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I Re. 3,5-13; Sal. 118; Rom. 8,28-30; Mt.13, 44-52

 El Hallazgo del Reino

El hombre que encuentra el Reino en su camino queda transformado de los pies a la cabeza. «Se ha cumplido el tiempo –había dicho Jesús -, y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y  crean en el evangelio» (Mc 1,15). El que cree en el evangelio, debe saber que ha encontrado un tesoro. En otras palabras, plenamente evangélicas, ese hombre ha entrado en el Reino; y deja que el Reino penetre en él, y le conquiste, en cuerpo y alma. Lo demás, en lo sucesivo, ya no cuenta: bienes temporales, búsqueda de una justicia simplemente humana, confianza en sí mismo, en sus méritos… A todo ello renuncia por ese bien superior que a todo lo suple ventajosamente.

El Tesoro y la Perla

No hay nada que pueda compararse con ese tesoro o esta perla fina. La alegría embriaga al hombre que ha logrado tal hallazgo. Para el, lo único que cuenta es la adquisición del campo donde está el tesoro o la piedra preciosa, incomparable. Podemos decir que un tesoro se encuentra por azar, sin embargo, de una u otra forma, se anda en busca del tesoro. Los arqueólogos con la mirada bien ejercitada siguen buscando los tesoros de la antigüedad. Sucede siempre que en Palestina, quizá más que en otras partes, la imaginación popular anda siempre obsesionada con la idea de encontrar tesoros. Algunas veces el campesino que labra su campo hace algunos sondeos a escondidas con la esperanza de tropezar con unas ánforas llenas de antigüedades. ¡Qué interesante fue el hallazgo de los rollos del Mar Muerto!

En todo caso, el mercader anda a la busca de perlas preciosas. Su oficio es buscar. El hallazgo sigue siendo siempre una suerte, pero hace falta habilidad para descubrir una perla en un bazar oriental. Hay quienes son buscadores de tesoros. Los rastros, o mercados callejeros ocasionales, o tiraderos, como los llamamos, son un lugar fascinante donde pueden encontrarse verdaderos tesoros. Pero hay que ser hábiles para ello.

Es la historia de todas las conversiones, desde Pablo hasta Carlos de Foucauld, desde san Justino y san Agustín hasta Ernesto Psichari; ellos han descubierto el tesoro escondido, la perla de gran valor. Se cumple la sentencia de san Agustín: tú nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón va estar inquieto hasta que descanse en ti. La fe aparece entonces como la única razón de vivir.

Invadido por la alegría, el hombre que ha dado con el tesoro se va a vender todo lo que tiene. Los santos constituyen la categoría de los que tienen el valor heroico, el gozo de venderlo todo de un golpe. Y cuando hablamos de venderlo todo se trata de venderlo todo: las propias seguridades, los propios recursos y habilidades, todo, todo.

Los ejemplos de los santos y las exhortaciones de los Padres pueden ser la ocasión, para una juventud generosa, de una gran tentación: la del «todo o nada». Se tiene la intención de venderlo todo, y como no se posee el valor extraordinario – o la gracia extraordinaria – que hace falta para esa renuncia total e inmediata, no se hace nada. Somos parecidos a esos viajeros que lo han preparado todo para una larga expedición, desde los abrigos de piel para afrontar los hielos polares hasta el más detallado de los alimentos. Pero nunca acaban de ponerse en camino. Al cabo de veinte años, se encuentran con su comida intacta. «El hombre pasa toda su vida delante de la puerta abierta. ¿Por qué no entra? Y lo que es absolutamente trágico es que se queda delante de la puerta, y es, en un cierto sentido, hombre de buena fe y buena voluntad. Podría muy bien volver la espalda a la puerta y marcharse a correr por el campo. Pero sigue toda su vida ante la puerta, y nadie, ni tal vez él mismo, sabrá jamás por qué no ha entrado. Y, sin embargo, Dios no es culpable, puesto que él ha abierto la puerta y no se puede hacer pasar al hombre a la fuerza». (P. Claudel).

La Red

Esta pequeña parábola tiene un carácter marcadamente escatológico; la semejanza de la red que se arroja al mar y atrapa toda clase de peces, buenos y malos, igual que en la parábola del trigo y la cizaña, exige el discernimiento final, esa «crisis», una especie de cernido mediante el cual se retiene lo bueno y se tira lo malo. Esto sucederá al final de los tiempos: vendrán los ángeles separaran a los malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido. Ahí será el llanto y la desesperación. Es la alusión al juicio universal y final con el que quedarán asentadas la justicia y la misericordia de Dios.

 La Parábola del Escriba

A modo de conclusión nuestro Señor pregunta, y nos lo pregunta a nosotros: ¿han entendido todo esto? Y ellos le respondieron: «Sí». Entre los oyentes de Jesús estarían diversos grupos: fariseos, escribas, gente sencilla del pueblo y los discípulos. Si los especialistas y conocedores de la Ley son capaces de entender la novedad del mensaje de Jesús, entonces serán semejantes a ese prudente-sabio padre de familia que va sacando del arcón de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas. Un judío que se convierte lleva la enorme ventaja de su amor y conocimiento de las tradiciones religiosas de su pueblo. Edith Stein, judía conversa, carmelita descalza y mártir, se extasiaba pensando que María y Jesús tenían la misma sangre que ella, que ella era de sangre judía.

La Sabiduría.

Cambiando la clave de interpretación, y basándonos en la primera lectura y en el salmo de este domingo, podemos hablar del tema de la «sabiduría». Se requiere el don de la sabiduría divina para poder descubrir el valor del reino que sobrepasa todo lo imaginable. Es a lo que se refiere San Jerónimo cuando dice que ese tesoro es, según palabras de S. Pablo, el valor supremo del conocimiento de Cristo. Cristo es la sabiduría de Dios. Los mandamientos de Dios son nuestra sabiduría. El hombre prudente conoce y sigue los mandamientos de Dios; el necio, los desprecia. El salmo 118 es un largo cántico o meditación o antología en honor de la ley del Señor. El artificio literario consiste en seguir el orden alfabético, la Ley es la voluntad de Dios que se revela para orientar la vida religiosa del hombre, su convivencia con Dios y con el prójimo; por eso es amable, perfecta e inagotable la ley, más valiosa que el oro y la plata que ante ella palidecen. La observancia o el desprecio de la ley es la define la diferencia entre los hombres.

La categoría fundamental que divide a los hombres, según el A.T., son la prudencia y la necedad. El criterio radical de separación son únicamente la prudencia o la necedad. El hombre prudente, que es lo mismo que decir sabio, es el que edifica su casa sobre roca; el hombre necio, es aquél que edifica su casa sobre arena. Esta es la diferencia radical entre los hombres según la fe bíblica. «Oferta de Sensatez», así titula Luis Alonso S. un ensayo magnífico, como todo lo de él, con el que introduce el comentario al Libro de la Sabiduría de J. Vilches.  La Sabiduría es el arte de discernir; de descubrir qué es lo que favorece la vida y aquello, que por el contrario, lleva a la muerte.

Es precisamente lo que ilustra la primera lectura de hoy; Salomón hace una oración hermosa al momento de asumir el reino de su padre David. El Señor le dice: “Pídeme lo que quieras y te lo daré”. Salomón confiesa su debilidad, su ignorancia, su pequeñez, su incapacidad para asumir y llevar a buen término la misión que Dios le ha confiado: ser el Rey del pueblo de Dios.  Ante esta actitud de sencilla y simple humildad, Salomón pide solamente una cosa, la única cosa importante: la Sabiduría. «Por eso te pido me concedas Sabiduría de corazón, para que sepa gobernar a tu pueblo y distinguir entre el bien y el mal. Pues sin ella, ¿quién será capaz de gobernar a este pueblo tuyo tan numeroso?».  El Señor le responde: «Te doy un corazón sabio y prudente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti».

Si alguien me pregunta qué es la Sabiduría, yo le respondería con este texto del primer Libro de los Reyes: es la capacidad de distinguir lo que verdaderamente vale de lo que no vale o vale muy relativamente, de distinguir de lo que es pasajero y lo que es eterno, de distinguir entre lo que favorece la vida o lleva a la muerte, de distinguir, en última instancia, el bien del mal.  Se trata del arte del discernimiento. ¡Cómo tenemos que pedir a Dios el don de la Sabiduría!” ¿Sabemos en realidad, nosotros, hacer esta distinción fundamental? ¿Tenemos como gracia de Dios ese difícil arte del discernimiento? ¿Distinguimos bien entre aquello que favorece la vida y aquello que lleva a la muerte?

El arte supremo, pues, consistirá para nosotros, hoy, en tener la Sabiduría suficiente, el don de Dios, el don de su gracia, para descubrir en la humildad del Reino el valor supremo sobre el cual no existe nada ni nadie. Se trata del tesoro escondido que se encuentra repentinamente o de la perla de gran valor tirada entre otras mugres en el bazar y que cambiará nuestra vida radicalmente. Observaremos entonces esa extraña actitud de los santos que, llenos de alegría, vendieron todo, lo dejaron todo, para adquirir ese campo donde está el tesoro escondido o para comprar esa perla de gran valor. Ustedes y yo, ¿habremos encontrado el tesoro, habremos descubierto la perla preciosa?

Nuestra sabiduría son los mandamientos de Dios, (Sal. 118), y esa es la sabiduría que Salomón pide a Dios. Puede verse el Sab. 9 donde este tema se convierte en oración, en súplica. Para apreciar la sublimidad del Reino, su valor que supera todo lo imaginable, necesitamos ese don de Dios: la sabiduría.

 UN MINUTO CON EL EVANGELIO

Marco I. Rupnik.  sj

 El reino de los cielos, el amor inquebrantable del Padre, Hijo y Espíritu Santo, es para el hombre la perla preciosa. Toda la vida del hombre encuentra sentido en la búsqueda de esta perla. Cuando la encuentra, vende todo lo que tiene para comprarla. El Señor quiere decir que el hombre «se invierta» totalmente a sí mismo por amor de Dios. Nada puede ser una alternativa al amor de Dios. Comprometiendo todas sus fuerzas en el amor de Dios se salva a sí mismo, no pierde nada y cualquier otra cosa que pueda desviarle de esto no merece ser tenida en cuenta. La vida espiritual es la sabiduría de las prioridades. La vida espiritual reclama toda la atención a lo que realmente importa. Existe también un arte de descuidar, de no prestar atención, de caer en la trampa del resplandor y del espejismo. Sobre todo para el hombre es decisivo saber por qué cosas va a consumir sus días y sus energías. Su  vida, pues. Si no da en el blanco, el hombre se disipa y su vida se hunde en el olvido.