrar. El sacerdote responde con una lista de mandamientos que el hombre debe  cumplir para tener acceso a la presencia de Dios. v. 2. Comienza la respuesta del sacerdote. vv. 2-5. Son mandamientos respecto al prójimo. El hombre es responsable en la comunidad, dentro de ella participa en el culto. v. 5. Los enunciados son seis, y el séptimo es el resumen de esta conducta.

 

Transposición cristiana. Se puede recordar el sentido comunitario «eclesiástico» de la confesión, como reconciliación con la comunidad de la Iglesia, antes de participar en el acto central del culto. La moral tiene un carácter marcadamente religioso y cúltico.

 

Col. 1,24-28 – Carta desde la prisión – Pablo, anciano y prisionero, conserva todavía el ímpetu del apóstol que recorre el mundo. Su misión es siempre urgente: hacer que la palabra de Dios llegue a ser una realidad («Según la misión que me ha sido confiada de anunciar su mensaje-palabra»). Su deseo es siempre lograr una humanidad perfecta en Cristo, de dar a los hombres un fin digno de ellos, es la esperanza de una vida libre y nueva, aquella que brota de Cristo resucitado. Primero, Pablo se consumía en los viajes, ahora se ve obligado a la inacción. Pero no importa: ser apóstol, significa siempre generar la iglesia al modo de Cristo, es decir, en el amor que no conoce obstáculos.

 

Lc. 10,38-42 – Lo esencial y lo secundario – La distinción entre acción y contemplación, a propósito de Marta y María, no es una justa interpretación de este pasaje evangélico. Las dos hermanas solo tienen una preocupación común: recibir bien a su huésped y dividirse las obligaciones en función de tal servicio. Marta, mientras, se ocupa de la cocina, María, por su parte, se pone a la escucha del Maestro. Deberes complementarios de una misma caridad y de una misma hospitalidad común. Pero Marta se impacienta, tal vez preparando un platillo complicado, mientras hay una sola cosa de la que se tiene verdaderamente necesidad. Sobrecargada (burn out), pide ayuda a la hermana. En este momento la hospitalidad pierde su equilibrio y Jesús se lo recuerda mostrando cómo los cuidados materiales están perdiendo su dimensión. La espera del Reino se realiza, por lo tanto, en una subordinación de lo secundario a lo esencial, y lo esencial es siempre la escucha de la palabra (la oración, el factor decisivo). Una escucha no solo contemplativa, sino que compromete todo el comportamiento, exigiendo una conversión radical.

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Escuchar al Huésped.  La hospitalidad es, ha sido y será siempre  una expresión de la capacidad humana de acoger y entrar en relación con el otro. Las civilizaciones más antiguas, y entre ellas, la bíblica, han vivido y enseñado la cultura de la hospitalidad.

Abrir las puertas al otro es más que poner en sus manos las llaves de un hotel, o de servirle una comida;  es sentarse a su lado y escuchar sus palabras, interesarse por su historia, su vida, su experiencia;  es conocer al que visita el hogar y abrirle las puertas del corazón, es brindarle amistad y acogida.

Los hombres de todos los tiempos tenemos sed.  Sed de palabras, de comunicación, de interioridad; en medio de tantas palabras, una inflación y, por lo tanto, devaluación de la palabra, sentimos la necesidad de la palabra si bien son pocas las palabras que apagan nuestra sed. El aislamiento y la soledad son el síndrome de nuestro tiempo, de nuestra cultura. Aislados e insolidarios, sin embargo,  en nuestras casas vivimos a puertas cerradas, sufriendo paradójicamente el síndrome de la incomunicación. Nos hemos refugiado en la comunicación virtual, inconsistente; pareciera que estamos acompañados por el Whatsapp y demás, pero en realidad, estamos solos.

Vivimos, más bien, en un ambiente de desconfianza mutua, de sospecha, de miedo ante el otro. No sólo cerramos  casas, sino también las calles. Las circunstancias han hecho de nosotros entidades solitarias y medrosas, provocando un déficit incalculable en humanidad.  Vivimos solos y amontonados. De esta forma  nos encontramos  disminuidos, solos, deprimidos, medrosos, encerrados, inseguros con la única ventana de escape: la tv. Hemos establecido una forma patológica de convivencia. Cuando J.P. II visitó Chihuahua, leyendo la inscripción del Escudo Estatal nos invitaba a ser hospitalarios con Cristo.  Nuestra cultura ya no es hospitalaria con Cristo y, por lo tanto, tampoco con el hermano. La xenofobia, el rechazo del otro, determina la política de nuestros días. Esto se ve claro en el fenómeno de la migración.* Este es el tema del domingo, avalado por la primera lectura y el evangelio: recibir al huésped.

Primera lectura. Este pasaje constituye una pieza fundamental en la literatura bíblica sobre la hospitalidad. La escena tiene lugar en la Encina de Mambré y es un modelo ejemplar de la relación que se establece entre el residente y el itinerante. Se inicia con la noticia de la llegada de tres visitantes. Aparecen de repente y sorprenden a Abraham, tomándolo de improviso mientras estaba sentado a la puerta de su tienda. La hospitalidad del Patriarca se manifiesta, en primer lugar, en la acogida. Obsérvese que él toma la iniciativa de invitarlos, de manera muy respetuosa y a la vez encarecida. Casi rogándoles que acepten, por caridad, su ofrecimiento. Cada rasgo es útil para poner de relieve su decisión de albergar a aquellos que, en silencio y de pie, esperan a su lado.  La prolija invitación queda cortada por una aceptación breve, seca y casi condescendiente: hazlo como has dicho.

 

Y conocemos la historia. Ahí recibe Abraham la noticia de que el hijo de la promesa llegará el próximo año. «La promesa», el leit motiv de la teología del A.T. En un contexto de hospitalidad Dios anuncia al patriarca la proximidad del cumplimiento de la promesa. Evento trascendental en la historia de la salvación. El mejor comentario al respecto, y su aplicación, es Heb. 13,1-2: Que el amor fraterno sea duradero. No olvidéis la hospitalidad, por la cual algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles.

 

Evangelio.- Es un pasaje célebre. La hermana Isabel M. Fornari-Carbonell, presentó una tesis doctoral en el Instituto Bíblico de Roma sobre este pasaje, titulada: La escucha del huésped.

Con suma frecuencia se ha interpretado este pasaje como una oposición irreconciliable entre la vida «activa», y la escucha. Hay nuevos acercamientos. El activismo, la herejía de la acción, son, efectivamente, irreconciliables con la “escucha”. Y toda acción que no procede de la “escucha”, está condenada al fracaso.

Roland Meynet lo comenta así: “Las dos hermanas. Marta recibe a Jesús en su casa. Pero, apenas entra él, y ella lo deja para ocuparse de mil cosas. Bajo el pretexto de servir, he aquí el problema, se preocupa de todo, menos del huésped. Su afán de servir acaba dominándola. Ella se agita, preocupada y quejándose de que tal vez no está a la altura de la situación. En cuanto a María, ella está en la única posición que conviene: a los pies de Jesús en una actitud de discipulado. Ella no hace nada, no dice nada, ella está sentada y escucha. Se ha olvidado de todo lo demás, incluso de ella misma. No tiene ojos ni oídos más que para Jesús y su palabra, ella ha recibido a Jesús y de la mejor manera. Y a la vez, ¿no podríamos decir que es ella la que ha sido recibida por Jesús? Ella, pues, ha escogido la mejor parte.

Unidad y multiplicidad. Nada cuenta para María más que la palabra y presencia de Jesús. Mientras que ella está concentrada en lo que es importante  para ella, su hermana se ha dispersado en la multiplicidad de tareas que ella se ha impuesto. Es necesario que ella se ocupe de todo, también de su hermana y de Jesús. ¡Interrumpe el diálogo de Jesús y María para meter un reproche!  No es María la que interrumpe al Señor, ella está muy atenta  para entender otras cosas. Cómo pudo venirle la idea, a Marta, de decirle a Jesús: Maestro, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en la tarea? Dile que me ayude.  Algo inaudito: María, en su afán, reprocha directamente a Jesús haciéndolo responsable de la situación. O mejor, se su situación. Marta no soporta esa situación y pierde el control. Su preocupación para arreglar las cosas conduce, no sólo a regañar a María sino a interpelar a Jesús para que él le ordene, a su vez,  a María que le ayude. ¿Se habrá dado cuenta María de la actitud de su hermana? En todo caso ella permanece en silencio y deja hablar a Jesús. Ella se atiene a la elección que ha hecho de una vez por todas, la única cosa que  trae en su corazón. Nada la va a cambiar.

A veces conocer algunas palabras del griego bíblico puede ayudarnos a comprender mejor la situación. Jesús usa dos verbos para calmar y llamar a la cordura a Marta. El primero es Merimnao: es un verbo muy fuerte; indica una división, una fluctuación entre dos cosas opuestas que acaba provocando ansiedad; y la mente no se decide a juzgar mejor una cosa que otra. Marta hubiera descansado si pudiera sentarse a escuchar al huésped.

Thoribatzdo: afanarse; la agitación externa es provocada por querer preparar muchas cosas que no pueden ser hechas al mismo tiempo, y que, hechas una después de otra, requeriría mucho tiempo. Si Marta se limitase a una sola cosa, podría escuchar al huésped.

Querido hermano, lo que nos sugiere este tema sería suficiente para nuestros retiros espirituales, tanto como sacerdotes como con nuestras comunidades. Estos verbos denotan, todo sumado, no solamente la herejía de la acción, el error del activismo, sino un verdadero desajuste de la personalidad, un trastorno de índole psicológico, que acaba por hacernos inútiles, agresivos y ansiosos, puesto que no dejamos tiempo para escuchar el huésped. Es lo que ahora, en el análisis moderno de la conducta humana, se ha denominado burn out. Muchas veces creemos servir a Dios, igual que nuestros laicos comprometidos, por la cantidad de cosas que hacemos, pero no caemos en la cuenta de que nunca escuchamos al huésped y todo acaba en divisiones y relaciones que se trastornan. No se trata pues de la oposición entre  una vida activa y una contemplativa. No existe vida activa fecunda que no parta de la acción previa de escuchar. Cuando hacemos nuestros planes de pastoral, diocesanos o parroquiales, ¿hemos escuchado antes al Huésped? Se trata de algo sutil, delicado y decisivo en nuestra vida cristiana. Si se falla en este renglón, vamos a estar como Marta, reclamándole al Señor y exigiéndole que él de órdenes, las órdenes que nosotros queremos que dé. Estamos ante el fracaso total.

Tomo de la tesis de Fornari-Carbonell unos tips:

  • Se trata de dos acciones. La acción de la escucha y la acción del servicio con las cuales inmortalizaron cada una de ellas la recepción del Huésped.
  • No obstante, la acción de la escucha de la Palabra del Huésped y señor es tan importante, que confrontada con ésta, toda acción es relativizable, y bajo ningún concepto puede prevalecer, ni imponerse a la acción prioritaria de la escucha, que es además, una acción de atención y acogida hospitalaria. Naturalmente, la acción del servicio al Huésped y Señor es también importante; si no lo fuera, Lucas no describiría en su obra tantas escenas de hospitalidad.
  • En efecto, cualquier acción que no tenga su origen y fuente en la acción de escuchar a Dios está sometida al riesgo de hundirse en el lodo de la vaciedad, la inutilidad, la mediocridad y el fracaso de un discipulado inmaduro y disperso. Mucho ruido y pocas nueces; metales que aturden. O terminamos como promotores sociales. Y, de igual modo, cualquier escucha de la palabra, que no abocara a la acción de dejarse guiar por lo escuchado, poniéndolo en práctica estaría sometida a la más absoluta perdida de tiempo y de efectividad pragmática, abortando el íntegro y total proceso de comunicación, que consiste en escuchar, conocer, practicar y anunciar.
  • Por último, todos tenemos la experiencia de la hospitalidad: nosotros sobre todo tenemos la experiencia de tanta gente que nos acoge en sus casas y nos da alimento. Son las palabras de Jesús que se realizan: a quien quiera que los reciba por ser discípulos míos no quedará sin recompensa. Y nosotros, ¿somos hospitalarios o lobos solitarios?

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Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

 

A menudo este evangelio era explicado como si las dos hermanas representaran la acción y la contemplación, y como si ésta fuera preferida por Cristo. Cristo, sin embargo, no reprocha a Marta su servicio, sino su agitación. Más aún, la causa de su agitación. Marta tiene una idea precisa de la hospitalidad y le molesta que María se siente a los pies del Señor y no la ayude. Cuando Marta incluso sugiere a Cristo qué decir y hacer, el Señor le recuerda lo único necesario, es decir, él mismo: que él sea lo primero del corazón y la roca sobre la que uno se fundamenta. Lo único necesario es el amor de Dios. La relación con el Señor es lo que fundamenta toda la vida; de lo contrario, basaríamos nuestra existencia en una convicción o una ideología propia.

 

La tragedia espiritual consiste en incluir a Dios en nuestros sistemas, en lugar de descubrirnos a nosotros mismos en relación con el único centro, que es el Señor.