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Domingo XVIII T. O. “C”

Eclesiastés 1,2; 2,21-23; Sal. 89; Col. 3, 1.-5.9-11; Lc. 12, 13-21

 

Hay que tener cuidado

con las cosas que Dios

ha puesto en nuestras manos”.

¿Qué cosa asegura la vida? Narrando la desventura de un rico terrateniente, Jesús nos hace ver cómo la “providencia humana” tiene una visión muy corta; aquél hombre creía haber encontrado su propia seguridad vital en la abundancia de reservas acumuladas en sus graneros pero, imprevistamente, la muerte lo atrapa… Y Jesús denuncia su imprevisión y su locura: limitando las propias aspiraciones a este mundo, prácticamente ha renegado de Dios.

 

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Eclesiastés 1,2; 2,21-23 – Todo es vanidad – La corriente amarga del cinismo griego, (saludos al P. Chicho), ha sobrepasado las fronteras y arriba por primera vez a las playas del optimismo hebreo, cuyo fundamento era la esperanza mesiánica. El sabio no tiene miedo de respirar este aire nuevo; efectivamente, de frente a la muerte, todos los proyectos del hombre desaparecen. También el cristiano, a veces, se deja llenar los pulmones de esta “sabiduría profana”, que es, más bien, astucia. ¿Pero, será capaz, como el sabio bíblico, de ser honesto con su fe hasta redimir el espíritu de su tiempo?

 

Sal. 89 – Meditación sobre la brevedad de la vida humana, con una súplica esperanzada. Hay que leerlo, –  aparece con frecuencia en la liturgia de las horas -, hay que leerlo con calma y meditadamente. Leemos los vv. 3-6.12-14.17; v. 3. Con el «siempre» divino contrasta la breve vida humana: sentencia de Dios que recuerda el pecado de Adán. vv. 4-6. Hay un marcado descenso en estos versos: los mil años para Dios, el ciclo anual de las plantas, el ciclo diurno de las flores. Así se estrecha la vida del hombreen la meditación, porque el límite se presenta con intensidad. v. 12. Aceptar esta limitación con corazón resignado, es ya una sabiduría que pedimos a Dios y que, en cierto modo, vence la tristeza. Pero no basta, v.13. y en la nueva sección se repiten las súplicas: ¿hasta cuándo? Es pregunta típica de lamentación. v. 14. La mañana es la hora propicia en que Dios escucha, en su templo. Él puede llenar la vida breve de alegría y de júbilo. v. 17. Dios envía su favor y da plenitud a nuestras empresas humanas. Llenos de esta plenitud divina, nuestros trabajos y nuestros días, parecen superar el tiempo y nosotros salimos de la meditación con esperanza.

 

Transposición cristiana. Pero todavía queda una respuesta más alta. La condición cristiana no ha cambiado la vida humana en su carácter temporal: El cristiano sigue «triste por la certeza de morir». Pero también Cristo ha entrado en esta finitud humana, ha pasado por la muerte, venciéndola, y con su resurrección ha inaugurado la vida nueva, que es plenitud sin término. Si nuestras obras participan de la resurrección de Cristo, quedan llenas para siempre.

 

“Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde esta Cristo sentado, a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida esta con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con El, en gloria”. (Col. 3,1-4).

 

Col. 3, 1.-5.9-11 – Purificación progresiva – ¿Qué cambia cuando uno llega a ser cristiano? ¿Aparentemente poco? Pero los ojos del cuerpo no son buenos jueces en esta materia: la verdadera novedad, el germen de la renovación no es visible, como la semilla sembrada en la tierra. Incluso, Cristo, el hombre verdaderamente nuevo, es invisible, escondido en Dios. La imagen de Dios, esculpida en nosotros, está también escondida en nuestros corazones. Sin embargo, tal imagen, debe, poco a poco, aparecer, como una filigrana, en nuestra vida de cada día. He aquí porqué debemos cancelar de nuestra vida la impureza, la avaricia, la mentira, para que Cristo pueda ser “leído” en nosotros. He aquí porqué debemos expulsar de nuestra comunidad los viejos prejuicios de raza, de clan, a fin de que aparezca el Cristo, aquél que integra en una única familia a la humanidad entera.

 

Lc. 12, 13-21 – Poner a Dios de nuestra parte – Esto es, precisamente, lo que quería hacer uno de los hermanos que peleaban por la herencia: poner el prestigio de Jesús y su mensaje sobre la balanza. Jesús no se presta a semejantes contratos; se engaña el que quiera manipular el evangelio para defender su propia posición. Es normal que haya conflictos entre los hombres, porque cada quien se aferra solo a una parte de la verdad; pero es intolerable servirse de Cristo para dar un valor absoluto a aquello que es solamente una opinión personal. Hay que desconfiar cuando nos dicen: el reino de Dios «está aquí o está allá»; el reino está principalmente en el gesto libre mediante el cual, el hombre se compromete en su condición humana, al servicio de los hermanos y no cuando anda peleando herencias.

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Tema. Este domingo Lucas nos pone frente a un problema profundamente existencial: la posibilidad real de un error de perspectiva al momento de  trazar el proyecto de nuestra vida. Existe, entonces, la posibilidad de apoyarnos, no en Dios, origen y fundamento de toda existencia, en el Dios que llama  a la existencia las cosas que no son, sino en las riquezas, atraídos por su poder de seducción. Nuestra vida, entonces, antes que un proyecto que se apoya en Dios, se convierte en un proyecto humano apoyado en otros soportes, el económico, por ejemplo.  El pecado no es en definitiva, más que querer sacar de las criaturas la fuerza que sólo debemos esperar de Dios, dice R. Bultmann. La alternativa  mas socorrida es el dinero.  Cuando nuestro Señor nos advierte sobre el peligro de las riquezas como de un peligro real, debemos tomarlo en serio.

La tentación de la avaricia, de la codicia es de siempre, pero parece que hoy ha llegado a ser más aguda. Nos basta con echar una mirada a nuestro mundo en su lamentable condición para darnos cuenta de ello. No obstante todos los adelantos y posibilidades técnicas y científicas de que dispone el hombre moderno, la pobreza y la miseria están más extendidas que nunca en el mundo; la falta de trabajo, las migraciones humanas derivadas de la pobreza, la explotación, el abuso del poder, el tráfico de personas y drogas, la prostitución, y otras muchas plagas, nos revelan el desequilibrio que genera la ambición de riqueza. El cáncer de la corrupción que esteriliza todos los esfuerzos para lograr una sociedad más justa. Para nadie es un secreto que la avaricia, la deshonestidad, a veces extrema, la falta de escrúpulos y la sed de tener más, están a la base de las “crisis económicas” que han hundido en la miseria a grandes segmentos de la población mundial.

La liturgia de la palabra de hoy nos dice que es una estulticia, una necedad, una insensatez, una locura, apoyar la vida, el bien más precioso, en los bienes materiales tan precarios que la muerte puede arrebatárnoslos de la mano en cualquier momento. «Todo es vanidad», nos dice el Eclesiastés, vanidad de vanidades es el ritornelo de este libro del que tenemos todavía mucho que aprender. «Hay quien se agota trabajando toda su vida y pone en ello su talento, su ciencia, su habilidad, y luego tiene que dejárselo todo a otro que no trabajó. Esto también es vanidad y  una gran desventura».  Lo que este libro profundamente existencialista expresa no es más que la amarga experiencia que todos conocemos, que  vemos a diario y nadie procesamos. Cuántos pleitos por las herencias, cuántas familias separadas dolorosamente para siempre por la ambición, por la codicia. Se llega hasta la ventilación pública de las disputas sin respetar ni siquiera la intimidad. Todo eso es vanidad y solo vanidad. Vanidad quiere decir vacío, vano, sin contenido.

A una cultura como la nuestra, fundada solidamente sobre la arena movediza del materialismo, la Palabra de hoy tiene mucho que decirnos. Oscar Wilde decía que lo único que esta cultura puede darnos es un poco de confort. Nosotros hemos hecho del confort un proyecto de vida.

Pero es necesaria una aclaración para evitar los mecanismos de defensa. Sobre todo el sofisma de la falsa generalización que nos llevaría a la conclusión de que, entonces los bienes que Dios ha creado y puesto en nuestras manos son malos. De ninguna manera;  los bienes, las cosas que Dios ha creado para sus hijos no pueden ser objeto de desprecio. El cristiano no desprecia nada de lo que ha salido de las manos de Dios y que refleja su belleza. Significa solamente que descubre su carácter relativo; que no confunde el don con el Dador. Comprende que las cosas son para el hombre y no el hombre para las cosas. Y luego, que las cosas y los hombres, todo, son para Dios, el único absoluto, el único que fundamenta y sostiene nuestra existencia. El pecado, es la absolutización de las cosas al grado de confundirlas con Dios. Es, entonces, una idolatría. El pecado, decía S. Agustín, es la “conversión a las creaturas hasta llegar al desprecio de Dios”.

La máxima que nos puede ayudar en el discernimiento en el uso de las cosas creadas, son las palabras de San Ignacio de Loyola en la meditación «sobre las demás cosas», que se han de regir por el «tanto cuanto». Yo fui creado por Dios y para Dios, dice San Ignacio; Dios es el fin de mi existencia. Y todas las demás cosas son buenas tanto cuanto me ayudan a conseguir ese fin, y son malas tanto cuanto me impiden conseguir ese fin. Esa es la sabiduría insuperable de los santos.

Evangelio. Cuando el pueblo acude a Jesús con sus miserias del cuerpo y del alma, lo encuentra dispuesto a socorrerle. En cambio, el hombre que se presenta con su pleito hereditario tropieza con una repulsa. ¡Hombre! Aquí, esta palabra suena áspera y dura. Jesús no quiere ser juez ni árbitro en  asuntos de herencias.

El relato lucano tiene la finalidad de brindar la oportunidad de una enseñanza de Jesús sobre las riquezas. La comunidad destinataria, y las de todos los tiempos, tienen en la perícopa la lección de Jesús sobre el particular. Toda ansia de aumentar los bienes es enjuiciada como un peligro del que han de guardarse bien los discípulos. El ansia de poseer descubre la ilusión de creer que la vida se asegura con los bienes o con la abundancia de los mismos. La vida es un don de Dios, no es fruto de la posesión o de la abundancia de bienes de la tierra y de la riqueza. De hecho, no es el hombre el que dispone de la vida, sino Dios.

La narración de un ejemplo presenta gráficamente lo que se ha expresado con la sentencia: la vida no se asegura con los bienes. El rico labrador revela su ideal de vida en el diálogo que entabla consigo mismo: vivir es disfrutar de la vida: comer, beber y pasarla bien; vivir es disponer de una larga vida: para muchos años; vivir es tener una vida asegurada: ahora descansa. ¡Ética del bienestar! ¿Cómo puede alcanzarse este ideal de vida? Almacenaré: hay que asegurar el porvenir. Varían las formas de esta seguridad. El labrador edifica graneros. El hombre modero, el hombre de negocios, ¿qué métodos de seguridad emplea? La economía de este labrador no tiene otro sentido que el de asegurar la propia vida. Los métodos pueden variar, la actitud es la misma. Aquel labrador afortunado le apuesta a la carta equivocada.

Vivimos la cultura del proyecto; todo está sometido a las leyes de la prospectiva. Y está muy bien; incluso, de lo que nos quejamos, en muchos casos, es de la falta de un verdadero proyecto de vida. Lo malo es que queremos proyectar más allá de donde podemos. O sobre cimientos falsos. Hablamos de futuro de la ciudad, hay multitud de grupos de estudio que buscan y trazan planes para el desarrollo de la ciudad. Dios  no entra en ese proyecto. No es invitado. Entonces, la entera forma humana de proyectar flaquea. El hombre no tiene en su mano la vida como dueño y señor.

No puede contentarse con hablar consigo mismo como el rico labrador: en el relato lucano, Dios interviene también en el diálogo. Este hombre debería también tratar con otros hombres, pero le importan tan poco como Dios mismo. El hombre es insensato si piensa de ese modo, como si la seguridad de su vida estuviera en su mano o en sus posesiones. El que no cuenta con Dios, prácticamente lo niega, y es insensato (Sal. 14,1). Que nuestra vida no se asegura con la propiedad y con los bienes lo pone al descubierto  la muerte. Te van a reclamar tu alma: los ángeles de la muerte, Satán, por encargo de Dios. ¡Esta misma noche! El rico había contado con muchos años…

La riqueza que el hombre acumula para sí, con la que quiere asegurarse la existencia terrena, no le aprovecha nada. Tiene que dejarla aquí, en manos de otros. «El hombre pasa como pura sombra,  por un soplo se afana; amontona sin saber para quién» (Sal. 38,7). Sólo el que se hace rico ante Dios, el que acumula tesoros que Dios reconoce como verdadera riqueza del hombre, saca provecho. El querer el hombre asegurar nerviosamente su vida por sí mismo lleva a perder la vida, sólo si la entrega a Dios y a su voluntad la preserva. Lo que verdaderamente tiene valor para mí, es aquello que lo conserva tres días después de mi muerte. Lo demás aquí se queda. ¿Qué tan ricos estamos de lo que vale en la presencia de Dios?

Comparto contigo este número de Caritas in Veritate.

11. ……. El Concilio profundizó en lo que pertenece desde siempre a la verdad de la fe, es decir, que la Iglesia, estando al servicio de Dios, está al servicio del mundo en términos de amor y verdad. Pablo VI partía precisamente de esta visión para decirnos dos grandes verdades. La primera es que toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre. Tiene un papel público que no se agota en sus actividades de asistencia o educación, sino que manifiesta toda su propia capacidad de servicio a la promoción del hombre y la fraternidad universal cuando puede contar con un régimen de libertad. Dicha libertad se ve impedida en muchos casos por prohibiciones y persecuciones, o también limitada cuando se reduce la presencia pública de la Iglesia solamente a sus actividades caritativas. La segunda verdad es que el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones [16]. Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento. Encerrado dentro de la historia, queda expuesto al riesgo de reducirse sólo al incremento del tener; así, la humanidad pierde la valentía de estar disponible para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y desinteresadas que la caridad universal exige. El hombre no se desarrolla únicamente con sus propias fuerzas, así como no se le puede dar sin más el desarrollo desde fuera. A lo largo de la historia, se ha creído con frecuencia que la creación de instituciones bastaba para garantizar a la humanidad el ejercicio del derecho al desarrollo. Desafortunadamente, se ha depositado una confianza excesiva en dichas instituciones, casi como si ellas pudieran conseguir el objetivo deseado de manera automática. En realidad, las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos. Este desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado. Por lo demás, sólo el encuentro con Dios permite no «ver siempre en el prójimo solamente al otro» [17], sino reconocer en él la imagen divina, llegando así a descubrir verdaderamente al otro y a madurar un amor que «es ocuparse del otro y preocuparse por el otro»[18].

El papa Francisco está clamando por que la iglesia sea pobre; se trata de una condición de credibilidad.

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Un minuto con el Evangelio

Marko I. Rupnik, SJ

 

Confiar en las cosas materiales quiere decir tratar de garantizar la vida acumulando haberes, como si tener mucho hiciera más segura la existencia. La mentalidad del pecado intenta convencer al hombre de que se salvará teniendo mucho y que salvará también las cosas aferrándose a ellas. Pero esto es falso.

 

Cristo no desprecia las cosas. Incluso no dice que no haya que enriquecerse, sino que hay que enriquecerse ante Dios y no para uno mismo. Pero, ¿cómo se enriquece uno ante Dios? Precisamente mediante las mismas cosas que el pecado nos sugiere que acumulemos para nosotros, pero utilizándolas con amor.

 

La única realidad que devuelve al hombre una seguridad que no se corroe es el amor. Sin embargo, el amor no se realiza de manera abstracta, sino que necesita también de las cosas materiales. Quien comparte con los demás, quien da a los demás – como dicen los Padres del desierto – permanece en Dios.